Desde pequeñas nos han enseñado a idealizar la maternidad, a pensar que es el fin último de la mujer, para lo que estamos diseñadas. Se supone que no debemos tener más anhelos que ser madres, criar a nuestros hijos y llevar nuestra casa. A veces, incluso, podemos aspirar a tener una relación cordial con nuestros maridos.
Pero me habían enseñado a ser madre casi desde que nací. Lo sentía como algo natural. Había visto mil veces cómo los bebés se acercaban a los pezones de las nodrizas y succionaban hinchando sus mofletes sonrosados y regordetes. Yo tenía curiosidad, quería experimentarlo, así que —ingenua de mí— decidí prescindir de nodriza, por lo menos al principio. Y fue insoportable… Ificles era delicado, y aunque me producía algo de incomodidad y escozor, no había punto de comparación con lo que llegué a vivir con Heracles.
Él se había abierto a la vida berreando y luchando, y la primera vez que se acopló a mi pecho chupó con tal fuerza, con tal vehemencia, que creí desmayarme del dolor. No lo soporté ni yo ni las nodrizas que llegaron después. Algo había en él, algo que hacía que lo temiera. Así que decidí abandonarlo… Nadie se enteró.
Yo aún no lo sabía, pero estaba escrito en las estrellas. Debía ser abandonado para besar la inmortalidad. Mi pecho no le bastaba; necesitaba mamar la leche de una diosa, de su enemiga, de mi enemiga, de Hera. Y es que los planes de los hados están escritos y recorren sendas oscuras.
Hera nunca lo supo, pero amamantó a Heracles.
Temía a aquel monstruo y la venganza de Hera, así que expuse al pequeño. Lo llevé a un bosque, cercano a Argos, esperando que las bestias se apiadaran de mí y acabaran con su vida. Pero no era su destino. Me fue devuelto por otra diosa, por Atenea. Se lo habían encontrado en el camino Hera y Atenea (así estaba escrito). El bebé estaba muerto de hambre y, sin reconocerlo, Hera lo amamantó. Amamantó al hijo bastardo de su marido. Amamantó a la causa de mi desgracia. Tras aquel episodio, el niño cambió. El hambre del bebé se aplacó.
No volvió a probar la leche de otros pechos. No la necesitaba como su hermano, al que seguí amamantando durante casi dos años. Heracles era diferente, era independiente, autosuficiente, fuerte. Y esa fuerza la demostró una noche…
Los llantos de los bebés alertaron a la casa mientras dormía plácidamente. Anfitrión se despertó, pensando que un ladrón había entrado, que algo malo le había pasado a los niños. Salió empuñando su espada y cuando llegó a la habitación de los pequeños, allí estaba él.
—¿Qué ha pasado? —pregunté al ver al pequeño jugando con dos enormes cosas flácidas.
—Tu hijo.
—Mi hijo, ¿qué?
—Tu hijo ha dado muerte a dos serpientes. Se nota quién es su padre —dijo con desprecio.
—Piensa que ha salvado al tuyo.
Y en ese preciso momento, Anfitrión comenzó a sentir algo por Heracles. No, no era amor de padre. Era gratitud. Se dio cuenta de que su hijo siempre tendría un respaldo, un salvavidas, un hermano que siempre estaría ahí para protegerlo. Y yo, por mi parte, los miré ya sin rencor. Nació mi amor de madre, murió aquella tristeza que había soportado ocho meses.
Se criaron juntos. Ificles amable, desgarbado, quejicoso y enfermizo, pero muy inteligente. Heracles rubicundo, irascible, nervioso y con una inteligencia muy por debajo de la de su hermano. Aunque le amaba, le temíamos. Tenía un pronto que demostraba de quién era hijo. No aceptaba las críticas, ni los castigos, ni las reprimendas. Se creía perfecto y, en cierta manera, lo era.
Confieso que lo malcrié, más por miedo que por un amor desmedido. Le dejé hacer cuanto quiso. Con su hermano, sin embargo, fui más severa. Y eso pasó factura…
Un día llegó a nuestros oídos que en un acceso de ira había matado a su profesor de música, un pobre desgraciado al que mi marido pagaba por enseñarle los rudimentos de las letras y de la música. Heracles no tenía límites y todos temíamos ponérselos. Su mirada era desafiante, sus palabras agresivas, sus gestos torpes y rudos, aunque tenía una debilidad: su hermano.
Se libró del castigo que le querían imponer los jueces. Más bien, Ificles lo libró de la pena de muerte. ¿Cómo? Buscó en las leyes y lo encontró. Defensa propia, y él fue su testigo.
Tuvo más profesores; ninguno le enseñó mucho. Sin embargo, su hermano absorbió hasta la última gota de conocimiento que aquellos hombres le transmitían. Formaban una pareja curiosa. Una pareja arrastrada por el ímpetu de Heracles y frenada, a menudo, por la prudencia de Ificles.
Yo, mientras tanto, los veía crecer. Mi letargo tras su nacimiento se había mitigado con los años y llegó la felicidad de la madre orgullosa. También la relación con mi marido mejoró. Me perdonó. En su lecho de muerte me llegó el perdón. Pero hasta entonces fui una esposa repudiada, de la que jamás osó divorciarse. Era el miedo más que el amor lo que le llevó a tomar esa decisión. Temía la ira; la ira de otro dios. Mientras que yo siempre temí la venganza de Hera, él siempre temió la ira de Zeus. Así me lo confesó en sus últimos momentos de vida.
Me convertí en viuda. Una viuda joven con dos hijos de dieciocho años que comenzaban a andar solos por el mundo en busca de aventuras. Dos hijos a los que salpicó la locura y la venganza no merecida. Dos hijos a los que seguí hasta el día de su muerte.
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