Supe que tenía que tirar de aquel hilo narrativo un atardecer en las playas de Sanlúcar de Barrameda. El mes estaba siendo de una preocupante carestía creativa, y para paliar la angustia de la página en blanco fingía estar inspirándome detrás del biombo social que facilitan las actividades veraniegas, siempre acompañada de la manzanilla que todo lo cura o el gintonic que todo lo olvida.
Me tomaba el segundo después de haber visto las victorias de Cape Samba y Dubrovnik, contenta porque había ganado algo de dinero, y atenta a una conversación divertida en la que varios aficionados comentaban que los caballos de Sanlúcar corren simplemente porque la meta está en la misma dirección de las cuadras, cuando Fabián Barreiro, director de la yeguada Milagro, gran cinéfilo y excelente lector, me preguntó en qué andaba metida, refiriéndose a la escritura, claro. Mi respuesta le pareció tan vaga que en medio del ruido y el calor, se permitió un segundo de seriedad, y sin quitarse las oscuras gafas de sol me alertó con una frase digna del mejor Raymond Chandler:
—Además de beber, una escritora tiene que escribir, Beatriz.
Le sonreí y dejé que la brisa de las últimas horas del día le diera una tregua a mi mente nublada, miré los colores de las chaquetillas con las que se pasean los jockeys por la arena de la playa, escuché en mi mente los enigmáticos nombres de los caballos, miré a todos aquellos aficionados, no los que como yo iban a ver el ambiente, sino los apasionados del turf, que hacen tablas, conocen la ascendencia de todos los caballos, el historial de cada carrera, los secretos de una buena o mala posición, la importancia de la distancia, el terreno, el jockey que lo monta, dónde y por quién ha sido criado o entrenado…
Sentí que poco a poco comenzaban a replegarse en mi imaginación unas pesadas cortinas rojas y aterciopeladas que me mostraban aquel teatro de las maravillas, donde cada escena está provista de contenido y autenticidad, y donde un narrador cuenta con la mejor baza para que el ritmo de una historia fluya: la pasión constante del hombre común por seguir a sus héroes.
La complicidad de esta motivación ha llevado a grandes autores como Sherwood Anderson, Horacio Quiroga o Tolstoi a hablar de una manera o de otra del caballo purasangre. En España contamos con las obras de Fernando Savater El juego de los caballos y A caballo entre milenios que son ya unos clásicos y con los que cualquier neófito puede disfrutar, y ahora la editorial Minúscula se atreve con la publicación de Una vida en las carreras, del excéntrico Gerald Murnane, un personaje más de este teatro que me tiene cautivada desde hace algunos años. Murnane ha escrito su biografía en clave turfística con un vigor narrativo digno de la pasión que da al escritor esa motivación personal, deteniéndose en lo cotidiano, pero sin dejar de abordar los temas más atractivos de este universo: el ritmo, el corazón y el azar.
El autor australiano cuenta diversos episodios de su vida desde su enorme pasión por las carreras de caballos con una precisión que puede convertir su lectura en una experiencia sicalíptica para los grandes aficionados, pues recuerda los nombres de todos los caballos, cuadras y colores de chaquetillas que ha visto a lo largo de su vida, además de adentrarse en diversas teorías sobre los sistemas de apuestas, sin dejar de maravillarse por la sorpresa que supone cada nuevo día en las carreras.
Ese vigor narrativo motivado por una pasión personal y absoluta por los héroes purasangre hace que la narración no decaiga en ningún momento, la prosa ágil y directa se desliza por su biografía como una locomotora a la que nunca le falta carbón. Las carreras de caballos no son una excusa, un marco, son la esencia misma de su historia, porque contienen toda la humanidad que el lector reclama a la realidad.
El personaje que representa Gerald Murnane en su propia historia es un arquetipo que llevo estudiando desde hace algún tiempo. Los aficionados al turf hablan de la pasión por el mundo de las carreras de caballos como metáfora de un espacio en el que los héroes siguen existiendo gracias a la desaparición de las debilidades humanas, pues en los pocos minutos en que un caballo de carreras se estira y lucha por batir a sus compañeros, los humanos, eternos observadores de los dioses, creemos haber extirpado la mediocridad de nuestras vidas, aunque sea escondidos detrás de unos prismáticos.
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Autor: Gerald Murnane. Título: Una vida en las carreras. Editorial: Minúscula. Venta: Amazon, Fnac y Casa del libro
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