Al comienzo de M, el hijo del siglo, Antonio Scurati afirma: “Los hechos y personajes de esta novela documental no son fruto de la imaginación del autor. Por el contrario, todos y cada uno de los acontecimientos, personajes, diálogos o discursos narrados aquí están documentados y/o lo debidamente atestiguados por más de una fuente. Dicho esto, no deja de ser cierto que la Historia es una invención a la que la realidad acarrea sus propios materiales. No arbitraria.”
Pocas veces una breve nota del autor me ha resultado tan significativa al interpretar una obra literaria. El propósito de este artículo no es otro que desentrañar el significado de las frases que la componen.
Comenzaré por el final: la Historia es, en efecto, una invención de testigos e historiadores acerca de lo que realmente ocurrió, al igual que lo son nuestras historias personales. Y lo son porque la realidad es polimorfa, polifónica, polivisual. Aunque decenas de cámaras grabaran un hecho siempre restaría un ángulo muerto, una faceta sin descubrir que debería ser rellenada con la ficción para completar una imagen fiel de lo sucedido.
Actuando de este modo fiel, Scurati nos asegura que ni personajes, ni diálogos, ni acontecimientos son de su invención sino atestiguados por más de una fuente, lo cual afirma su intención de ser veraz.
M, El hijo del siglo podría haberse llamado de modo más general: “El advenimiento del fascismo en Italia”; porque M., Benito Mussolini, es un personaje más en la trágica farsa de la Historia italiana desde 1919 a 1924.
En 1919 nace el fascismo. Acaba de terminar la Primera Guerra Mundial e Italia ha luchado entre las potencias vencedoras, pero pese a perder más de un millón de soldados, el primer ministro Orlando no obtiene prebendas ni se anexiona territorios y es ninguneado por franceses y norteamericanos. Este hecho provoca un gran descontento social y, en particular, es el origen de los Fascios de Combate, creados por un grupo de excombatientes denominado “Los Osados”, soldados de élite supervivientes de la Gran Guerra. Junto a ellos se aglutinan personajes tan peculiares como el poeta futurista Filippo Tommaso Marinetti, el industrial del automóvil Enzo Ferrari, el escritor decadentista, aviador y héroe de guerra Gabrielle D’Annunzio o quien sería desde el primer momento su líder: un estrafalario periodista llamado Benito Mussolini. Mussolini pertenecía a la clase obrera, y antes de la contienda había sido dirigente del Partido Socialista de Italia y director de su diario, Avanti! La expulsión del partido se producirá a causa del apoyo de Mussolini a la intervención en la guerra. El bloque de la izquierda se había declarado contrario a la misma. Así, el ex proletario y ex izquierdista Mussolini se sitúa de pronto al frente de la minoría más conservadora y nacionalista de la sociedad italiana, pero también se hace portavoz de los deseos no declarados de la burguesía, que clama por los muertos y contra la torpeza del primer ministro Orlando.
La lectura de M, el hijo del siglo resulta apasionante. Cada página es un atractivo relato que nos transporta a la página siguiente sin desmayo. El libro es una suerte de colmena que entrevera en breves relatos de varias páginas los hechos de decenas de personajes con extractos de memorias, panfletos de la época, cartas privadas entre los personajes o noticias periodísticas. Respecto a estas últimas, oímos en nuestra imaginación al propio Benito Mussolini, ya que se incluyen en el libro algunos de sus incendiarios editoriales en el periódico que él mismo fundó: Il Popolo d’Italia.
A menudo las páginas del libro nos parecen una comedia grotesca, en particular las dedicadas a los fascistas. Marinetti, por ejemplo, aboga públicamente por destruir los museos, glorificar la guerra o desvaticanizar Italia. Mussolini se declara anticomunista y antiliberal. Afirma que su única ideología es la acción. Pero ¿qué acción? Ni siquiera él lo sabe. Es un patán que presume de aviador y se presenta en los mítines con un mono blanco repleto de manchas de grasa, como si acabara de volar. O, después de fornicar con su amante, la musa futurista Margherita Sarfatti, se levanta de la cama, se cala hasta las cejas su sombrero hongo y sale de la alcoba pensando en sus más urgentes proyectos.
La comedia grotesca se va transformando en pesadilla macabra conforme se acrecientan los desórdenes públicos propiciados por el movimiento obrero y conforme el fascismo se va militarizando, poniéndose al servicio de las jerarquías y perpetrando crímenes sin cuento, hasta la marcha sobre Roma, el asesinato del diputado socialista Matteotti y la prohibición de los partidos políticos que deparará el Estado totalitario en 1924.
En este punto, deseo volver a la nota del autor que abre el libro para reflexionar acerca del concepto de “novela documental”. En efecto, M, el hijo del siglo se parece a una película documental, no solo por la conjunción de las fuentes narrativas aludidas, todas ellas reales o contrastadas con testigos, sino por el tono. Scurati no pretende directamente satirizar, ni aterrar, sino simplemente mostrar la cruda realidad, como hacen los buenos documentalistas.
De pronto, la idea de mostrar me recuerda el cine de Roberto Rossellini, sus películas Roma, ciudad abierta o Paisà. Interrumpo la lectura y comienzo a buscar a Rossellini en internet. No tardo en encontrar la entrevista que el director italiano concedió en 1977 al programa A fondo, de RTVE, y transcurre hora y media en la cual escucho con la misma pasión que hasta ahora leía.
Rossellini afirma taxativo que su cine es un cine documental, en el cual no desea demostrar nada, sino solo mostrar la realidad del ser humano, que para él, como para los humanistas, es la medida de todas las cosas. Las leyes se hicieron para las personas, no las personas para las leyes. El mundo se hizo para las personas, no las personas para el mundo. Por eso prefiere los planos generales y los planos secuencia, sin cortes artificiales del montaje, pero lo más expresivos posible: lo más ricos en información. Para él los primeros planos, los movimientos bruscos de la cámara, son una manipulación de la realidad.
Todas estas premisas rossellinianas están presentes en M, el hijo del siglo como lo están en Roma, ciudad abierta o Paisà. No hay en la novela documental énfasis innecesario, ni plan argumental más allá de contar el devenir de la Historia y de las historias de los personajes. Éstas son los únicos avatares que se entremezclan. No hay un protagonista, ni siquiera Mussolini. Sí hay una gran densidad de significados en cada página, que define a los personajes sin aspavientos. Y, por último, no hay un final preciso ni nítido, porque en la Historia y en las historias nada comienza ni termina. Todo inicio y todo desenlace, parafraseando a Rossellini, es solo de orden moral.
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