Desde que el cálamo registró en arcilla la búsqueda de la inmortalidad de Gilgamesh hasta la invulnerabilidad de Hulk, desde los dioses del Olimpo a la proximidad de Spiderman, desde que Virgilio proclamó su perenne Arma virumque cano —“Canto a las armas y al héroe”— hasta la bonhomía de nuestro Capitán Trueno, el halo oscuro de Batman, la carne de Leónidas… Desde el valiente Héctor troyano hasta nuestro Cid, los humanos siempre hemos necesitado héroes, quizás por un sueño constante de una existencia más brava, exótica y seductora.
Puedo decir que este hijo mío recién alumbrado, El secreto de Rosanegra, empezó a ser concebido hace más de treinta años, al calor de una chimenea —como dictarían los cánones de los hermanos Grimm— de la casa de un viejo marino, de poblada barba entrecana, un hombre hosco —pero delicadamente cariñoso conmigo—, de aspecto sombrío, voz ronca y achaparrado, pero con el suficiente arranque para cascarle los dientes de un sopapo a torres más grandes. No descarto que Tolkien se encontrase con él y lo tomara como modelo para su Gimli. Este hombre me relató una vida de aventuras acompañado, a falta de olas, del crepitar de los leños. No era un “viejo lobo de mar con salitre en las venas”, sino que nació en lo profundo del campo castellano y, por vicios tempranamente adquiridos —por ejemplo: comer—, resolvió buscar la profesión que mejor se pagara sin tener estudios y la encontró en la sima que son las peligrosas salas de máquinas de los buques mercantes. Los años fueron pasando y él, con mucho tesón —castellano, recuerden— y más sacrificio, logró medrar, juntar un pequeño capital, circunnavegar el mundo tantas veces como gaviotas hay y vivir mil correrías y amarguras, pues la vida en la mar no dista mucho de la terrestre.
Cuando teníamos oportunidad nos acercábamos a visitarlo a su casa en Madrid —“Ya he tenido bastante mar en esta vida”—. Llenaba su soledad con la lectura y el whisky: se sentaba en el jardín a la sombra de un árbol en verano y a la vera de la lumbre en invierno y no se levantaba hasta que la botella de DYC o la novela que se terciase se acabasen, lo que antes ocurriera.
Por entonces yo tendría unos ocho años y esperaba cada visita con ansia para escuchar sus historias. Cuando estas no eran aptas para menores me obligaban a largarme, pero procuraba hacerlo lo suficientemente cerca para pillarlas con el radar. Historias de peleas a muerte, de cómo presenció en una taberna de Montevideo la ablación testicular de un oficial mediante granizada de perdigones ejecutada por el andoba que cubría a la señora del primero, los arriesgados desembarcos de la harina que algunos se traían de recuerdo de la Cartagena colombiana, los alivios carnales a culo pajarero o el salvaje pasatiempo de un capitán que se dedicaba a disparar con su Colt a las aves que graznaban en el pasamanos de su nave, o a los homínidos que pasaran por allí.
Cuando las historias eran aptas para menores me relataba con sumo detalle el pánico que sentían al ser pillados por mar montañosa en un petrolero cargado hasta los topes y que no dejaba de crujir de dolor, amenazando partirse en dos con la siguiente ola —“¿Miedo? Miedo da no tener nada en el plato”—. Miles de historias. Entre ellas un murmullo transmitido entre navegantes cuerdos, un mito de los que se clavan en la mente como astillas para jamás salir: la leyenda de un pasaitarra de apellido consagrado por la Historia que tuvo un poder inimaginable en sus manos, un poder tan grande como todos los océanos y tan peligroso que prefirió quemarlo, pues no había un solo hombre en el mundo digno de él. Blas de Lezo.
Puede que sólo fueran habladurías de taberna portuaria maceradas durante siglos en mezcal, ron, sudor y tabaco pero, como ya saben ustedes, todos los mitos tienen su parte de realidad y esta, obstinada, se empeña en dejarnos a los escritores a la altura del betún. Esa historia bien merecía una novela.
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Autor: Jairo Junciel. Título: El secreto de Rosanegra. Editorial: Almuzara. Venta: Amazon, Fnac y Casa del Libro
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