Álber Vázquez ha escrito una novela histórica en la que rescata la figura de Malinche, la mujer nahua que hizo de intérprete, consejera e intermediaria —y luego de amante y progenitora de sus hijos— de Hernán Cortés durante la conquista de México. Considerada por unos madre del mestizaje y por otros icono de traición, Malinche sigue envuelta en la bruma de la polémica.
En este making of Álber Vázquez cuenta el origen de su Malinche (La Esfera) y reflexiona sobre la posición que novela histórica ocupa en nuestro entorno cultural.
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Durante un año de mi vida, sin faltar un solo día a la cita, me he levantado a las siete de la mañana, he encendido el ordenador y me he puesto a trabajar en una novela de segunda fila. Sabiéndolo. Aposta. Consciente de que, cuando se publicase, nadie en el establishment literario y cultural español iba a considerar a mi novela como digna de mérito. ¿Por qué? Porque es, ay, una novela histórica.
De esta forma, uno escribe una novela como Malinche desde la humildad que le imponen. Uno se levanta cada mañana a las siete en punto, se hace un café y se sienta a la mesa agradeciendo que, al menos, se le permita escribir y publicar. Sé que no voy a ganar ningún premio —al margen de los propios del género, que son de frikis y para frikis—; sé que cuento con el desprecio previo que la etiqueta provee («es novela histórica, ergo es mala»); sé que estaré completamente fuera de las listas fetén que realizan los prescriptores de postín; sé que, en fin, escribo a las siete de la mañana para lectores de segunda fila. Para la plebe.
Pero ahora llega el contrapunto. Que tiene su miga, miren. Los lectores de segunda fila. Esos que me leen a mí. Está feo hablar bien de uno mismo, pero, ya que los que deberían hacerlo no lo hacen, me animaré: es que yo vendo bien. Mis novelitas de segunda fila se venden. Malinche es la novena que, de forma consecutiva, publico en la misma editorial, y, salvo que la dirija un pariente —y ni aun así—, la conclusión solo puede ser una: alguien, ahí fuera, lee las palabras que, con mimo y pulcritud, yo he escrito, cada día a las siete de la mañana. Las listas de los más vendidos son inapelables. A mi novelita de segunda fila se la quiere.
¿Y podemos conciliar ambas realidades? ¿Puede lo popular permear la alta cultura? No, no puede. No ha sucedido nunca y no va a suceder. Francisco Ibáñez se murió sin el reconocimiento público que sobradamente merecía —el Princesa de Asturias de las Artes— porque, pese a que fue el autor español más influyente del siglo XX —carajo, en España lo fue—, solo era un historietista. Un autor de tebeos. Un tío que se dedicaba a la literatura de segunda fila. Ese establishment al que me refería antes prefiere ¡mil veces! premiar a Marina Abramović o a Peter Brook. Esos miembros de esos jurados, esos inmensos e insoportables esnobs que comen caracoles con tenedor de dos púas, son los que me han condenado —de antemano y sin leerme, gracias a la magia de las etiquetas— a que hoy, a ustedes, venga yo a ofrecerles una novela de segunda fila.
Que me ha quedado de maravilla, dicho sea de paso. Disfrútenla.
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Autor: Álber Vázquez. Título: Malinche. Editorial: La Esfera de los Libros. Venta: Todos tus libros, Amazon, Fnac y Casa del Libro.
Muchas veces dice más del valor de una creación literaria lo que opinamos la plebe que lo que dictaminan los cuatro listos de siempre: ahí tenemos a Alejandro Dumas, grande entre los grandes del que todavía hoy se habla a veces con aprecio pero con cierta condescendencia, o a Stevenson, del que se valoran El doctor Jekyll y Mr. Hyde o La isla del tesoro, pero se despacha La flecha negra como una obra menor. Así que larga vida a las novelas de segunda fila, y sigamos disfrutando de los tebeos de Ibáñez aunque no le hayan dado el premio ése.
Estimado Álber Vázquez:
La diatriba a la que su texto apela cuando se refiere al enfrentamiento de una literatura popular de buenas ventas frente a una literatura de premios esnobs es la vieja cuestión de si una novela puede llegar a algo más que a solo entretener, es decir, la vieja cuestión de si una novela posee materia (lingüística, argumental) suficiente como para dar a luz a originales líneas de pensamiento que supongan una posición relevante de cara a la reflexión del mundo.
Esa, básicamente, es la divisoria entre una literatura y otra.
Así, entonces, digo: cuando he leído novela histórica no he encontrado apenas la madurez que otras literaturas sí me han ofrecido, especialmente esa literatura que no necesita del apellido del género, esa literatura que parece no tener una vocación acotada o limitada de antemano (vocación histórica, vocación negra, vocación erótica, etc.), sino que presenta una vocación abierta, sin etiqueta.
Entre dicha vocación etiquetada y dicha vocación abierta cabe un considerable conjunto de rasgos formales que las diferencian (y no hay que repeler el debate en torno a lo formal, pues lo es todo). Cito el más clamoroso de esos rasgos: al estar supeditada a un tipo de desarrollo argumental y caracterológico concreto, la novela de género se resiente de cierta precariedad lingüística, pues con frecuencia no ve creado su mundo a partir de la palabra sino a partir del efecto argumental o ambiental. Eso se nota a la hora de leer una novela.
Crear a partir de la palabra da un resultado mucho más orgánico, mientras que crear a partir de una idea argumental o ambiental condena al texto con frecuencia a presentar ante el lector un cuerpo orgánico deficiente, dando la sensación de que es un mero relleno para lo verdaderamente importante, la entrega final de la historia, el destello, el mero ansia de ver qué es lo sucede. Cuando se crea algo, opino que lo más acertado es que se origine a partir de los elementos que lo van a componer, porque habrá así en ello más verdad que si se opta por el camino contrario, a saber, crear los elementos composicionales a partir del fantasma del conjunto.
El mundo posible de la novela debe salir de la palabra, y no al revés. Lamentablemente, cuando leo literatura de género percibo que el camino compositivo ha sido el segundo, el erróneo, el que ante los ojos de un lector curtido va a resultar tosco, torpemente cohesionado, torpemente expresado, como a trompicones todo, como a bandazos, como a empellones cada párrafo.
Siempre me ha parecido que las novelas de género están mal escritas, que el precio a pagar por una historia impactante que venda es la ausencia de una buena poética bien aplicada. Y, claro, aún más: al final, casi nunca me parece que las historias que no están creadas a partir de los pequeños gestos de cada palabra sean realmente buenas; con frecuencia me resultan infantiles, simplonas, tontamente atractivas y sorpresivas, embaucadoras, complacientes.
De lo complaciente es difícil extraer algo útil y memorable, algo que merezca la entronización. Se puede estar disfrutando mucho leyendo una novela y al mismo tiempo estar sintiendo que eso mismo que lees y te hace vibrar no te alimenta realmente. Me ha pasado, sobre todo, con la novela negra. La metáfora es obvia y está gastada, pero allá va: ya puede uno pasárselo estupendamente en un Burger King un viernes por la noche que lo que mejor recordará de ese fin de semana será el cocido bien trabado del domingo. He disfrutado mucho leyendo las novelas de John Le Carré numerosas noches hasta altas horas de la madrugada con los ojos como platos, levitando casi sobre la cama, pero debo confesar que esas novelas no son mi cocido. Aunque consuma las dos, reconozco la diferencia entre un puchero y una cajita de cartón rodeada de bolsitas baratas de kétchup. Creo que esos a quienes usted llama “esnobs” también conocen la diferencia. Una diferencia fundamentada y justificable.
Crear a partir de la palabra y no a partir del efecto argumental/ambiental confiere una gran distancia entre ambos modos de escribir. El primer modo, más desde la libertad y desde la coherencia, consigue que permeabilicen en el texto más capas, en fin, que no vaya todo destinado al efecto de la trama, de forma que entonces así puedan colarse mayores dosis de buena sintaxis y a partir de ahí mayores dosis de reflexión, de filosofía, de visión amplia y profunda del mundo contado, de vida torrencial y creíble entrando en los personajes, de un poso que habla de todo a la vez, que quiere abrir el esternón de lo humano y exponerlo, que posee la madurez y las formas para hacerlo (cuanta más variedad en el dominio del lenguaje, mejor leído y contado estará lo que nos rodea; no es una cuestión esnob o pedante, es una cuestión de compromiso). El segundo modo, sacrificando el lenguaje germinativo a los andamios predeterminados del género, hace que la historia se pierda en el esquematismo y en lo acartonado.
En efecto, si se escribe desde unos parámetros más o menos prefigurados comunes a todo un género novelístico, el lenguaje de esa novela se va a ver afectado porque va a estar constreñido en base a dar preferencia a esos parámetros. Así, lo que sucede es que a ese mundo creado en la novela se le estará restando vida y parecerá algo falseado: la plasticidad del lenguaje se dará continuamente cabezazos contra el techo del argumento tipo o del ambiente tipo, y eso es un error porque el lenguaje es el que crea la vida y sus matices en la novela, y no al revés; es una noción básica de narratología. La novela que no aplique esta regla conseguirá estar demasiado cercana al decorado de un parque de atracciones: emocionante y auténtica solo en un primer vistazo (lo que asegurará probablemente un mayor número de ventas, pero no su calidad).
Si el lenguaje no bulle, si no es él el principal motor o eje de la ficción, si el mundo posible no se desprende de él sino al revés, todo se encarecerá y perderá el color de la vida. Es lo que suele percibir de la novela de género un lector que ha leído buena literatura. Preferir poner por delante en valor las novelas de Cormac McCarthy que las de Lafuente Estefanía no es de esnobs, es saber discernir. Preferir poner por delante en valor la novela “Tu rostro mañana” de Javier Marías frente a cualquiera de Le Carré no es de esnob, es saber discernir.
En este punto, la gran pregunta: ¿escribes y lees para evadirte o escribes y lees para pensar el mundo?
Hace unos años leí un libro, por poner un ejemplo, que, en mi opinión, consigue resolver dicha polarización: el clásico “Sinuhé, el egipcio”, de Mika Waltari. En este libro puede encontrarse el desbordante mundo reflexivo y poético de las grandes novelas imbricado en un estupendo trazo y sostenimiento de la trama. Entretenimiento y profundidad se dan la mano, literatura de entretenimiento y gran literatura se abrazan ahí.
Estimado Álber Vázquez, ¿qué encontraré en sus novelas?
Pedante nivel Dios
Será muy interesante leerla. La Malinche es, efectivamente, una figura envuelta en el repudio desde la historia oficial y la consigna popular mexicanas. La Villana por excelencia de La Conquista.
Por demás, Los miserables de Víctor Hugo podría ser considerada una novela histórica; no veo razones válidas para el rechazo a este género.
Saludos desde Xalapa, Veracruz; México.
Buen ejemplo de pedante. Seguro que vive usted de ello
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Hay libros buenos y malos. Hace ya tiempo que no leo criticas de libros, peliculas, etc. porque cada vez que leía una crítica mala resultaba que el libro, pelicula, etc. me gustaba.
Y en esto de la literatura hay muchas envidias y de los premios que vamos a decir. El Príncipe de Asturias se le escamoteo a gente importante que se ganaron el serlo cada día de su vida. Angel Nieto entre otros.
Pues nada siga escribiendo libros de segunda que los lectores de prospectos de medicamentos seguiremos deleitandonos con ellos.