La periodista y escritora trans Sabrina Imbler ha escrito un libro que combina periodismo científico y escritura personal. A través de las historias de diez criaturas marinas, la autora cuenta las vicisitudes que ella misma ha pasado en su búsqueda de su lugar en el mundo. Un ejemplo: un pulpo que muere de hambre le permite hablar de los trastornos de alimentación y una sepia que se metamorfosea para burlar a su depredador, de las dificultades de las minorías para adaptarse al entorno.
En Zenda ofrecemos el arranque de uno de los capítulos de Hasta dónde llega la luz, de Sabrina Imbler (Big Sur).
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Cuidado con el gusano de arrecife
Resulta desconcertante ver un gusano más largo que un hombre. Pero así de grande puede ser el gusano marino Eunice aphroditois, también llamado gusano de arrecife gigante. El espécimen más largo del que se tiene constancia medía casi tres metros y se encontró escondido en el flotador de una balsa de amarre en un puerto de Shirahama (Japón). El gusano aparece en una foto tendido a lo largo de un paso de peatones. Al fondo, en el otro extremo de la calle, se ve un hombre agazapado, empequeñecido por lo que parece una cuerda marrón.
Cuando lo hace, parece una floración. El limo cruje. Sus antenas giran. El gusano salta hacia arriba mientras sus poderosas mandíbulas se cierran como una trampa para osos. El gusano de arrecife gigante es carnívoro y a menudo se alimenta de otros gusanos, cadáveres a la deriva, ostrácodos y moluscos. También se alimenta de presas de mucho mayor tamaño que sus mandíbulas, como un pez león del tamaño de un dólar. No tiene un rostro descifrable ni un cerebro complejo, pero se puede tragar a sus presas como las arenas movedizas.
Después de saltar, el gusano se repliega bajo la arena, que se asienta hasta que aparentemente no queda rastro de su presencia. Parece tan lisa como siempre. Si fueras un pez, un gusano flecha o un ostrácodo, algo pequeño y vulnerable a las mandíbulas del gusano de arrecife, tratarías de recordar dónde está su madriguera para poder evitarlo. Pero el mar está lleno de otros peligros —peces más grandes, tiburones, incluso arpones de pesca— y pronto la memoria flaquea. Pasa de ser una escena de la que has sido testigo a una sensación que se apodera de ti cuando nadas junto a ese coral, esa roca, ese hoyuelo en la arena, y algo muy dentro de ti te dice: Sal de aquí mientras puedas.
Un día, en la escuela secundaria, volvía a casa desde Jamba Juice con una amiga cuando nos dimos cuenta de que nos seguían. Ella también lo vio. Nuestra conversación se volvió más suave y parca cuando nos miramos por encima del hombro y allí estaba la misma figura a lo lejos. Nos miraba fijo. Acordamos en susurros tomar una ruta tortuosa para volver a casa. Fingimos ignorancia, nuestras palabras fueron más fuertes y nuestras risas más falsas. Lo miramos a través de un espejo compacto mientras nos seguía durante casi seis manzanas, girando a la izquierda, luego a la derecha y de nuevo a la derecha. Las calles de nuestro barrio estaban vacías, salvo por nosotros tres.
Al doblar la última esquina, empezamos a correr y no nos detuvimos hasta llegar a la verja gris verdosa que había frente a mi casa. Apretamos los cuerpos contra la tierra, el barro fresco se nos filtraba en los vaqueros, sin saber cuándo sería seguro volver a hablar. Observé cómo una nube atravesaba la extensión del cielo antes de levantarme, asomarme a la calle y verla vacía, ningún hombre, ni siquiera su sombra.
Así es como me enseñaron a percibir las amenazas a mi cuerpo: hombres en furgonetas y hombres en arbustos. Hombres extraños, desconocidos. Hombres que eran un peligro evidente. Antes de irme a la universidad, mi madre me dijo que caminara por la noche con las llaves entre los dedos y los puños cerrados, como erizos de mar. De esa forma ella se había sentido segura en la universidad, una mujer asiática que pesaba menos de cuarenta y cinco kilos, saliendo de las bibliotecas pasada la medianoche. Lo intenté una vez, volviendo a casa de una fiesta de fraternidad, y me sentí ridícula. Me daban calambres en los dedos y dudaba que tuviera fuerzas para acuchillar a alguien con la mano llena de llaves. Además, me sentía segura. Aquí no había hombres extraños, solo chicos con los que iba a clase.
Hay muchas formas de ser un depredador. Algunos persiguen a sus presas de manera abierta, en manada o en solitario. La caza puede ser rápida: una manada de orcas que persigue a una foca. La caza puede ser interminable: los perros salvajes africanos que siguen a una gacela sin velocidad ni fuerza especiales, solo con paciencia mientras esperan a que la criatura se canse. Otros se esconden a plena vista: las mantis indistinguibles de las orquídeas en las que trepan, los leopardos de las nieves con pelajes moteados que se confunden con las rocas. El gusano de arrecife gigante es un depredador de emboscada, al acecho, oculto, hasta que un pez cardenal o un pez globo se acerca lo suficiente para atacar. La ventaja de este modo de ataque es obvia: es agotador perseguir a animales nerviosos y rápidos, siempre alertas, animales que saben que son buscados. Es más fácil cazar sin ser visto.
El gusano de arrecife tiene dos ojos nudosos, aunque no le confieren su destreza cazadora. Sus cinco antenas rayadas le permiten percibir el mundo mucho mejor que la vista. Las antenas también se retuercen como gusanos y atraen a los peces. Cuando sus antenas puntiagudas y giratorias detectan una presa, el gusano de arena salta disparado de su madriguera y atrapa a la criatura con la faringe, un aparato alimentario muscular con forma de boca. Con la presa en sus mandíbulas, el gusano se impulsa hacia el fondo, dejando tras de sí un extraño latido en la arena o un pequeño penacho de grava, casi como un eructo.
El gusano de arrecife retrocede ante la luz de cualquier tipo, un rayo de sol o una linterna. Cuando las cámaras de la BBC de Planeta azul II intentaron filmar a los gusanos de cacería, estos se dieron cuenta de las luces artificiales y no salieron de sus madrigueras. Las cámaras solo pudieron usar luz infrarroja, invisible para los gusanos y para las personas. La única persona que pudo ver al gusano salir disparado de su madriguera fue Hugh, el operador de cámara. Sarah, la directora de la secuencia, estaba sentada en el fondo del mar en absoluta oscuridad. Debía de saber que, en algún lugar a su alrededor, el gusano estaba a la caza y podría haberla percibido, pero ella nunca lo vería.
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Autora: Sabrina Imbler. Título: Hasta dónde llega la luz. Traducción: Sandra Caula. Editorial: Big Sur. Venta: Todos tus libros.
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