«¿Cómo explicarles que esa ciudad era un cementerio? ¿Que todos los días caminaban por calles donde tuvo lugar un holocausto, un asesinato en masa rebosante de negligencia y aversión? ¿Cuándo se enterarían de que, cada vez que atravesaban una bolsa de aire frío, era un fantasma, un chico al que el mundo había escupido?».
La autora, a través de la historia de sus dos protagonistas —Yale, en la trama ubicada en los 80, y Fiona en la que transcurre en 2015—, denuncia con contundencia la marginalidad, la exclusión y el estigma que sufrió la comunidad LGTBIQ+ durante esos años. La muerte con la que se abre la novela —y que constituye, a modo de mise en abîme, una síntesis simbólica de cuanto encontraremos en el libro— ya deja clara esa dura realidad, encarnada en este caso en Terrence, un joven que se ve privado de un derecho tan básico como despedir dignamente a su novio Nico:
«No recibiría ningunas cenizas, ni nada en realidad, aparte del gato, que se había llevado cuando Nico ingresó por primera vez en el hospital. La familia había dejado claro que cuando empezaran a desmantelar el piso de Nico al día siguiente, Nico quedaría excluido».
La doble estructura temporal y el ambicioso planteamiento inicial nos llevan a pensar que nos hallamos ante una novela coral, con ecos de La herencia, la exitosa obra teatral de Matthew López. Sin embargo, frente al desarrollo mucho más intelectualizado de esta última, la narración de Makkai apuesta pronto por un tono melodramático y escoge dos personajes como foco central de su historia: todo lo veremos a través de la mirada de Fiona y, especialmente, de Yale, a lo largo de una doble búsqueda que aúna la trayectoria vital de ambos.
Mientras que Yale se busca a sí mismo en una relación de pareja cuya crisis se ve agravada por la lista de amigos comunes que enferman y mueren, Fiona se afana por recuperar a su hija, que ha desaparecido en París sin dejar rastro. Esta investigación, sin embargo, resulta poco menos que un macguffin de escaso interés narrativo y quizá en eso radica una de las debilidades de la novela: el tiempo presente resulta mucho menos apasionante que el pasado y resulta demasiado evidente que su presencia nace de la necesidad de justificar una arquitectura narrativa en la que uno de sus personajes —Fiona— se convierte en eslabón entre ambos tiempos y en albacea, de paso, de los recuerdos de los personajes que vamos conociendo.
El recorrido que se hace a través de la vida de Yale —y de los hombres que lo rodean— es tan detallado —con situaciones, descripciones y diálogos de extraordinaria viveza y veracidad— que quizá habría sido mejor confiar ese salto al presente a los lectores, sin que la Fiona-narradora nos recuerde de manera explícita que las calles que recorremos están tan llenas de vidas fantasmas como los cuadros igualmente fantasmas de las galerías que recorre Yale en su trabajo.
En cualquier caso, la idea del tiempo robado —por la enfermedad, por la negligencia, por la crueldad de una sociedad excluyente y opresiva— es uno de los leit-motivs de esta historia en la que también se reflexiona sobre la importancia de la visibilidad y de los referentes:
«Encontró dos artículos que podían interesar a Charlie: uno trataba de la propuesta de ley contra las happy hours, y el otro era un editorial sobre la cantidad irrisoria que el Congreso estaba gastando en el sida. Era un pequeño milagro que la gente todavía hablara de ello, que el Tribune le dedicara espacio. Charlie había tenido razón al decir que lo que necesitaban era que muriera una gran celebridad. Y, ¡zas!, cayó Rock Hudson, sin el coraje de salir del armario ni en el lecho de muerte».
Ese «pequeño milagro» del que habla la narradora en este último pasaje es el mismo que consigue con su novela: que se hable de ello. Que se devuelva la memoria —robada con la misma mezquindad con que se robaron sus vidas— a la generación que, en los ochenta, asaltó las calles para reivindicar una dignidad que hoy, quienes somos LGTBIQ+, les debemos. Porque sin su valentía, sin su orgullo, sin su lucha no se habría avanzado en la investigación del VIH y hoy seguiríamos siendo presos de un miedo que, por desgracia, aún forma parte de nuestra sociedad por culpa de la ignorancia y la homofobia.
Pero lo mejor de la novela de Makkai es que no elabora su discurso desde lo panfletario, sino a través de una historia en la que aborda con acierto temas tan diversos como el deseo, el paso del tiempo o la inseguridad que nos provocan aquellos a quienes queremos. Y aunque la coralidad del libro sea menor de la que parecía prometernos en su arranque, el dibujo del mundo que rodea a Yale está tan conseguido que resulta imposible no sentirse una más entre esas amistades con quienes comparte miedos y anhelos, marcados siempre por el resultado de una prueba que, treinta años atrás, equivalía a una sentencia de muerte.
El detalle con el que se narra ese viaje a los infiernos y cada uno de los recodos que atraviesan los personajes a lo largo de su particular itinerario es otra de las fortalezas de este libro, que coincide en el tiempo con otras ficciones que abordan —desde diversos ángulos— este mismo asunto: la novela Los silencios de Hugo, de Inma Chacón, la serie It’s a Sin, creada por Russell T. Davies, o la ya citada obra teatral de Matthew López, La herencia. Una coincidencia que, lejos de ser casual, podría responder a un doble hecho. Por un lado, nos confirma que contamos con una distancia suficiente como para elaborar un relato documentado y fiel de aquellos años que, por cierto, el teatro ya había subido a escena a través de propuestas como Angels In America, de Tony Kushner, o The Normal Heart, de Larry Kramer. Por otro, nos recuerda que aún necesitamos construir este relato lleno de heridas abiertas y de vidas a las que, gracias a la literatura, podemos salvar de esa segunda muerte que es el olvido.
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Autora: Rebecca Makkai. Traductora: Aurora Echevarría. Título: Los optimistas. Editorial: Sexto Piso. Venta: Todos tus libros, Amazon, Fnac y Casa del Libro.
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