Al mundo de nuestros días no parece incomodarle la violencia. Cohabita con ella de un modo cotidiano en medio de una simpleza de racionamiento. Está en los noticieros, en las protestas de calle, en los videojuegos, en la guerra que nunca acaba, puesto que al termino de una comienza otra, tribal o con tecnología de protones. Curiosamente, mientras en Occidente se intenta gestar un idioma políticamente correcto, un reconocimiento de las minorías, el triunfo supuesto de la democracia y el liberalismo, el combate contra el bullying, la intolerancia y el racismo, los elementos foráneos e internos de la cultura occidental hacen todo lo posible por acabar con esa sensación de mutuo respeto. Nada más para hablar del terrorismo islámico tenemos para no andarnos por la mitad de la calle. Pero igualmente existen elementos endógenos a Occidente que buscan una inclusión para excluir al otro en medio de la protesta como vía. Los grupos minoritarios son tributarios de una izquierda que quiere invadir más espacios gramscianamente, que cada día se radicaliza más y si no, pregúntenle a la juventud del SPD alemán que apuesta por un socialismo y que propone «una política de expropiaciones para superar al capitalismo», al PSOE que corteja a Podemos, a un PRI metabolizado en MORENA, o al Partido Demócrata en los EEUU, infestado de socialistas. La socialdemocracia se desdibuja a medida que pasa el tiempo y aspira la polarización porque la capitalización del descontento trae votos. Ahora, las tendencias políticas vienen anunciadas por la forma de horizontalizarse en la cama, la ingesta de los alimentos, la defensa de los animales, el cambio climático, el (tiránico) lenguaje inclusivo o los derechos que a toda costa se defiendan de una explotación secular. Los nuevos derechos parecen incompatibles con los antiguos. ¿Podrían sentirse cómodos en una conversación, un vegano con un carnívoro o un transgénero con un heterosexual? El pasado luce inequívocamente como opresivo. Y el poder ya no se busca por la honestidad de las certidumbres ideológicas sino por el pragmatismo de la calle y las conclusiones de las redes sociales.
Los partidos liberales y de derecha están llenos de una vergüenza que les impide decir lo que son y que los hace recostarse en la blandenguería de un centro gelatinoso que es el último resort de la comodidad política. Bajo la excusa de la muerte interesada de las ideologías (que no es tal), el centro representa la gran hipocresía: impide hablar con honestidad para que no huyan sus seguidores. Con tanta cobardía ideológica, hay un cambio hacia los que sí se atreven a nombrarse sin pena. De allí el avance de toda esa patota de fachas planetarios. Decir la verdad en nuestros días es inoportuno porque se diluye en las posverdades, en la mentira de los muchos. El espíritu del liberalismo se está perdiendo, y no en balde The Economist, al cumplir ciento setenta y cinco años, pedía su urgente reinvención. El miedo a la libertad está a la orden de los tiempos. Siendo que esta es creadora y supone un equilibrio entre derechos y deberes, con preeminencia del hacer, el ciudadano medio viene prefiriendo exigir derechos buscando al mejor postor en su menú de opciones. No parece ser un chiste el tan acusado socialismo de los milennials o centennials. Todos prefieren encargar desde una app a inventarse una solución de vida. Y para eso están los políticos: para complacer la entrega express. Nuestros políticos han pasado a ser unos camareros populistas con un público al que le apuran la comanda de trabajo, casa y vacación, sin mucho esfuerzo. Como debemos ser iguales, todos claman por su turno a un pedazo de felicidad.
Ese camino a la felicidad podría estar empedrado de las peores intenciones y el mundo parece dar sólo malas noticias, y aquí llegamos a la ficción de Ciudad Gótica, metáfora de la megalópolis moderna donde habitan todos estos exigidores de derechos. La película Joker (Todd Phillips, 2019) expresa esa necesidad de plantear una sociedad escindida por la desigualdad (me gusta pensar que al menos en las sociedades libres la desigualdad es un problema de cada quién) y que el origen de toda asimetría reside en la acumulación de capitales por un grupo de privilegiados. Una vez más, se cuela el intento de aparejamiento del discurso socialista por potenciar la aflicción proletaria. Las autoridades son incompetentes y existe la necesidad de una participación política radical que sustente y empodere la disolución. Más allá de ser un producto cinematográfico, y además de alta factura, muestra a una polis imposible, problematizada, invivible, sin ejemplaridad pública, sitiada por la basura y las ratas. La sociedad está al borde de una catástrofe que se avecina y, al igual que en nuestra sociedad real, la ley y el orden tienen poco que ofrecer para enfrentar el caos. El personaje de ocasión, el Guasón, es menesteroso, acusa problemas mentales, roza la esquizofrenia, vive con una madre incapacitada que también crea sus propios monstruos de la razón. Ambos forman parte de los que buscan ese pedazo de felicidad nunca conseguido porque concluyen que su dicha está por fuera, depende de otro, del próspero que desdeña ayudarlos. Y como siempre tiene que haber un culpable en el guión de las minorías oprimidas, será el propio sistema, y los ricos en particular, para tomar la instantánea acusadora que instruya el prontuario (“Kill the rich”. Maten a los ricos, anuncian sus carteles). El Guasón escoge el asesinato para su profilaxis social en medio de una risa que no es cínica sino infernal. Y al final triunfan los violentos, los destructores, los homicidas, los envidiosos, los resentidos. Se impone el lado oscuro de una humanidad sangrienta y vil.
En principio, hay algo natural en la civilización que nos hace estar de parte de los valores éticos, junto al bien, aunque suene maniqueo. Como casi siempre en la vida real nos topamos con el mal, la creación artística emerge como una forma de corregir los desequilibrios para que cada quien resuelva su ecuación moral. Esto no quiere decir que el arte tenga que ser moralista ni edificante ni mucho menos, pero ofrece lo mejor de la creación que de por sí constituye la victoria sobre lo oscuro. De modo que cuando desde el arte asistimos a la ovación del mal, quedamos abatidos como si una pieza del engranaje civilizatorio se hubiese alterado y todo el sistema tendiera a resquebrajarse. Es la sensación que queda luego de ver Joker, como en el cuento de Robert Louis Stevenson, “Fe, alguna fe y ninguna fe” [1] (que recogen Bioy Casares y Borges para su antología de Cuentos breves y extraordinarios), en que, habiéndose impuesto el mal, los hombres virtuosos terminan pactando con las fuerzas tenebrosas mientras un vagabundo que caminaba con ellos “en los días antiguos” se apresta a morir por Odín, como símil de quien no se vende a la degradación.
Joker parece convertirse en la exaltación de lo duro y lo cruel. Quien la vea, y recomiendo verla, para que cada cual se formule su defensa inmunológica en este laberinto, no lo hará con el sosiego de lo indeterminado. Quizás hasta se indigeste con el popcorn. La película luce como aclamacionista de la perfidia y por ende pro totalitaria, busca la identidad y la guía de un conductor, en este caso el payaso que no muestra su verdadero rostro sino su lado grotesco. Afirma la muerte y cuestiona la vida. La frase del personaje sobre que prefiere que la muerte sea más rentable que la vida es un signo más que evidente de la anti vida. («I hope my death makes more cents than my life.» Espero que mi muerte produzca más dinero (centavos, sentido) que mi vida. Utiliza un juego de palabras en inglés en que sense y cents, sentido y centavos, se parangonan). En los EEUU en algunos cines los espectadores han ido a verla con máscaras de clown, lo que ya establece una apología de los antivalores. La destrucción, el pillaje, la deposición, la lucha de clases, la peregrina acusación de que el dinero de los otros es culpable de la desgracia ajena, el deseo de venganza, la interpretación hacia una polarización social, son elementos en la superficie y en la profundidad de la película. Lo vil se transversaliza entre dermis y epidermis. En un momento de protestas y saqueo en muchos países, esta película (con una maravillosa y brillante actuación de Joaquin Phoenix) parece llegar puntualmente para el propósito de las identidades compartidas en un proceso de reivindicación social a través de la ruina y la rapiña. Esta película no es un producto exclusivo de entretenimiento, y sobre todo, teniendo en cuenta un entretenimiento desde la polis de la adversidad. Esto va más allá y surge como un dispositivo de cuestionamiento y juicio a los valores que hemos cultivado: la tolerancia, la aceptación, el imperio de la ley, el respeto, la cortesía, la superación, el trabajo. No digo que la película proponga a voluntad una contraética, pero pareciera que glorificara consciente e inconscientemente la mirada insana sobre estas costumbres. El recuento del mal siempre ha existido en la literatura y en el cine. Baste recordar “El proveedor de iniquidades Monk Eastman” de la Historia universal de la infamia del maestro Borges o la celebérrima película La naranja mecánica sobre las pandillas inglesas. Así como a pesar de Werther iban a seguir existiendo los suicidas amorosos del Romanticismo, también nos podemos cuestionar si la película de Kubrick es un precedente de los hooligans. El nexo de causalidad parece precario, o en todo caso no concluyente. Es lógico pensar que con Joker o sin Joker, la violencia endémica de nuestras calles continuará. Pero sucede que social y políticamente hablando, encuentra un inobjetable correlato en el film. Aunque suene pesimista, puede ser como la llama en la pradera, invitando a la rebelión grupal. A pesar de que Henry Miller tiene una frase extraordinaria (“¿Cómo hemos de guardarnos del mal, en suma, si no sabemos qué es el mal [2]?”), esta película me ha dejado la desagradable sensación de que una grieta avanza sin remedio en medio de nuestra civilización, destruyendo lo establecido y acabando todo a su paso. El final escalofriante de las huellas de sangre parece indicar esa ruta nihilista.
[1] “Finalmente llegó uno corriendo y les dijo que todo estaba perdido; los poderes de las tinieblas sitiaban las Mansiones Celestiales y Odín iba a morir y el mal triunfaría. —He sido burdamente engañado —exclamó la persona virtuosa. —Ahora todo se ha perdido —dijo el sacerdote. —¿No estaremos a tiempo para pactar con el diablo? —dijo la persona virtuosa. —Esperemos que sí —dijo el sacerdote—. Intentémoslo, en todo caso. ¿Pero qué está haciendo con su hacha? —le dijo al vagabundo. —Voy a morir con Odín —dijo el vagabundo”. Robert Louis Stevenson, “Fe, alguna fe y ninguna fe”, Fables, en: Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares, Cuentos breves y extraordinarios. Santiago Rueda Editor, Buenos Aires 1967, p. 99.
[2] Henry Miller, “Defensa de la libertad de leer” en: Lo mejor de Henry Miller, selección de Lawrence Durrell, Sur, Buenos Aires 1962, p. 407.
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