¿Cómo superar la tormenta de una noche de verano o la de cualquier época del año? ¿Cómo sobrellevar el vendaval que hace temblar los cristales, funde los plomos y nos enfrenta a los miedos que llevamos dentro? Si estas preguntas se las hicieran a Mary Shelley, nacida otro 30 de agosto pero de 1797 y autora de Frankenstein, o el nuevo Prometeo —la novela que puso en jaque al Hombre, a la máquina creada por el hombre y, si me apuran, incluso a los dioses—, respondería orgullosa que contando historias. Sin duda, ese es el mejor remedio. Reunir a un grupo de amigos, de edades dispares o similares, sentarse alrededor de un fuego, y contarse lo primero que venga a la mente: un recuerdo, un chiste, una anécdota o una historia de miedo. El caso es conversar y vivir el momento. Y pensando en esto, en estos modos de actuar que nos resultan tan cercanos, tan de casa, no sorprende que los mortales, después de tantos siglos de Humanidad, apenas hayamos cambiado. Sigue habiendo esperanza, se dirían algunos como consuelo.
El verano, el periodo estival sobre el que algunas firmas de este país han rendido su particular homenaje, es sinónimo de calor, de cercanía, de historias, de testimonios, de recuerdos y reencuentros, pero también de nuevos acercamientos, roces e incluso amores que desde el primer día dejan ya un sabor amargo de despedida. Como ilustró y escribió en su día Sara Herranz: “Vuestro amor de verano vive con la esperanza de que el invierno no llegue nunca”. Y menos aún el que se avecina. Decía Bustos el otro día que quizá nos merezcamos el invierno que viene. En efecto, es posible que sea más duro que otros ya vividos, pero consuela saber que al menos esta vez podremos tocarnos para sobrellevarlo y no tendremos que vernos a distancia, separados por un rellano vacío testigo directo del aislamiento y del confinamiento. A lo mejor por eso, de cara a los próximos meses, nos conviene acercarnos al fuego del Prometeo de Luis García Montero y encontrar en él la resistencia, o las armas necesarias, para combatir la gélida realidad que nos gobierna. Entrar en calor y sentirnos protegidos, esperanzados y amparados por el personaje mitológico que se rebeló contra Zeus para darnos el conocimiento y la razón, y “llenar de significado la palabra amor, la palabra clemencia, la palabra verdad”. Es probable también que en los hogares donde no pueda encenderse la calefacción ni siquiera el frío merme la imaginación de quienes siguen soñando y guardan con recelo un secreto que aporte luz y consuelo a los mortales. ¿Dónde se encuentra el nuevo Prometeo, dónde se ha escondido? ¿Acaso ha decidido ocultar su rostro bajo el manto del Anciano, horrorizado ante el espectáculo que estamos dando? «¿Qué habéis hecho?», debe de preguntarse el joven cada vez que se asoma al abismo de su mundo para observar el nuestro. A estas alturas, me pregunto si su paciencia tiene un límite como la de Victor Frankenstein cuando, cansado de los males que seguía causando el ser que había creado, va en su busca y captura para darle muerte. ¿Qué nos merecemos o nos estamos mereciendo?
Estamos viviendo tiempos en los que sobrevuelan demasiadas águilas personificadas en guerras. Guerras políticas, sociales, económicas, culturales, éticas, morales… e incluso memorísticas, que implican una pérdida de memoria con daños irreversibles. ¡Toquemos madera!, no sea que nuestra conciencia, nuestros valores y derechos, sintiéndose presionados por las modas y las leyes que imperan, claudiquen y queden en estado vegetativo, porque entonces… ¿qué? ¿Qué pasaría, qué máquina nos mantendría con vida? ¿Las pantallas, la realidad virtual? ¿Las redes sociales? ¿Qué o quién nos salvaría? “Puede ser que allí donde yo he fracasado, otro tenga éxito”, afirma el doctor Frankenstein. A lo mejor a más de uno, agazapado en las trincheras, le entra tal miedo en el cuerpo que acaba saltando de un barco como el de Robert Walton con la única idea de prenderse fuego, consciente de que no tiene futuro y mucho menos remedio. ¡Cuidado! No dejemos que la desesperanza se adueñe de la esperanza. ¡Resistencia! “Será duro, pero podremos soportarlo”, nos recuerda el poeta a través del personaje del Anciano. Por muchas águilas que haya por encima de nosotros, por muchos picotazos que recibamos, tendremos que aguantar y dejar que el cuerpo, como el alma, se regeneren por sí solos a la mañana siguiente. Sí, somos carne de cañón y lo seremos por unos años más (si no para toda la eternidad), pero hagamos como Prometeo y llevémonos a la posteridad “una historia de amor. El orgullo de saber que no te he traicionado. El color de la tierra de un jardín cercano a un río. Las ramas secas que servirán para alimentar una hoguera que ya no será mía. Un secreto. Y unas cuantas palabras conservadas en el desván de la historia. Mañana, quizá, justicia… Libertad, igualdad… No dejes que se separen. Las palabras más bellas se corrompen cuando viven por su cuenta. Sueño, esperanza, todavía…”.
Ahí se esconde parte del secreto de Prometeo, de García Montero e incluso de Machado: Hoy es siempre todavía. No lo olviden.
Siempre recurrimos a las mismas cosas, las de siempre y por siempre. El fuego y sentarnos arrededor para contar historias. Desde que somos humanos, hace dos mil centurias ya. No hay nada más gratificante, consolador y protector. Alrededor de una hoguera, de un fuego, se crea una campana de luz que proteje del acechante exterior, de la oscuridad. Sus palabras me han recordado la película «Memorias de África» y su evocadora reunión para que cada uno relate su historia.
No lleva razón Bustos en que nos merezcamos el nuevo invierno. Los que de verdad se lo merecen, no sufrirán. Porque el siempre fracasado doctor Frankenstein (no voy a decir que no estoy aludiendo a nadie, no), arrastrando su tesis cual piedra de Sísifo, nos gobierna y decide nuestro destino de un triste y pesaroso invierno.
Esperanza. Encendamos nuestros fuegos y relatemos nuestras propias historias sin escuchas aquellas con las que nos engañan. Recuperemos nuestros viejos valores y despreciemos los relativismos frankenstinianos aunque nos cueste soportar los picotazos del buenismo imperante y del posmodernismo líquido y desintegrador. No dejemos que Frankenstein se ensoñoree de nuestras vidas y de nuestro futuro. Prometeo es la esperanza. Esperanza.
Prometeo. Es necesario leerlo. Esperanza.
Y he comenzado a leer este impresionante libro. Merece la pena leerlo ya solamente por el prólogo. Arremete don Luis contra lo que se mueve en los extremos: ultraliberalismo y populismo. Y nos da unas lecciones de poesía y, por tanto, de vida. Y una de las cosas que más me agradan: la reivindicación de la Ilustración y la denostación de las tendencias y corrientes post, entre ellas relativismo, posmodernismo y posverdad.
El ser humano, la hoguera, la tribu y el peligro de las revueltas, contra la codicia neoliberal y la carencia de libertad real, advirtiéndonos con una frase magistral y tremendamente simbólica y evocadora en honor a Orwel: en la rebelión de la granja, no hay que fiarse nunca de los cerdos.
Genial escritor, genial poeta, genial libro.