Mi proceso de escritura requiere tiempo, paciencia y libertad. Me resultaría imposible escribir con prisas, con plazos o con cualquier condicionante de temas o modas. Más que elegir historias que contar, son ellas las que me eligen y se me imponen, y ante eso, poco o nada puedo hacer. Además, necesito aislarme, apartarme del mundo para poder enfrentarme a la apasionante incógnita de ir descubriendo nuevos personajes y sus historias.
Una de las preguntas que suelen hacerme es si tengo alguna manía a la hora de ponerme a escribir. Podría decir que las tengo todas. Soy incapaz de crear una novela en ningún otro sitio que no sea mi entorno «sagrado», santificado por mi biblioteca que me ampara a mis espaldas, como un halo protector y mágico. La rutina es fundamental para mí. Me gusta madrugar; en esto tengo que reconocer que he ido evolucionando con la edad; de joven era nocturna, me gustaba trasnochar, pero a medida que fui cumpliendo años dejé la noche para dormir. Desde hace un tiempo me levanto a las seis de la mañana, hago cinco minutos de meditación, seguido de treinta de yoga suave. No es nada espiritual, aunque pudiera serlo, sino que de este modo recibo el día consciente de mí misma, del presente, de la realidad que estoy viviendo, centrada en lo que quiero que sea ese día que empieza. Esta práctica que he incorporado a mi rutina no hace mucho, se ha convertido en un buen ejercicio para la concentración. Luego tomo un buen desayuno y me voy a nadar unos cuarenta minutos (practico natación a diario desde hace 30 años). A las nueve de la mañana suelo estar sentada delante de mi ordenador, con un café y una botella de agua entera (tiene que estar llena…manías), vestida con ropa cómoda, jamás en pijama, chándal o cosa parecida. Dejo fuera el móvil. Me pongo unos buenos auriculares por los que oigo, que no escucho, una docena de composiciones de música clásica en bucle mientras escribo; de este modo me aíslo de la realidad externa y me conecto con la de mis personajes. Cada nueva novela tiene su propia composición. Mientras se “calienta” el ordenador (tiene sus años y sus memorias son ya pesadas) leo un clásico para activar la mente; actualmente tengo entre mis manos Lo que el viento se llevó, y he de admitir que está siendo todo un descubrimiento, teniendo en cuenta que ya conocemos —o creemos conocer— la historia de Scarlett O´Hara. Como suele ocurrir casi siempre, las sensaciones que aporta la lectura son mucho más intensas, más profundas y más personales que la película. Después de leer diez o quince minutos, no más, llega el momento decisivo de iniciar el vuelo, solo entonces, agito las alas y me lanzo al vacío.
Seguiré contando más sobre los entresijos que supone para mí este oficio, sobre el proceso que me lleva a esa magia de crear, sobre lo que siento y lo que padezco, y lo que disfruto y vivo y experimento, sobre cómo me paseo por el borde de ese precipicio desde donde salto una y otra vez y otra y otra durante meses y años, hasta que mi editora me dice la frase que lo resume todo: «Paloma, ya no puedes cambiar más». Entonces, ese precipicio se cierra bajo mis pies para siempre, con la esperanza de que vuelva a abrirse otro en un futuro inmediato, tal vez más hondo, tal vez más amplio, con el anhelo de que sea más fascinante que el anterior.
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