La campaña se está llevando lo mejor de mi vida, como en la canción de Julio Iglesias. El salón/recibidor, donde Juanito ve el fútbol los días de guardar, está lleno de ensayos sobre Cataluña. Es un género lo de Cataluña y el desquite: de Duran Lleida a Borrell pasando por ensayistas de urgencia o gente de más fuste, como Rafa Latorre. Ya se da por perdida esa Barcelona del seny, y aún más esa Barcelona mestiza y rumbera con las viejas que Ibáñez siempre ha dibujado con un moño. Es precisamente esa Barcelona la que consigna Pérez Andújar en su última novela, La noche fenomenal. En el fondo todo obedece a una broma, lo que los protagonistas viven y beben da lo mismo. La cosa es cómo el que fuera pregonero con Colau pinta a tipos peculiares entrelazados por una querencia a lo oculto. A lo paranormal.
Es viernes electoral y Raúl del Pozo me invita a comer. En Padre Damián. Madrid se asfixia y Raúl ya está vestido de verano. Aparece un camarero colombiano y «paisa»; Raúl le habla del narcotráfico y de lo apasionante que es ese país donde se habla el mejor castellano. Yo he aprendido el acento paisa, el de Medellín y alrededores gracias a la serie El patrón del mal, de Netflix. Debo de parecerle colombiano de verdad, porque me pregunta por bares y conocidos y me invita a la noche a una discoteca que tiene por Moncloa.
Raúl del Pozo
El viernes es el mejor día para ver al maestro Raúl. Ha ido a lo de Alsina a declamar el célebre «Viva el vino», los sábados no escribe y nos recibe a los que hace diez años éramos reporteros y ahora sólo queremos un puestecito de ordenanzas dentro, y es un desiderativo, de la M-40. Hacía tiempo que no veía a Raúl, y él sigue tan digno y tan campechano como siempre. Le voy contando mi día a día y se ríe, se descojona, se lleva la mano a la boca y uno se siente como si le estuviera contando un chiste de los de Paco Gandía.
Como ligero —sería más certero decir «como»—, tomo un café y en el metro huele a rancio. Se me vienen los jugos gástricos a las muelas y es algo impepinable: la calor ha llegado a Madrid. Y con brasas.
Después, viendo Los Siete Picos, La Maliciosa y Peñalara cada vez con menos nieve me pregunto que qué fue —»qué se fizo»— de aquel Guadarrama frío que hay en el despacho de la redacción donde voy escribiendo editoriales, colummas, tinder y cosas. A la vuelta del duro bregar que diría Unamuno me permito un Cabify que pilota un cubano que es fotógrafo. El gremio del VTC empieza a seducirme en tanto que a un piernas como yo lo tratan de usted y le hablan de Lezama Lima y no del «porco governo». Las fotos son muy buenas. Tengo que llamarlo cuando el fotoperiodismo y el periodismo mejoren.
Sé que David Gistau anda triunfando en el relato corto con esa cosa del romántico y canalla que se llama Gente que se fue. En esto de la narración breve están Eloy Tizón, Montero Glez y pocos más. Luego están esos premios lejanos y manchegos que se dan los mismos y que siempre gana un meritorio del ministerio X que se presenta al mismo día y a la misma hora en Tomelloso y en Cintruénigo a sus respectivos premios de relatos. El cuento en sí es un artefacto preciso del que me habla Martín Aragón mientras que yo le miro las cachas a una rubia.
Salgo a estrenar la bicicleta y el maillot por la Casa de Campo. A ciertas horas hay adolescentes que se ve que pasan la tarde, la vida y el tiempo mirando la berrea y la cópula de ciertos bichos. Debe de ser un espectáculo, del que no acabo de ver el truco. Me piden fuego, les veo la grifa y la litrona y acabo por entender el pasatiempo de los piarderos —los que hacen pellas—.
He montado un grupo de gastronomía en el guasap con grandes amigos. Y he incluido a Almudena Villegas, autora de la monumental Triclinium y numeraria de la Real Academia de Gastronomía, en el grupo. Acaso por darle entidad supina y académica a las tascas inmundas que me frecuentan. A día de hoy van más ligues que salmonelosis, con lo cual el saldo de mis salidas es positivo.
La semana se me va pasando entre editoriales, columnas, libros, bicicletas y lormetazepam en gotas. Juan Sánchez Parra acaba de sacar su libro sobre liderazgo y triunfo. Secretos para el éxito. Enfocado al emprendimiento, a mí, que emprendo poco, me viene muy bien su lectura para mi único negociado: una novia paseable.
Y en lecturas líricas, para encontrar mi propia voz, releo el SUR de Antonio Soler y un día de verano entre un enjambre de voces. El mundo es tal que así, con idas y venidas. Un amante de un día, un atleta que sueña. Una muerte en un descampado y ese calor castellano, viento del Norte, que en ocasiones infarta a la ciudad del paraíso. Esa ciudad donde fui feliz…
Desde Málaga precisamente me llega la muerte del decano de la escritura en los periódicos, Manuel Alcántara. Amigo principal, de confidencias y de sobremesas. Con él aprendimos más literatura que en mil libros y en mil másteres. Tengo escrito que ha vivido largo y ha escrito en corto: poemas, crónicas y sobre todo esas columnas diarias dirigidas al alma y a la sonrisa del lector.
Con 91 años se va a ver la eternidad y yo escribo varios obituarios. Por desgracia es un género que se me da con facilidad y los intento hacer en vida: hablar bien de un semejante es un vicio raro en España.
Me acompaña en estos trenes como días, en estos amaneceres en el chemin de fer, su Manera de silencio en edición facsímil. La poesía de antes, sin twitter, le cantaba al amor, al mar, a Dios. Ahora dicen que cuentan que las editoriales han descubierto Eldorado con la poesía joven que canta a la cremallera y a la resaca. Pues bueno…
En Semana Santa dejo Madrid con bochorno y bajo a Málaga con frío. Con Cristóbal Villalobos ceno en un tablao sin cantaores y le cuento lo de mi libro y lo del Gólgota que me espera hasta que España vote. En las paredes hay discos de Julio Iglesias y nos dedicamos a hacer una exégesis de la letra de El bacalao: de tan simple es un clásico.
Hace frío en los días santos, las procesiones me echan de menos y ahora —preparando cuerpo y mente para lo que viene— leo a dos poetas que tenía pendientes: Antonino Nieto y Jaime Cedillo. Es curioso cómo voy dejando la poesía para los días de reposo. No concibo ni la prisa ni el metro para el ensueño de un poema: si la orilla del mar, la casa familiar, una hamaca en La Mudarra.
Volver a la poesía
Antonino Nieto es un poeta total. Quiero decir que es poeta y gestor cultural y un hombre que trata, de verdad, de darle a Madrid esa capitalidad cultural que merece. Como a Terencio, nada humano le es ajeno, y así prepara antologías, recitales, performances y demás. Admiro su capacidad de pegarle a un palo del Arte con brillantez y sin perjuicio del resto. Su libro, El ojo del abismo toma de la mano el arco iris, viene con una cubierta psicodélica y esconde no pocos hallazgos: «Nos vacían la memoria / por nuestro bien nos protegen / contra nuestra supuesta libertad / libertas, llegado el caso, para el dolor y la muerte».
Y leo Cedillo, un carnavalero al que tutoricé, Jaime Cedillo, sí, con su Intramuros. De Cedillo uno aprecia su libertad, su madurez, su querencia gaditana —es de por la zona de Torrijos— y esa cosa tierna de ser poeta incluso en estos tiempos. Su Intramuros nos gusta cuando poetiza del café, del amor, del Metro. Pero así, en corto y sin ser sublime. «Saber que pienso en otra cosa / y eres tú».
Olé.
La vida pasa, sí, me arranco canas como campañas. Le puse algo de jazz a una chica que sólo me besó y se fue de mi casa. Eran las 4 de la mañana y escuchábamos a Louis Armsntrong desde la tablet. Creyó que había perdido los zapatos. Se fue. Lloré y me dormí las vísperas del día del libro.
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