Imaginaos un sueño: «2-3-74»: febrero y marzo de 1974. Esa es una de las fechas secretas de la historia, por decirlo con Jorge Luis Borges, y la revelación que ocupó los últimos ocho años de vida de Philip K. Dick, hasta su muerte en 1982, y que se plasma en los más de ocho mil folios que se vio empujado a escribir y que, una vez cribados, constituyen su Exégesis, que publica ahora por primera vez en español Minotauro, en una elegante edición de 1200 páginas. A caballo entre la narrativa, la filosofía y la teología, en estos diarios Dick se comporta como un vidente al que le ha sido revelada la cosa en sí, aquello que está más allá de nuestra percepción y que constituye el mundo tal cual fue, es y será. Este convencimiento salió reforzado cuando anticipó la hernia que incubaba su hijo y pudo así, según cuenta, salvarle la vida. A la manera de una antena parabólica, entonces, era el encargado de recepcionar mensajes cifrados, como ruido de fondo, pero ¿quién o qué trataba de comunicarse con él?
Algunos querrían hablar de locura en el autor de libros tan importantes para nuestro imaginario como Ubik; ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?, que inspiró la celebrada Blade Runner; o El hombre en el castillo. Sin embargo, quizá ese proceder febril, que lo arrastraba cada noche a rellenar hojas por decenas, en su intento de aprehender un balbuceo divino, de dar sentido a palabras sin sentido en una suerte de glosolalia celestial que vendría a confesar la realidad última del cosmos, tenga mucho de mística: ¿no fue San Juan de la Cruz quien catalogó la lengua de Dios como un «no sé qué que quedan balbuciendo»? Por tanto, no me parece desacertado clasificar la Exégesis de Dick como una obra de literatura neomística. Esta afirmación no significa una asunción del fenómeno como real (de hecho, se han ensayado explicaciones científicamente sensatas: accidentes cerebrovasculares, epilepsia del lóbulo temporal o secuelas del abuso de drogas), sino coordinar el texto con una tradición que lo antecede, regada de nombres propios: Heinrich Seuse, Santa Teresa de Jesús o el ya mencionado Juan de Yepes (cuyas experiencias han sido adscritas también a diferentes distorsiones psicológicas y neurofisiológicas).
Como explican los editores, Pamela Jackson y Jonathan Lethem, todo empezó tras una visita convencional al dentista, donde se le suministró una dosis de pentotal sódico; una vez en su casa, mientras reposaba, abrió la puerta a una repartidora, en cuyo cuello pudo observar un colgante de un pez dorado —bellamente plasmado en la cubierta de esta edición—, símbolo tras el que se escondieron los primeros cristianos. Recogido el paquete con los medicamentos, recibió un fogonazo de luz rosa que lo hizo caerse sobre la cama, y que atribuyó al poder espiritual que emanaba del collar, siéndole mostradas ideas felices (o que se quieren visionarias), planos técnicos y pinturas extrañísimas. Ahí tuvo lugar el comienzo de la revelación, en un proceso, dice, de anamnesis, de recuerdo de un conocimiento absoluto, al que luego siguieron otros dos episodios psicodélicos: primero, un número abundantísimo de increíbles imágenes colapsó su canal óptico, para después recibir la visita de una entidad casi lovecraftiana («una entidad plasmática roja y dorada»). A partir de aquí, muchos sucesos pueden ir añadiéndose a la cesta (desde un puesto de tacos a diversos esquemas visuales, pasando por conversaciones con vasijas de barro, entidades —o deidades— malignas y benignas o la continuidad del Imperio romano), y el lector podrá encontrarlos si se lanza a la piscina de estos diarios, en los que se dará de bruces con la cara más íntima y en ocasiones vulnerable del genial escritor norteamericano. Por ejemplo, cuando leemos, a medio camino entre la duda, la autoparodia y la lucidez:
Si la teoría anterior es errónea (…), entonces ¿de qué ha servido mi obra? (…) ¿Todo esto no es más que una tontería? Se deben descartar mis obras (…) y mi experiencia de 2-74/2-75 se tiene que descartar como un brote psicótico. Se tiene que descartar todo: el trabajo de toda mi vida no significa nada, mi experiencia más preciada, y durante años soy y he sido solo un demente, porque todo está entrelazado, o todo se mantiene o se cae. (p. 457)
La locura divina de Philip K. Dick era una locura esotérica, es decir, destinada a explicarse a sí mismo lo que le estaba ocurriendo, con lo que, frente a sus textos exotéricos (el resto de su producción dada a imprenta: 121 cuentos y 45 novelas), nunca tuvo la vocación de ver la luz. Por ello, en la Exégesis hallamos muchísima metafísica, reflexiones de taller y cuestionamientos de su propia obra junto con su teoría del tiempo ortogonal y su gnosticismo. Lo que está claro es que Dick pensaba que recibía mensajes (¿del profeta Elías, como sugirió en una carta a Ursula K. Le Guin?, ¿de su difunta hermana gemela Jane?, ¿de la Gran Raza, esos seres del cuento de Lovecraft capaces de mover su mente por el espacio-tiempo?) y escribía desde la verdad: ahora podemos leer su secreto en voz alta como quien asiste, escondido entre los arbustos, a un arcano conjuro.
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Autor: Philip K. Dick. Título: La Exégesis. Traducción: Juan Pascual Martínez Fernández. Editorial: Minotauro. Venta: Todos tus libros.
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