Let every man be master of his time.
—Frase de Macbeth citada en La séptima función del lenguaje.
La primera obra de un escritor es un relámpago disparado en medio de una comunidad de ciegos a la que se quiere sorprender. El atentado lo perpetra un desconocido, un nouvel que llama por vez primera a la puerta de sus interesados. Dependiendo de su cometimiento y su cometido, los invidentes distinguen su nombre y empiezan a seguirlo. Los ciegos ven, los sordos escuchan, los mudos hablan. Ha comenzado la celebración por la nueva obra, la opera prima. Normalmente esto no sucede así. Por el contrario, es tremendamente difícil que una obra inaugural logre abrirse paso de ese modo sorprendente. A veces lo realiza con consecuencias irremediables para su autor. El exceso de fama puede conducir al silencio. Truman Capote pudo dar cuenta de esto. A Capote no le sucedió con su primera obra, sino con A sangre fría, según algunos la única novela de no ficción que se ha escrito, lo que de por sí es contradictorio. Después de ella, se le extraviaron sus plumas.
Por lo general lo que suele suceder es que un texto primerizo despierte la atención de los lectores en cualquiera de sus modalidades y que produzca que el autor fije alguna residencia en el condominio de los libros, luego de lo cual llegan los otros textos. A lo largo del tiempo, la primera obra terminará desdibujándose por el propio autor, quien la olvidará conscientemente y la apartará a un ostracismo particular; en la utopía literaria en que quiere habitar con sus mejores líneas. Borges se refería por ejemplo a su Fervor de Buenos Aires, primer libro que compuso (1923) y cuya edición costeó su padre, diciendo que quería conocer a quienes la habían comprado para estrecharles las manos, sin duda el modo del maestro para configurar su ironía. La obra precursora es como el estreno de un drama de teatro: un ensayo general. Y siempre hay errores. A veces muchos.
Laurent Binet es un escritor nacido en París de Francia en 1972. Es profesor, socialista y acompañó a François Hollande en las elecciones de 2012 de las que quedó un libro: Rien ne se passe comme prévu; en 2009 publicó su primera novela, su ópera prima, HHhH, que al aparecer se convirtió de inmediato en un éxito rotundo. Esto no se dice de gratis si viene precedido por la inclusión del libro en la lista del NY Times como uno de los mejores del año, el premio Goncourt de primera novela y el Terenci Moix. Con este antecedente, una segunda novela puede resultar una epopeya. Pero Binet también la tiene y se supera a sí mismo. Reescribo: supera su genialidad y prodigalidad en la escritura. HHhH, Himmlers Hirn heiβt Heydrich, (Seix Barral, Barcelona 2016. 391 p.) El cerebro de Himmler se llama Heydrich es la traducción de estas cuatro haches. Si fuese una novela histórica meramente carecería de todo interés. ¿Se puede recrear la historia a través de la literatura? Es una pregunta que sigo haciéndome con curiosidad. No creo, pero tampoco lo niego. Tal vez es un oficio que ni me interesa ni me compete. Perdonen que escriba en primera persona —estilo acusado de ególatra— pero quiero dejar colonizados los territorios porque esta novela es mucho más que una recreación sobresaliente de un tiempo, de un suceso, de unos personajes, de una catástrofe.
Lo bien sabido: Reynhard Heydrich, la bestia rubia, era el más nazi de los nazis, el más calibrado y cruel, perfectamente racional sobre lo que ejecutaba. Al nazismo se le suele calificar de entrada de enfermedad mental. Es muy fácil y cómodo el diagnóstico, frente a lo cual suelen recetarse grageas de un racionalismo tranquilizador que finalmente no nos salvará, como solía recordar Robert McNamara. Insisto: el nazismo se ejecutó desde un racionalismo al servicio de una idea destructora y preservadora de una pandilla de bestias milenaristas. Y fue consumado, especialmente el Holocausto, como una operación burocrática, de eficiencia y racionalidad oficinesca. Y el que confeccionó esta idea desproporcionada y contra humana fue Reynhard Heydrich, haciendo funcionar las tesis de Hitler asomadas en 1939 y antes. La novela describe la operación Antropoide, ideada por el Gobierno checo en el exilio y con el auxilio de la inteligencia inglesa para asesinar a Heydrich.
Cualquiera puede juntar todos estos datos históricos y, con su propia operación talento, ponerlos a maquinar para los cómodos lectores del presente para instrucción de la contemporaneidad bajo el lema de nunca olvidar, ustedes testigos amnésicos de nuestros días. Insisto: si esto se hace así, seguiría sin mayor interés. Se trataría de volver a forjar el lienzo de 1942 con su tela rasgada y sus colores escandalosos. Ingresar en un Louvre antojadizo, en cualquier pinacoteca centroeuropea y repincelar una escena del pasado. Pero Laurent Binet escribe dos libros que hacen vida contigua y paralela. Uno es el de su novela histórica, así en cursiva porque el autor adicionalmente tiene dudas de lo que hace. El libro gemelo es el que escribe cuestionándose sobre el modo de contar la Historia y su historia. La distinción no es fortuita, como comprenderá el lector. En la segunda historia, está contenida la mayúscula y el presente que viaja hacia el pasado para transformarlo y aprehenderlo. Se trata de un cuestionamiento muy serio y con aplicación de un manual de ética, sin duda alguna.
Las preguntas que se hace Binet son: ¿tengo la capacidad de asumir un pasado? ¿Son mis palabras, mi visión del mundo y la escritura suficientes para aprovisionar ese pasado? ¿Es el horror de la historia visitable? ¿Existe la capacidad para impresionarse con un pasado? ¿Son los personajes de la Historia, aun un Leviatán como Heydrich, susceptibles de que nos estremezcan? ¿Tienen una dimensión humana y por tanto compatible con nosotros? Estas preguntas, grosso modo, llevan a Binet a formular una teoría general de la escritura que ha novelizado apareciendo él mismo como personaje involucrado y enajenado con los hechos que intenta armar. Esta teoría general se realiza sin la molestia de estructuralistas, postestructuralistas, lingüistas, semiólogos, deconstruccionistas y toda una tropa incordiante que reclutará para otra novela que más adelante comentaremos. Esta teoría la adelanta incluso al margen de sí mismo como profesor. Se trata de un tercer personaje que aparece a su costa y que no es otro que el archiconocido, poco bien tratado y a veces desmemoriado por nosotros: el narrador.
En medio de todo, la contemporaneidad hace su aparición sin problemas. El núcleo central de esta muy original novela resulta de cómo enfrentar el pasado y su registro, especialmente, con los catalejos del presente que sigue siendo contradictorio en sí mismo y con el pretérito que ve panorámicamente a lo lejos y en la distancia. Como escribe Binet: “En toda buena historia hace falta un traidor”. Esta frase le sirve a su propósito de rememorar pero a su vez lo alerta de que el narrador no traicione con su contrabando de presente a lo transcurrido. Por ello, el autor lo paraleliza para no correr el riesgo de la discronía, aunque esta frase resulte igualmente discordante. Al final, casi al final, Heydrich obviamente ha muerto producto de la septicemia de la granada y Laurent Binet recuerda una sentencia de Roland Barthes: “Sobre todo, no traten de ser exhaustivos”. Es tarde, Binet la ha olvidado por completo. Lo ha sido, y muy puntilloso, a lo largo de esta muy relampagueante novela en la que los momentos son pasajeros de una navegación común e ininterrumpida. Es la Praga checa, la Praga invadida, la Praga usurpada, la Praga del presente, en simultáneo y abolidas las fronteras del tiempo y el espacio desde un escritor francés que conoce sus limitaciones de origen y que se da el lujo de pulverizar la novela de Kundera desarrollada en París. Si lo sabrá Laurent, un francés aclimatado en Praga.
La séptima función del lenguaje (Seix Barral, Biblioteca Formentor, Barcelona 2016. 441 p.), es una de esas novelas que no aparecen todos los días. La frase constituye un lugar común pero un lugar común inalienable porque la historia de la literatura es el ir y venir de pocos que verdaderamente te impresionan. Y lo hacen desde la palabra, con el lenguaje y sus funciones limitadas o múltiples. Esta vez, Binet ha reclutado una patota peligrosa y feroz. Ahora, desde el presente se abjura del presente, de un presente mucho más llevadero, confortable y trasladable. De un hoy que conocemos y que ni siquiera debemos pagar en cómodas cuotas porque está allí a la vista de todos. La trama comienza en 1980 con el semiólogo francés Roland Barthes, el que invitaba a no ser exhaustivos, atropellado por un camioneta de reparto conducida por un búlgaro. Barthes se dirige al Colegio de Francia luego de haber almorzado con el candidato socialista François Mitterrand.
Este accidente desencadena una investigación policial, porque Barthes ha sido presumiblemente asesinado y despojado de un secreto que podrá cambiar el mundo por quien lo posea. La maquinaria represiva y fascista del Estado francés, presidida por Monsieur le President de la Republique Française Valery Giscard D’Estaing, se pone en funcionamiento acoplando un dúo disímil de investigadores: un excombatiente de Argelia, de ultraderecha y ahora policía criminal, con un colaboracionista estudiante del Colegio de Francia. Hay que dar a como dé lugar con la séptima función del lenguaje, que es la performativa, transformadora y obtiene lo que logran las novelas de Paul Auster: que lo que se diga y escriba termine sucediendo. Es el arma más letal de cuantas se han ideado desde la cábala, desde el Golem de Meyrink, desde el alfabeto que construye el mundo y fabrica monstruos como la razón. Esta función tiene el nombre y el apellido de su creador: el lingüista Roman Jakobson:
Ahora bien, imaginemos por un instante que la función performativa no se limita a ninguno de los casos evocados. Imaginemos una función del lenguaje que permita, de manera mucho más extensiva, convencer a cualquier persona para que haga cualquier cosa en cualquier situación… Quien tuviera el conocimiento y el dominio de una función así sería realmente el dueño del mundo.
En esta novela hay que estar muy atentos y pendientes. Sus páginas serán tremendamente gozosas para quienes hayan transitado el universo de la lingüística. Después de los estructuralistas, postestructuralistas y deconstruccionistas, las disciplinas intelectuales de la Academia y sus gangs se han mudado de domicilio. Ahora la política se estudia en las escuelas de literatura y la literatura se desenmascara en las escuelas de política. Esta obra está llena de paréntesis memorables:
La nueva historia que viene sobrepasa la imaginación masculina, y sin lugar a dudas va a privar a los hombres de su ortopedia conceptual, empezando por destruir su máquina de señuelos…El accidente jamás es un accidente…Se comprende el poder a partir del esquema del poder divino de nombrar, según el cual emitir un enunciado vuelve a crear otra vez ese enunciado…Está muy bien tener un maestro. Lo que hay que saber es desprenderse de él. El nombre es el tiempo del objeto…La Novela es una muerte; hace de la vida un destino, del recuerdo un acto útil, y de la duración un tiempo dirigido y significativo.
Frases-dispositivos de la intelligentsia francesa de los últimos tiempos. Desde Lacan a Lyotard.
Todos se movilizan para buscar este grial contemporáneo, incluidos los profesores del Colegio de Francia con sus odios desempacados e intactos: Derrida, Foucault, Sollers, Julia Kristeva, Bernard-Henri Lévy, Althusser, los socialistas Jack Lang, Regis Debray, Laurent Fabius con Mitterrand a la cabeza. La KGB con Yuri Andropov y el auxilio de los matones búlgaros que perseguirán y asesinarán entre un París convulsionado por una hoja mecanografiada y poderosa. Los conjurados viajan a Italia a asistir a una curiosa cofradía llamada el Logos Club, donde se realizan torneos lingüísticos que encierran el dominio más que de una fortaleza de conocimiento, del poder de posesión del conocimiento de una palabra. Así, en esa clásica dicotomía desarrollada por Platón o por Saussure, la palabra encierra un sonido, un fonema, un morfema, pero también contiene la posesión exacta del concepto.
En uno de sus extraordinarios ensayos literarios, Álvaro Cunqueiro cuenta la anécdota atribuida a Fernando el Católico, a quien una hechicera ofreció el nombre secreto de Francia. Dentro de la tradición de los reyes franceses, los soberanos de Francia no sólo poseían el trono de Francia sino el nombre secreto de Francia, que implicaba su dominio efectivo. Narra el gallego que el monarca aragonés no contaba ese día con suficiente suelto para cerrar la operación de compra-venta. Así, en el Logos Club se reta el verdadero y críptico conocimiento y dominio del lenguaje titular, en que postulantes, parladores, retóricos, oradores, dialécticos, peripatéticos y tribunos se prestan para unos peligrosos juegos. El gran maestre de la orden es Umberto Eco —además un muy poco desprevenido Umberto Eco—, quien hace castrar a Phillipe Sollers por haber sido derrotado en la cita lúdica y pasmosa. La novela también se marcha a Cornell, a un esmerado seminario donde asisten los lingüistas, filósofos y semiólogos más afamados del planeta y donde se aparece el propio titular del secreto solicitado: Jakobson, en unas peculiares escenas de sexo de todos contra todos, drugs and rock’n’roll.
La lista de los asistentes a este seminario cornelliano es increíblemente histórica e incluye a: Noam Chomsky, Helene Cixous, Jacques Derrida, Michel Foucault, Félix Guattari, Luce Irigaray, Roman Jakobson, Frederic Jameson, Julia Kristeva, Sylvère Lotringer, Jean-François Lyotard, Paul de Man, Jeggrey Mehlman, Avital Ronell, Richard Rorty, Edward Saïd, John Searle, Gayatri Spivak y Morris J. Zapp. Salvo por Zapp, personaje de una novela, los demás tienen su entrada en la vida real y en Wikipedia. Como vemos, la élite del pensamiento universitario mundial. Lástima que Binet no haya incluido en ese seminario de 1980 a Harold Bloom y haya invisibilizado a Rorty en sus párrafos narrativos. Binet es atrevido: ha incluido a personajes del mundo verificable. Esta vez la vida y el presente se hacen parodia, y al novelista parisino le importa un bledo aquel predicamento de Hemingway de no aclarar quién de se ha colado en sus novelas para no hacer “un hermoso libro de cabecera para todos los abogados que tienen ganas de demandarme por difamación”. Al contrario, Binet manipula tanto a sus personajes históricos, muchos de ellos todavía actuales, que Derrida es asesinado por unos mastines y Foucault es azotado hasta perder el conocimiento en un club sado para luego masturbarse delante de un póster de Mick Jagger.
En esta novela, Binet supera a Binet, entre una vivisección de las personalidades intelectuales más veneradas de Francia. Y como Dante Alighieri en la Divina Comedia, el narrador les otorga sus merecidos de Infierno o Purgatorio. Como sabemos, el Paraíso no existe, y menos en esta pantagruélica novela de viciosos, pederastas, proxenetas, drogadictos, homosexuales, libertinos, sátiros, malditos y célebres. Al final, la séptima función del lenguaje se la quedan los políticos entre páginas enteras donde abundan los cadáveres, imaginarios o significantes. Quedará la vanidad del mundo, como siempre, convertida en conocimiento.
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