Se habla, y mucho, de Pamplona y París al momento de situar la literatura de Ernest Hemingway, incluso para comprender el personaje expansivo e hiperbólico que él mismo creó. En Pamplona el escritor levantó su propia mitología de la heroicidad alrededor de los sanfermines, y en la capital francesa también, porque es el epicentro de la Generación Perdida que él retrató en aquel libro publicado después de su muerte. Sin embargo, en lo que a ciudades de Europa respecta, Valencia tiene más peso en la obra de Hem de la que se suele señalar.
El norteamericano la visitó en varias ocasiones, la primera de ellas en 1925, cuando preparaba Fiesta, su primera novela. Aún faltaban diez años para el estallido de la guerra civil española, pero Hemingway ya escribía crónicas para el Toronto Star, donde describía con auténtica fascinación la fiesta de los toros. La definió como una tragedia inevitable y masculina en la que los hombres se muestran “muy hombres” y la muerte encandila a los espectadores con su brillo de traje de luces. Es justo en esa década cuando Hemingway descubre España como un gran yacimiento novelístico sin explotar y del que él se erigió como su pluma e intérprete, como si de un administrador se tratara.
Los toros empujan la historia de Jake Barnes, el periodista que recorre España y trasunto del propio Hemingway. Una parte de aquel libro lo escribió alojado en el Hotel Reina Victoria. Incluso menciona el restaurante La Pepica, que lo cautivó con su aspecto sencillo y su contundente carta: “La cena en casa de Pepica fue excelente. El restaurante era grande, limpio y al aire libre, y todo lo cocinaban a la vista del cliente. Se podía elegir lo que desearas, asado o a la plancha, y el mejor pescado, y los arroces eran los mejores de la playa. Estábamos de buen humor y hambrientos, y comimos bien”.
Hemingway venía de los sanfermines pamplonicas y de ver torear a Cayetano Ordóñez, a quien siguió hasta Valencia, imantado por el influjo que ejercía sobre él la tauromaquia. Su idilio con Valencia se forjó entre la mesa, el mar y la plaza. Una de las mejores cosas de Valencia, decía, era comer y beber. Ernest Hemingway fue un amante del tono borgoña del vino y del de la sangre que tiñe el ruedo. Dio buena cuenta de ambos asuntos en Valencia, aunque eso no lo eximió de diversiones más extravagantes.
Frente a la plaza de toros estaba situado el Hotel Metropol, del que lo expulsaron, supuestamente por practicar tiro al blanco con una colilla que Orson Welles sostenía en la boca. La amistad de ambos era compleja, sin duda, y aquel fue un episodio más de aquella masculinidad exagerada y ego ciclópeo. Se dieron de silletazos en 1937 luego de que Welles se quedara a gusto al decirle a Hemingway que su guion para el documental Tierra de Madrid tenía frases demasiado largas y farragosas. Pero ese, lector, es otro asunto.
Su afición a los toros y su amistad con Antonio Ordóñez —hijo de Cayetano— lo llevaron cientos de veces a Pamplona y, cómo no, a Valencia, de cuya feria disfrutó en más de una ocasión, por el padre y por el hijo. La última foto de Hemingway y Antonio Ordóñez la hizo Canito en el Hotel Excelsior. Hasta para posar era expansivo el Nobel (quién sabe si se le pasó la vida en eso, en posar). Entre la comida y los festejos en la plaza, el escritor acudía a La Malvarrosa y a veces a la playa del Cabanyal. Un mucho más joven y robusto Hemingway recorría las calles del centro y se perdía en las laberínticas callejuelas del barrio del Carmen, para terminar el día con una sumergida en las aguas de la playa de La Malvarrosa, en cuya orilla el big papa emergía como un papa Noel con tridente.
Después de la Guerra Civil española, que cubrió como corresponsal y de la que quedan como testimonio la novela Por quién doblan las campanas (1940), Hemingway se instaló en Cuba. España siguió siendo su escenario predilecto y, pese al franquismo, que odiaba, regresó en 1953, año en el que se encontró por primera vez con su idolatrado Antonio Ordóñez, cuya admiración le hizo volver en 1954, 1956, 1959 y 1960 para la preparación del reportaje Un verano peligroso (1960), un reportaje en el que plasmó el mano a mano taurino entre Ordóñez y su cuñado Luis Miguel Dominguín. España fue, pues, la mejor ficción que el Nobel construyó en su cabeza. Aquello sí que era una fiesta.
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