…de libros, de aire, de sol, de gente, de vida. Había hambre. Lo vi en Madrid cuando estuve en la Feria y lo he visto en Valencia, la de casa, en la que he estado firmando casi todos los días. Como siempre, hubo sol, nubes, llovizna y aguacero. Da igual que sea en abril o en octubre, Valencia es así. También dentro de las casetas hubo de todo, luces y sombras, anécdotas que conforman mi visión de este evento con el que mantengo una extraña relación de amor-odio.
Ya no acudo con la ingenuidad y la timidez de mis comienzos, cuando escribí aquí mismo la entrada Feria del libro: la hoguera de las vanidades, aunque en muchos aspectos la veo con los mismos ojos y casi todo lo que cuento allí sigue vigente.
Sí ha cambiado mi forma de vivirla. Como quien vence la fobia a las alturas subiéndose a un globo aerostático, yo este año he vencido mi fobia a invadir el espacio ajeno, dándome un baño de contactos directos con los lectores. En los meses anteriores tuve un entrenamiento intensivo en esto, que me produce mucha acidez de estómago, pero que también me ha dado muchas alegrías. Porque, no nos engañemos, cuando no vienen a hacer cola para que les firmes, como a importantes zendianos, tienes que ser tú quien salga al paso.
El hambre por ser leído, esa necesidad de llegar a tantos lectores que no te conocen aunque lleves casi catorce años luchando por ser visible en el mundo literario, ha sido la fuerza que me ha hecho vencer la timidez, la vergüenza e incluso el orgullo en esta última cita. Lo bueno es que el entrenamiento de meses previos por distintos establecimientos de España y la seguridad que da saber que tu obra está gustando mucho han sido el antídoto perfecto a mi poca gracia para vender nada y mi aprensión a molestar al prójimo. A pesar de estas nuevas tablas para acercarme al lector, he pasado por situaciones de todos los colores. La más dura y, por desgracia, frecuente, esa mirada de arriba abajo con sonrisa condescendiente y un «yo no leo de eso» como respuesta a mi ofrecimiento, englobado en ese «eso» todo el desprecio que un lector puede experimentar ante una obra, aunque lo ignore todo sobre ella. Ante esa contestación no respondía nada en la mayoría de casos, solo esbozaba una sonrisa de circunstancias tras la mascarilla ―gran ayuda para comerse el sapo con dignidad―. El cuerpo me pedía preguntarles si el problema era que no leen novelas de rubias, de escritoras, de mi editorial, de portadas ocre… Hasta que llegó quien me inspiró la suficiente confianza, a pesar del exabrupto, como para lanzarme a la arriesgada aventura de preguntar ―no pierdes nada, me dije, y algo aprenderás― qué es lo que mi interlocutor solía leer:
―Novelas interesantes, con fondo. ―¡Zasca!
―Ah. Y por curiosidad ¿cómo sabe que la mía no lo tiene?
―Bueno, me refiero a que leo obras más literarias. ―Nuevo zasca.
Insistí en mi pregunta, pertinaz como la lluvia, dado que mi interlocutor seguía sin leer la sinopsis, reconocía no saber nada de mí ni de mis obras presentes o pasadas ―nota para próximas ferias: no vestir de animal print, a ver si va a ser eso― y sin embargo sabía a ciencia cierta que yo no podía escribir algo que le gustara. El hombre, entrado en años, tenía una conversación agradable, ganas de hablar y yo curiosidad por saber cómo procesa este nutrido grupo de lectores (y lectoras, no es exclusivo del género masculino) que con mirarte a la cara deducen que lo que escribes es malo, poco profundo e indigno de su paladar. Acabamos tan amigos tras una conversación sesuda sobre realismo mágico, realidad transustanciada, Dino Buzzati y Ana María Matute. Incluso pareció que le intrigaba la novela ―tal vez el agotamiento o la pena le habían hecho mella― y me aseguró que buscaría información en la Red para ver qué se decía de El infiltrado.
Imagino que cada escritor y cada librero tuvo sus cruces, sus sombras, sus lloviznas y aguaceros: presentaciones con menos público que ponentes, autores famosos que tras la mascarilla ven pasar el mundo sin que los reconozcan, escritores de cierta talla que ven como una youtuber de doce años tiene colas inmensas para firmar un libro que es imposible que haya escrito… Recuerdo a un autor de renombre, de los reseñados en la prensa especializada, de editorial de prestigio y goteo constante de firmas sin levantarse de la silla, ir de caseta en caseta para comprobar si había stock de su libro, con la consiguiente reprimenda al no encontrarlo. Me explicaron los libreros que cuando firmas en la caseta de la organización ―privilegio máximo que disfruté un año con Las guerras de Elena, cuando publicaba con Ediciones B―, se sortea quién tiene prioridad para la venta de ese libro y se le adjudica a una caseta, razón por la cual el resto, salvo las más grandes, no suelen tenerlo. Pero ahí estaba él para reconvenir sin mucho aspaviento, por lo bajini, a los libreros pillados en falta con un celo y preocupación encomiables en alguien de su prestigio.
No nos privamos tampoco del vendedor de tómbola ―aclaro que no era escritor―, que no dejaba ni respirar a quien se acercaba a su caseta, compartida con otros profesionales y autores que veían imposible cualquier otro ofrecimiento o interacción con los visitantes sin empezar una batalla de gallos; cada vez que su presa iniciaba la retirada volvía a la carga y le regalaba un punto de lectura, una libreta, un lápiz, pegatinas, participación para un sorteo y crecepelo no porque seguramente se agotó junto al bálsamo de fierabrás en alguna feria anterior, que si no, también, con tal de que no escapara a su influjo y consiguiera alcanzar algún otro puesto.
Han sido días de miradas cómplices, compañerismo, cariño y, sobre todo, esperanza para ahogar el miedo al futuro: hay lectores, el libro en papel sobrevive, la gente tenía ganas de comprar y estaba abierta a obras nuevas. Libreros, editores y autores hemos formado una red de apoyo y confianza mutua, este año más que nunca, con la vista al frente.
De todos, quienes más luz tenían en la mirada eran los noveles recién publicados que pisaban por primera vez la gloriosa arena de los libros. En sus ojos el mismo gesto de esperanza visto tantas otras veces, el de «esta va a ser la mía», el de «por fin he llegado», hasta que ven desfilar a sus posibles lectores derechos a la cola del último famoso televisivo ―aunque en Valencia se prodigan poco―, sin tan siquiera reparar en su presencia y toman conciencia de su invisibilidad, la que ha marcado a este blog desde el inicio de los tiempos en Zenda y que le da nombre, tinta invisible que algún día, si se juntan los elementos necesarios, dejará de serlo.
Si se que tengo que esperar, me llevo un libro. Y suele sucede que el de al lado me dice: «a mi también me gusta leer».
Pero cuando pregunto: «¿y cual es el último libro que leyó?», la respuesta es: «en este momento no me acuerdo».
Siempre me queda dando vueltas un ¿para qué mentir?, si queda claro que no lee.
Lo mismo vale para el «no leo de eso», ¿de eso qué?
Si a mi me ofrecen una novela de terror diré: «no leo de eso», no leo novelas de terror, porque no me gustan, no me atraen.
Pero un «no leo de eso» sin saber decir qué es, específicamente, eso, para mi que no lee (o tal vez no lee a rubias, a judíos, a rusos o a quién determinen sus prejuicios).
En este caso, el caballero sí leía. Estuve un buen rato hablando con él de literatura. Pero la respuesta me la dio también alguna señora. No es exclusivo.
Los prejuicios persiguen al hombre (como especie) de la misma manera que el perro persigue al palo donde dejar su marca.
Pensar que por uno de esos prejuicios alguien pueda perderse de leer El infiltrado da escalofríos.