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Mi hijo es un buen hombre, por Paloma Sánchez-Garnica

Aspiró aquel aire limpio y fresco y sintió como sus pulmones se hinchaban, la mirada abandonada en el inmenso horizonte donde el mar parece fundirse con el firmamento, un cielo que ya empezaba a perder su azul intenso para tornarse anaranjado por la caída del sol. Una suave brisa le rozó la cara revolviendo su pelo.

–¿Nos vamos?

Se giró sobresaltada, repentinamente arrancada de aquella desacostumbrada placidez.

Él se dio cuenta de su azoramiento.

–Lo siento, no quería asustarte.

Le miró con una mezcla de orgullo y ternura maternal.

–Tú no me asustas, hijo, cómo ibas a hacerlo si eres lo más hermoso que me ha pasado en la vida.

De nuevo miró hacia el mar y cruzó los brazos en su regazo. Cerró los ojos e intentó sonreír sin emocionarse demasiado.

El silencio se mecía entre las olas que rompían a sus pies, envolviendo en un ir y venir sus tobillos.

Al cabo, él le puso la mano en el hombro con suavidad, intentado evitar alterar aquel sosiego. Moduló la voz hasta hacerla blanda.

–Mamá, deberíamos irnos. Se nos va a hacer de noche.

Entornó un poco la cara y le miró ceñuda, con un gesto de súplica.

–Déjame un minuto más…, sólo un minuto. 

Él presionó su hombro antes de hablar.

–Claro. Esperaré en el coche.

Se dio la media vuelta y echó a andar, y su sombra, alargada y oscura, se prolongó sobre la tierra.

"La sola idea de que pudiera llegar a convertirse en un ser parecido se volvía contra ella con una fuerza que la hería."

Le observó mientras se alejaba. Los mismos andares, la misma espalda enmarcada por hombros rectos y anchos, la forma de su cabeza, no podía negarlo, era la viva imagen de su padre. Un escalofrío le recorrió la espalda. La sola idea de que pudiera llegar a convertirse en un ser parecido se volvía contra ella con una fuerza que la hería.

No, se decía en un susurro mirando de nuevo al inmenso océano, él no es así, nunca podrá ser como él porque su hijo es un buen hombre. En ese instante la voz meliflua de su suegra pareció retumbar en su cabeza, como filtrada en el vacío de su memoria, “Mi hijo es un buen hombre, lo que pasa es que tiene un pronto muy fuerte, pero no es malo, él te adora, sin ti no es nadie, y tú lo sabes; tienes que perdonarlo, no se lo tengas en cuenta”. 

Y lo había hecho, le había perdonado una y otra vez, y otra, y otra, porque le amaba, lo amó tanto como para justificarlo todo, para no tener en cuenta sus gritos, su furia, para olvidar tanto desprecio, porque la convencieron de que en eso consistía el amor, creyó que amar significaba perdonarlo todo, ceder siempre, ser generoso con el carácter y la manera de ser del otro, aguantar, soportar, sufrir…, en eso, le decían, consistía el amor.

Hasta que un día al mirarse al espejo descubrió el reflejo desfigurado de la mujer que un día fue, devastada la persona que creyó ser, una pobre mujer asustada, exhausta, agotada, vencida, sin fuerza para continuar.

En quién te has convertido, se preguntó sin dejar de mirar el esperpento que le devolvía el cristal. Fue entonces cuando decidió perdonar por amor, pero no por amor al hombre que le había arrasado la vida durante más de treinta años, sino por amor a sí misma, por pura generosidad para ella, esa generosidad y ese amor que se había negado una y otra vez en aras a un amor equivocado, torturado y tortuoso, un amor que nunca lo fue, convertido en destrucción, enmascarado en sometimiento, manifestado a base de humillación, una resignación insana que le había robado todo lo que era ella, todo lo que había sido, tantos proyectos enterrados bajo los escombros del llanto.

Aquel día no lo dudó, cogió el teléfono y marcó el número de su hijo que hacía tiempo se había marchado, harto de ser testigo de tanto desamor y tanto sufrimiento, incapaz de abrir los ojos de su madre, impotente ante la imposibilidad de arrancarla de los brazos del que era su progenitor, al que sólo se parecía físicamente. Lo llamó y le dijo que estaba rota, que no podía más, que viniera a salvarla, que se la llevase lejos, muy lejos…

"En tan sólo unas horas, había recogido toda su vida en un par de maletas."

Quiero vivir, quiero volver a sentir el aire puro, quiero abrir los ojos y mirar sin miedo todo lo que me rodea, quiero volver a reír, necesito volver a emocionarme.

En tan sólo unas horas, había recogido toda su vida en un par de maletas. Se marchó dispuesta a no regresar jamás.

Se giró hacia el coche donde ya le esperaban su hijo, su nuera y su pequeño nieto.

–Vámonos –dijo al montarse.

Desde atrás percibió una mirada cómplice entre su nuera y él, ella le tocó la mejilla cariñosamente y se giró hacia el asiento de atrás para mirarla.

–¿Estás bien? –le preguntó.

Ella miró a su nieto, le cogió la mano, tan pequeña y tan mórbida. Se la besó y el niño le regaló una sonrisa.

–Hacía mucho tiempo que no me sentía tan bien.

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Historias de superación en ZendaEl 25 de noviembre se conmemora el Día Internacional de la Eliminación de la Violencia contra la Mujer. Como actividad paralela al concurso en marcha de #historiasdesuperación, patrocinado por Iberdrola, esta semana cinco escritores, Juan Gómez-Jurado, Lorenzo Silva, Espido Freire, Paloma Sánchez-Garnica y Agustín Fernández Mallo, participan en Zenda escribiendo historias de superación. 

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