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Habitar casas vacías

Ilustración: Paula Viéitez.

Estas semanas leo poco. Leo mal. Leo de mañana y, si no, no leo. Leo un fisquito y paro. Leo un fisquito más. Me bebo el café, siento una puntada en el centro redondo del ombligo, sigo, lo dejo con la misma. Para leer hace falta una casa. Cuando no se tiene, o se está próximo a perderla, no se puede. Y yo estoy a punto de abandonar una. Paradójicamente tengo sobre la mesilla de noche un libro que se llama Casas vacías, escrito por Brenda Navarro. De cuando en cuando, lo observo y pienso que estoy a punto de abandonar esta casa y que estoy a punto de sobrevolar el océano para meterme en otra casa vacía en la que voy a meter cosas. De un cuarto vacío a otro.

Estoy organizando los libros que voy a dejar, los que voy a vender, los que me llevo. Me tumbo en la cama y me pego el ventilador a la cara. Velocidad 2, 3, 4. No hay más velocidades. Método fijo. Me rasco los pelitos que me salen de las bragas. Respondo unos mensajes en Instagram, comparto fotos de mi libro, pienso: ¿en serio esa jarrapería la escribí yo? Siento que me duelen los ojos de tanto mirar el móvil. Me giro hacia la izquierda y ahí está: Casas vacías. Lo observo como si me estuviera restregando con la portada. Me digo: qué libro más bueno, me encanta. Me digo: solo quiero leer, solo quiero un suelo sobre el que leer. Recuerdo un fragmento. Lo busco:

Ahora, si me preguntaran que si yo mantenía a Rafael, yo diría que no. Que yo mantenía la casa sí, pero nunca, nunca le compré ni una cerveza o algo. Que casi nunca me daba dinero, también, pero yo no lo necesitaba, yo lo que quería de Rafael era una familia. Si además me preguntaran que si yo lo amaba, diría también que sí. Que lo amaba como se aman las cosas que te traen recuerdos, como las cartitas de los reyes magos, las fotos de los cumpleaños, la ropa favorita, cosas así. Con lo que no podía vivir era sin ser madre. ¿Que por qué la aferración? Pues porque sí, ¿qué tiene de malo querer ser madre, qué tiene de malo querer dar amor?

Me revienta un pensamiento como un navajazo: ahora es cuando empiezas a entender Madrid. Ahora que la gente te quiere, te vas.

Siempre me pasa lo mismo: abandono los sitios cuando empiezo a moverme en ellos como un lagartito. Rápido, arrastrándome por los intersticios con destreza. Y me pregunto si la gente me quiere más ahora que me voy, porque me perdonan todos los pecados: todos los días en los que llegué tarde o muy tarde o simplemente no fui a la cita. Cuando habito un lugar los últimos días quiero vivir en serio. Y me veo con todas las personas con las que no me veo nunca. Y nos abrazamos y nos decimos: a la mierda el coronavirus y te quiero, tía, te voy a echar de menos, voy a verte a Tenerife, ven a verme a Madrid, estoy borracha, estoy jarta como una burra, qué, no te escucho, te quiero, tía.

A lo mejor la inminencia de perder una casa es como una especie de barranco larguísimo delante de los ojos, una caída obligatoria. Marcharse es comer siete platos de papas bravas en siete días, beber veinte cervezas, comprar libros que no caben en la maleta, pensar que todas las cosas son bellas, más hermosas, más serenas y suaves y tibias como la piel de un durazno recién cogido de la mata. Y se vive y, cuando se vive muy fuerte, no se puede leer.

***

Tengo un libro como un volcán sobre la mesa y lo miro y lo deseo, pero no puedo. Tengo la maleta abierta y se me salen las cosas. Boto una falda que me gusta en una bolsa plástica, boto un vestido, unos zapatos, una chaqueta. Voy caminando hasta el contenedor del Humana y pienso: Humana es una mierda, es una secta danesa. Y pienso: puedo entender todo esto como un ejercicio de desapego. Y me respondo: no, no romantices las mudanzas, la incertidumbre, lo precario. Y concluyo con un estoy harta. Con un quiero leer, quiero una casa para leer Casas Vacías.

***

Es otro día y tomo el café. Limpio las baldas del baño. Hago espacio para la nueva inquilina. El sudor se me cae por la frente. Me tumbo en la cama delante del ventilador y pienso que me tengo que cortar las uñas de los pies. Encojo los dedos. Me peleo y me digo que soy una descuidada, que parezco un gavilán. Dejo caer la mano sobre la montaña de libros que hay a mi izquierda. Lo agarro y es como una cometa. Leo y me pregunto: ¿cómo me olvidé de esta sensación de animalito durmiendo en el patio? ¿Esta caricia por dentro de los órganos que es leer algo tan bien escrito? ¿Este sentir tan mío una cosa tan ajena? Y me pongo nerviosa y bebo más café y señalo las frases con los dedos y digo en mi cabeza yo quiero escribir esto:

[…] como cuando un mono enseña la dentadura y los humanos pensamos que ríe cuando en realidad muere de miedo

Y quiero escribir esto:

Respirar no es un acto mecánico, es una acción de estabilidad; cuando se pierde la gracia es que se sabe que para mantener el equilibrio hay que respirar. Vivir se vive, pero respirar se aprende.

Y esto otro:

[…] a veces la verdad se te queda incrustada nomás, y ahí la tienes aunque no sirva para nada.

Y sigo. Y quiero coger este libro y borrarlo todo y volver a escribirlo a mano, porque cada palabra es una ciruela roja brillante. Quiero aprendérmelo de memoria, ponérmelo encima como si fuera una rebequita, un pañuelo de lino, una gorra de la ferretería que tiene salitre pegada en los bordes. Y que no se quita. Ni con un cuchillo afilado. Quiero comérmelo todo y llevármelo dentro. Am am am:

Quince horas antes de que naciera Daniel empecé a sentir cómo su cuerpo se preparaba para desgajarme: una especie de vibración que iniciaba en la espalda baja para concentrarse en el hueso ilíaco. No hubo nada de romántico en ello. Daniel era el epicentro y yo la consecuencia.

***

Es de noche y tengo el cuerpo húmedo como un nardo después de la lluvia. De nuevo, el ventilador. De nuevo, quiero leer y me respondo: no, cuando tengas una casa tuya, ya lees. Me rebelo contra mí misma y digo no, digo ahora leo. Leo ahora. Levanto el libro desde abajo y lo abro. Me quedan unas veinte páginas. Avanzo, avanzo, avanzo como un pescadito. Abandonar una ciudad es como lanzarse en un hueco negro. Abandonar una casa es arrancarse del suelo, quedarse con las raíces colgando.

Es cargar una maleta de 23 kilos en la que cabe toda una vida que no cabe en una maleta de 23 kilos.

Tengo suerte de que me acompañen los libros. Tengo siempre suerte de que me acompañen. Aunque suene estúpido. Aunque no sea cierto.

De Madrid me llevo Casas Vacías.

***

Quedan apenas tres días para irme. Hace ya rato que terminé Casas vacías. A veces vuelvo a la mesilla de noche y lo miro. No he podido acabar más libros. No he podido empezarlos. Aún me quedan cosas de las que deshacerme y siento cómo cada objeto se me clava en el centro de la columna. Me pesan, me empujan y me dejan petuda como un gato. Estoy empezando a escribir un texto sobre Casas Vacías. Me duele el cuello, mi cuello es un brezo partido. Odio este texto. Odio ordenar las baldas de la cocina y limpiar la nevera y la parte de abajo de la cama. Ver las gavetas vacías. La maleta con las tripas por fuera, abierta y esparcida como después de una bomba. Miro la mesa. Veo Casas Vacías.

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Autora: Brenda Navarro. Título: Casas vacías. Editorial: Sexto Piso. Venta: Todos tus librosAmazonFnac y Casa del Libro.

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