Hijos del carbón es un libro que se va a leer durante años y, por ello, solo se podía haber escrito ahora. En esta obra tan singular, mezcla de autobiografía, memoria, ensayo y reportaje, Noemí Sabugal narra sus recuerdos de infancia ligados a las minas de carbón y se embarca en un viaje por los principales entornos mineros de España: Galicia, Asturias, León, Palencia, Córdoba o Teruel. En cada una de las etapas conversa con trabajadores de los pozos, con políticos, con vecinos o con comerciantes, todos ellos afectados por una transición energética que conlleva el fin de una cultura y de una forma de comprender el mundo.
Zenda adelanta un fragmento de Hijos del carbón (Alfaguara).
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Mi abuelo José tenía una nube oscura en el pecho. Sus pulmones eran una esponja negra que había absorbido durante dos décadas el polvo del carbón. Había entrado en la mina de guaje*, con catorce años, para empujar las vagonetas con el mineral y limpiarlas, para cuidar a las mulas y llevar la comida a los mineros que trabajaban en las galerías más profundas. Cada día, después de caminar varios kilómetros desde casa, llegaba a la mina y comenzaba a respirar el polvo maldito. Así muchas horas al día, muchos días al año, muchos años de una vida que apenas había comenzado. El polvo entraba en los pulmones y mi abuelo, sin notarlo, se iba ahogando poco a poco.
Primero era polvo de la hulla del valle del Nalón, en Asturias. Una década después, polvo de la hulla del valle de Gordón, en la cuenca minera leonesa. Con treinta y seis años, mi abuelo José tenía veinte de vida laboral, silicosis de segundo grado y los pulmones de un hombre de setenta años. No había llegado a la mitad de su vida y tenía que jubilarse con una incapacidad permanente total.
Mi abuelo Santos se quedó enterrado en la mina tras una explosión de grisú, el gas asesino de las minas de carbón. La galería en la que trabajaba se vino abajo. Lo sacaron. Estaba muy grave. Lo llevaron al hospital, pero no mejoraba. En la cama, su cuerpo se agitaba por la fiebre y los espasmos. Un cura le dio la extremaunción. Mi abuela, con tres hijos entonces —después vendrían otros tres—, se preparó para lo peor.
Pero mi abuelo salió de la sala de espera de la muerte. Siempre lo atribuyó a un casi-milagro, a la intervención de un veterinario evangélico. Audelino González Villa se definía como veterinario, bibliófilo y heterodoxo, y era un hombre singular que atendía el ganado de la gente de esos valles. Cuando vio a mi abuelo en el hospital de la empresa, pidió a las enfermeras hablar con el médico que lo atendía. Lo llamaron a regañadientes. «Este hombre lo que tiene es tétanos», le dijo el veterinario al médico. Así me lo contó su hija Lydia casi medio siglo después, en el funeral de mi abuelo.
La explosión le había metido el carbón en la carne. Bajo la piel de sus manos, unas manchas negras recordaban aquella sepultura en vida. De pequeña me quedaba mirándolas, intrigada. Para mi abuelo Santos, la curación se produjo porque Dios le guiñó un ojo. Eso del suero antitetánico y la penicilina son ayudas que fueron saliendo al paso. Mi abuelo Santos se hizo evangélico. Se olvidó de la mina y se dedicó a la ganadería, hasta que se jubiló por el régimen agrario, con una pequeña pensión.
(…)
La escritura de este libro ha sido como las labores de avance en una mina. El posteo se ha hecho con la memoria personal y la colectiva. Los viajes y las lecturas se han convertido en barrenos. También la labor de recuperación y difusión de museos y asociaciones, y las imágenes de los fotógrafos. Nada surge de la nada. Del vacío.
El resto ha consistido en picar.
Un día y al siguiente. Picar letras que forman palabras y palabras que construyen páginas, y las páginas, un libro. Una casa. Como siempre sucede.
La explotación de una veta llevaba a otra y así he ido abriendo las diferentes galerías. No pocas veces, mi lámpara se ha apagado. Me he quedado a oscuras en un fondo de saco, sin saber qué hacer. Seguir avanzando, retroceder, pedir ayuda. Las tres cosas han pasado. Por suerte, siempre he encontrado una luz: un testimonio, un libro, una idea que me ha ayudado a seguir escribiendo.
La renuncia también es necesaria. Los que escribimos sabemos que los libros no se terminan, sino que se abandonan. Se podría estar escribiendo-borrando-escribiendo- borrando hasta el infinito. Si vencieran el miedo o un excesivo perfeccionismo, la obra moriría en un cajón y no sería leída nunca. La primera renuncia es a hacer un libro perfecto.
Nadie escribe eso que llaman el libro «definitivo» sobre algo. Como en la mina, hay demasiadas capas y siempre queda alguna por conocer. Agotar un tema tan extenso como la minería del carbón es imposible. Para los que quieran profundizar más, quedan cientos de lámparas: libros, películas, fotografías, museos. Y más importante aún: miles de personas que viven en los pueblos de las cuencas mineras y siguen haciendo su historia.
He puesto un ojo en el pasado, pero este libro ha sido escrito en el ahora. Lo que tiene de crónica es un canto al instante. Mi intención es que perviva como una foto fija, una foto que diga: «Algunas cosas fueron así, algunas cosas no fueron así». Novalis escribe: «Todo recuerdo es el presente». La cita la usa Ryszard Kapuściński para comenzar sus Viajes con Heródoto. Kapuściński creía que no debía escribir sobre personas con las cuales no hubiera vivido, aunque sólo fuera en parte, lo mismo que vivían ellas. Creo que eso lo he cumplido.
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*En Asturias y en León se llama guajes a los niños hasta casi el final de la adolescencia. Los guajes entraban a trabajar en las minas. Después, el nombre pasó a ser una categoría profesional. Según algunos estudios, la palabra proviene del inglés washer, Véase, por ejemplo, Armando Murias Ibias, Vocabulariu de la minería (Llaciana y Degaña), Oviedo, Academia de la Llingua Asturiana, 2000.
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Autora: Noemí Sabugal. Título: Hijos del carbón. Editorial: Alfaguara. Venta: Todos tus libros, Amazon, Fnac y Casa del Libro.
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