Notas de fútbol
Me contaba Juan Cueto que, allá por la década de los ochenta, solía ir al fútbol en compañía del editor Silverio Cañada. Era cuando en los estadios el público aún podía estar de pie y ellos se situaban a pie de campo, muy cerca de la valla, y dedicaban el partido a lanzar imprecaciones contra el juez de línea que les pillara más a mano, a fin de que se abstuviera de señalar acciones que pudiesen entorpecer la victoria del equipo local. Ellos lo llamaban «trabajarse al linier» y, aunque no puedo asegurar que realmente les diera resultado, él se mostraba siempre orgulloso de esa maniobra que durante meses o años estuvo ejecutando junto a su amigo del alma. En aquel tiempo andaba yo interesado por el fútbol, más por toda la fenomenología que desencadenaba a su alrededor que por el juego en sí, y hasta me dediqué durante una temporada a escribir una suerte de contracrónicas de los partidos del Sporting que publicaba en la sección deportiva de El Comercio. Tengo algún que otro recuerdo más o menos entrañable de esa época, como la tarde en que Francisco García Pérez y yo montamos un buen lío en una tertulia radiofónica —habíamos pactado el guion entre nosotros, pero no se lo comentamos a los otros participantes porque eso hubiera restado diversión al asunto— o la ocasión en que me llamó un hincha del Real Madrid —nunca supe cómo consiguió mi número— que se había cogido un cabreo muy pintoresco tras leer uno de mis artículos, que muy meticulosamente me fue discutiendo línea a línea. Dejó de gustarme todo aquello cuando constaté que demasiada gente se tomaba y se toma en serio lo que únicamente se puede interpretar en clave de broma, los partidos comenzaron a disputarse a horas intempestivas y ridículas y, para colmo, se pusieron en marcha campañas de apoyo a grandes figuras del balompié para evitar que se condenaran sus fraudes a la hacienda pública. Aunque conservo una simpatía lejana por los equipos que alguna vez consideré propios, hace tiempo que no sigo sus andanzas al detalle, ni frecuento estadio alguno, ni presto demasiada atención a lo que se cuece —sólo hice una excepción en las finales de los últimos mundiales masculino y femenino—, pero disfruto de vez en cuando con textos que, de manera directa o indirecta, pivotan en torno al llamado deporte rey. Me ha ocurrido estos días con Subcampeón, de Ander Izaguirre, igual que me sucedió en el pasado con Los once y uno, de Gonzalo Suárez —quizá la mejor novela futbolística que se haya escrito en España—, o El delantero centro fue asesinado al atardecer, de Manuel Vázquez Montalbán. Tengo en gran estima las Historias del calcio que dio a imprenta Enric González y me proporcionó muy buenos ratos La tribu, de John Carlin. También echo de menos cosas que no se han escrito, que me temo que no se escribirán nunca y que seguramente compondrían un anecdotario glorioso en torno a la trastienda de los oropeles que se derraman sobre el césped. El mismo Juan Cueto, un hombre divertido y sabio, fue durante unos meses consejero del Sporting. Me contaba que una vez planificaron el fichaje de un jugador extranjero al que nadie había visto y que su agente acababa de enviar una casete en VHS con algunas de sus mejores jugadas. Eran tiempos pretecnológicos y en las oficinas del club no había un solo reproductor de vídeo. Él mismo fue a su casa, llevó al despacho del presidente su propio aparato y lo enchufó allí mismo. Todos los consejeros estaban allí reunidos para evaluar en función de las imágenes la pertinencia del fichaje, pero resultó que no había en la cinta imagen alguna del futbolista desconocido, sino una copia de My Fair Lady que alguien había grabado directamente de la televisión. «¿Y qué hicisteis?», le pregunté yo. «Pues ya que estábamos, nos olvidamos del jugador y nos quedamos a ver la película».
De la ficción
Hace tiempo un profesor publicó una nota en su diario en la que se mostraba no sé si sorprendido o enojado —puede que también secretamente complacido— tras reconocerse en el protagonista de una de mis novelas. Su apreciación me resultó tan enternecedora y excéntrica como desconcertante, porque ni mucho menos había pensado en él mientras la escribía —sí, en cambio, en otro colega suyo de bastante renombre—, pero tras leer su arremetida reparé en que, en efecto, mi personaje presentaba ciertas características con las que él había podido sentirse perfectamente identificado. Lo he recordado ahora que me encuentro en el pórtico a Gorgonio, comisario emérito, el último libro de Alejandro M. Gallo, con unas palabras que escribió Fernando del Paso, premio Cervantes en el año 2015, como antesala a su Palinuro de México: «Ésta es una obra de ficción. La razón por la cual algunos de sus personajes podrían parecer personas de la vida real es la misma por la cual algunas personas de la vida real parecen personajes de novela. Nadie, por lo tanto, tiene derecho a sentirse incluido en este libro. Nadie, tampoco, a sentirse excluido».
Martes de Carnaval
Me remite el Martes de Carnaval a Valle-Inclán y con él, e inevitablemente, a cierta tarde de la primavera de 1996 en la que nuestras profesoras de literatura del instituto nos llevaron hasta Oviedo para asistir en el teatro Campoamor a una representación de la famosa trilogía. Andaba el mundo frisando la edad de quince años y todo estaba aún por estrenar, así que cualquier plan que supusiera abandonar por unas horas las rutinas académicas y extraescolares en las que en mayor o menor medida estábamos inmersos suponía un soplo de aire fresco que no podíamos dejar de exprimir todo lo que pudiésemos. Era aquella una tarde agradable, y por mucho que ahora busque subterfugios con los que aliviar la conciencia me temo que el plan empezó a fraguarse en cuanto nos subimos al autobús o puede que incluso antes, esa misma mañana, cuando aún estábamos en clase y la profesora nos resumió el plan que nos aguardaría unas horas después. Quiero decir con esto que seguramente entramos al teatro predispuestos y que por eso no prestamos una atención excesiva a la obra, o bien es que nos sentamos en la butaca predispuestos a aburrirnos para que un interés inesperado no echase por tierra la estrategia que con tanto esmero habíamos urdido. No conservo, de hecho, un recuerdo preciso de «Las galas del difunto», la pieza que ocupaba el primer acto, pese a sus resonancias de ultratumba, y de «Los cuernos de don Friolera», que acaparaba la segunda parte, mi memoria ha retenido sólo la estampa del gran Juan José Otegui recitando uno de los monólogos. Sí sé que a su término, cuando un timbre anunció el comienzo del descanso, salimos a la calle mezclados con el barullo general y unos cuantos aprovechamos la confusión de corrillos para alejarnos disimuladamente y reagruparnos en la plaza de la Escandalera. Echamos a caminar raudos para estar lo suficientemente lejos del teatro cuando se reanudara la presentación y doblamos la esquina de la calle de San Francisco con ese orgullo adolescente que procura revestir de una heroicidad épica las gamberradas más banales. No hicimos gran cosa, en realidad: nos terminamos metiendo en una sala de juegos que había en el barrio antiguo, cerca del Ayuntamiento, y jugamos una o dos partidas de billar antes de que la prudencia aconsejase regresar a los alrededores del teatro para entremezclarnos con el barullo que se formaría al término de la función. Yo llevaba encima una de esas cámaras antiguas de carrete que admitían un único uso y, con el fin de dejar memoria de la gesta, nos sacamos una foto delante de la catedral, en lo que puede que entonces fuese una muestra de arrogancia y hoy no es más que una excentricidad simpática. La encontré el otro día, cuando una amiga de esos años que se apuntó a la travesura me juraba y perjuraba que ella no había formado parte de aquella expedición y acabé buscando la instantánea para mostrársela y sacarla de su error. Allí estamos casi todos —falta Pablo, que creo que fue quien hizo la foto—, con nuestras figuras en sombra —estaba atardeciendo y no eran demasiado fiables aquellos aparatos rudimentarios— recortándose sobre el contorno catedralicio. Regresamos a casa satisfechos porque creímos que nuestra jugada había pasado inadvertida —nos sumergimos en la multitud y nos subimos al autobús como si nada, aunque inevitablemente hubo compañeros que se percataron de nuestra ausencia: a lo tonto, habíamos dejado vacía media fila del patio de butacas—, pero al día siguiente la profesora nos dedicó a todos y cada uno de los expedicionarios una mirada glacial a la que siguió una bronca importante que no nos debió de dejar mucha huella, porque no tardamos en organizar otra trastada. El paso de los años me ha provisto de sentimientos encontrados al respecto de aquella tarde. No me arrepiento de lo hecho —no serviría de nada, y además nos lo pasamos muy bien— y estoy seguro, a qué negarlo, de que volvería a hacerlo si se dieran el mismo momento y la misma circunstancia, sobre todo porque la juventud hay que aprovecharla y aquélla era una profesora a la que daba gusto irritar. Sin embargo, me sabe mal por el bueno de Valle-Inclán, un autor al que después he frecuentado mucho, siempre con placer y con provecho, y que no se merecía ese desdén por parte de un grupo de imberbes. Hace tiempo me propuse asistir a alguna representación de Martes de Carnaval para verla, esta vez, completa. Todavía no he cumplido.
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