Hoy me he dado cuenta de algo. Algo que hasta ahora no me había parecido más que una curiosidad añadida a las que acontecen estos días tan raros. Lo cierto es que llevo un tiempo fijándome y no ha sido hasta esta mañana —cuando me he encontrado con Fidel— que he caído en la cuenta de que, quizá, sea algo mucho mayor de lo que imaginaba. Ha sido al estrechar su mano. Ya ves, algo tan sencillo como un apretón y no sentir lo de siempre ha sido el detonante de esta sensación convertida en certeza.
Eso último ya me pareció surrealista. Me imaginé cómo debía de ser el proceso cuando te cruzas con otro vehículo en mitad de la autovía o, peor aún, en plena autopista. Doy por supuesto que no es algo ineludible, que atiende a ciertas razones lógicas. Cuando se puede, se puede, y si no… Bueno, pues eso. Lo cierto es que la moda, como muchas otras modas absurdas, parece que está teniendo un auge del todo inesperado. Y no sé si hay alguien más que esté al tanto de esto. Yo ahora lo veo por todas partes. Creo que en psicología se le llamaba a esto «ilusión de frecuencia», lo de que veas algo de forma más frecuente, casi obsesiva, después de ser consciente o haber hablado sobre ello. Eso me pasa a mí. Sin embargo, no habría sido más que una anécdota, un apunte al margen, de no haber quedado con Fidel. Si no hubiera sentido el tacto suave de su mano, la inusual delgadez de sus dedos, el tatuaje que ya no estaba, no me habría dado cuenta. Puede que lo percibiese en mi cara de desconcierto, porque rápidamente se deshizo del apretón y guardó la mano en el bolsillo. No había relacionado lo de los coches con eso. Ni siquiera fui consciente, en ese primer instante, de qué estaba pasando, qué era lo que había cambiado en Fidel que me incomodaba tanto. No es que me sintiera ofendido por aquel gesto, solamente contrariado. Más conmigo mismo que con él, pues era yo el que tenía la mosca de la incertidumbre revoloteando sobre mi cabeza y no era capaz de atrapar la idea que zumbaba de un lado a otro. En todo el tiempo que estuvimos hablando, no sacó la mano del bolsillo. Ni siquiera cuando nos despedimos. Únicamente alzó la otra y esbozó una sonrisa que, a mí, me pareció nerviosa y cargada de premura.
No paro de darle vueltas a eso de la ilusión de frecuencia, porque ahora me ha dado por fijarme en la gente que conozco. Lo de Fidel ha sido esta mañana, pero no podía esperar a encontrarme con nadie más, así que lo que he hecho ha sido bichear en las redes sociales. Con los filtros es más complicado, pero no imposible. He empezado a ver cosas. Y no, no se trata de un elefante rosa ni ninguna otra metáfora, sino de una realidad. Lo de las manos no es más que una tontería en comparación. No sé ni cómo es siquiera posible algo así. Científicamente hablando, digo. Escapa a mi comprensión. ¿De quién era la mano que me ofreció Fidel? No era la suya, eso lo tengo claro. Y tampoco me era familiar. ¿Reconoceré la mano de mi amigo si la estrecho en el futuro? Me refiero a la de verdad, a la que tenía antes de hacerse un Franky con quienquiera que se lo hubiera hecho. ¿Funciona igual que con los coches? Este mundo está loco. Me da por pensar que está lleno de personas descontentas consigo mismas, con lo que tienen. Ansiosas de lo ajeno, codiciosas de lo que tiene el vecino, menosprecian sus propias virtudes y, en ocasiones, de forma errónea, las toman como defectos. Vamos, que no estamos contentos con nada. Somos inconformistas por naturaleza. Este tipo de modas dan fe de ello. ¿Qué será lo próximo? ¿Hasta dónde llegará este desvarío? No lo sé y, sin embargo, tengo la absoluta certeza de que lo acabaré viendo. Yo, al menos, espero hacerlo con mis propios ojos.
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