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Herejes de Distopiland

Herejes de Distopiland

Aunque ha transcurrido poco más de un año —pandémico, eso sí— desde que la Real Academia Española entendió que la palabra «distopía» merecía una entrada propia en el diccionario, el reverso oscuro de la utopía reina desde mucho antes. La prensa internacional describe nuestro tiempo como distópico. La máscara del conspirador Guy Fawkes popularizada por V de Vendetta se ha convertido en símbolo de protesta estándar —válido para Anonymous y para supremacistas blancos. Los catálogos de cine en streaming rebosan posapocalipsis. Los monos rosas de trabajo vistos en El juego del calamar (2021) visten redes sociales y festivales de música. Y, más allá del sagrado triunvirato conformado por Orwell, Huxley y Bradbury —aún en la cima del best seller—, los estantes de las librerías los pueblan títulos donde sucumbimos ante tecnologías deshumanizadoras y/o poderes omnímodos. Con la distopía sucede —ya que estamos eurovisivos— lo mismo que con el polémico tema de Rodolfo Chikilicuatre: la bailan en la China y también en Alcorcón. ¿Vivimos en Distopiland?

El término lo ha acuñado el doctor en Filosofía e investigador Francisco Martorell Campos, que así lo argumenta en Contra la distopía (La Caja Books, 2021). Este afiladísimo ensayo cultural no solo analiza el fenómeno distópico y sus consecuencias sociales a partir de decenas de ejemplos, sino que identifica los mantras que subyacen en cada uno de ellos, los somete a un riguroso escrutinio e incluso ofrece fórmulas para abandonarlos.

"¿Significa esto que cualquier distopía la carga el diablo? Ni mucho menos; al etiquetar cada escuela y subgénero, Martorell aclara sus virtudes y reconoce su papel histórico"

Martorell sostiene que obras a priori tan rompedoras como Matrix, Black Mirror, La naranja mecánica, Los juegos del hambre o Ready Player One, por citar algunas, no encierran el mensaje de denuncia y resistencia ante el poder que creíamos, sino todo lo contrario; son productos que, con independencia de la intención original, fomentan el conformismo, son susceptibles de tornarse vehículos reaccionarios y, en general, diluyen cualquier intento de imaginar un futuro mejor. Para demostrarlo, el autor dispara al corazón del gólem distópico igual que el personaje de Chris Evans alcanzaba el motor del tren en Snowpiercer (2013): vagón por vagón. Así, derriba el mito del individuo contra el mundo y el de la vigilancia orwelliana por el Estado; el de la naturaleza como Arcadia salvífica y el de la tecnofobia; el de la glorificación cuasiprotestante del trabajo —incluso por la izquierda— y el del credo único en la «realidad» frente a los hedonistas intentos de escapismo virtual.

¿Significa esto que cualquier distopía la carga el diablo? Ni mucho menos; al etiquetar cada escuela y subgénero, Martorell aclara sus virtudes y reconoce su papel histórico. La —más que lógica— queja estriba en su uso y abuso como únicas gafas posibles a través de las que observar cuanto nos rodea, puesto que, si miramos al futuro, quizá relacionemos utopía con ingenuo optimismo y distopía con agudo pesimismo. Pero, si miramos al presente, la cosa cambia: la distopía se vuelve cobardemente optimista —¿veis como no estamos tan mal?— y la utopía esperanzadoramente pesimista —podríamos estar mucho mejor—. Para el autor, no obstante, conviene escapar del falaz posicionamiento dicotómico al que nos inducen este tipo de ficciones.

"Hay quienes sí escuchan nuestras conversaciones para hacernos libres, quienes conjuran metaversos de oportunidades, quienes predicen —y crean— tendencias de consumo"

Puede que la mayoría de las democracias modernas —por ahora, y por suerte— no hayan mutado en el Gran Hermano estatal profetizado en 1984 (1949) por el ubicuo Eric Arthur Blair, más conocido bajo el pseudónimo de George Orwell (1903-1950). Ahora bien, hay quienes sí escuchan nuestras conversaciones para hacernos libres, quienes conjuran metaversos de oportunidades, quienes predicen —y crean— tendencias de consumo y lanzan coches al espacio por el placer de hacerlo. Y nosotros, gustosos, colaboramos voluntariamente a cambio de realizarnos, de participar del progreso, de un puñado de likes. Porque, en palabras del filósofo Byung-Chul Han (1959), «el morador del panóptico digital es víctima y actor a la vez». Sumémosle la felicidad por decreto que pregona la industria de la psicología positiva —retratada con acierto en Happycracia (Paidós, 2019), de Edgar Cabanas y Eva Illouz— y obtendremos el tándem perfecto del inmovilismo endémico; para Martorell, ese, y no otro, debería ser hoy el objetivo prioritario de las distopías.

No necesitamos más razones: este volumen está llamado a habitar la mesilla de noche de muchos guionistas y escritores, pero también la de cualquier persona interesada en comprender la batalla cultural por el control de nuestra mente que se libra desde hace más de un siglo. Y es que los herejes de Distopiland son gente peligrosa. Porque, como en Los que se alejan de Omelas (1973) —magnífico relato de la siempre vigente maestra de la ciencia ficción Ursula K. Le Guin (1929-2018)—, han decidido mirar de frente al desánimo acomodaticio. Pero, sobre todo, porque no han renunciado a la búsqueda de la utopía.

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Autor: Francisco Martorell Campos. Título: Contra la distopía. Editorial: La Caja Books. Venta: Todostuslibros, Fnac, Casa del Libro, Amazon.

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Morrigang
Morrigang
2 años hace

Gracias, Miguel, otro de los libros que reseñas que leeré más pronto que tarde.