“En la vida llega un momento, y creo que es fatal, al que no se puede escapar, en que todo se pone en duda: el matrimonio, los amigos, sobre todo los amigos de la pareja. El hijo, no. El hijo nunca se pone en duda.”
Escribir, Marguerite Duras.
Bajás a la playa, como lo hacías veinte o treinta años atrás, liviana de equipaje: la toalla, un libro y el bronceador. Ahora sumás el teléfono y los anteojos. Buscás un lugar donde ubicarte, el que a vos te gusta. No tenés que elegir más en función a otros. Sonreís aliviada. Extendés la toalla. Mirás las sombrillas a tu alrededor y te alegrás de que, por fin, solo tengas que pensar en vos. Ya no más cargar baldecito, palita, barrenador, tejo, pelota, una toalla para cada chico, paletas, cartas, dados, heladera con gaseosas y sándwiches. Ahora sos vos y tu alma. Tal vez, vos, tu alma y tu pareja, pero él se cuida solo. Te instalás mirando el mar, abrís el libro dispuesta a pasar un momento relajado. Como en el reflejo condicionado de Pávlov, el llanto de un niño a tu izquierda te pone en alerta. Pero te concentrás en el aquí y ahora y te das cuenta de que no hay por qué preocuparse. Ese chico no es tuyo, ese llanto no es tuyo. Desactivás la alarma interna, no te tenés que ocupar vos. Tampoco del otro que unos minutos después pide a los gritos que alguien lo acompañe al mar. Ni de la niña que viene corriendo desde la orilla a quejarse con el padre porque su hermano le tiró arena en los ojos. Ni de la cara de pocos amigos del adolescente al que la madre no convence de que se saque la ropa y salga de abajo de la sombrilla.
Nada de eso es ya tu problema. Podés leer, caminar, mirar el mar, lo que te plazca. Otra vez intentás sumergirte en la lectura. Sin embargo, algo no te deja. Es que anoche, a las tres de la mañana, te despertó el mensaje de uno de tus hijos, el que se fue de vacaciones a Cuzco, para avisarte que des de baja su extensión de la tarjeta de crédito porque le robaron la billetera. “¿Estás bien? ¿Cómo fue”, le respondiste. Esperaste diez minutos en vela porque la respuesta no llegaba. Diste de baja la tarjeta. Al rato: “Pirañas, mamá, le robaron a varios en el mismo lugar”. Vos no entendiste, era tan tarde, tenías tanto sueño: “¿Pirañas?” Y él no respondió sino una hora después, cuando justo volvías a quedarte dormida. “Así llaman acá a esos robos”. Insististe: “¿Vos estás bien?”. Nada. Le avisaste que la denuncia estaba hecha y agregaste unas preguntas: qué más le robaron, si tenía documentos, si le alcanzaba la plata para continuar el viaje. Tu hijo seguía desconectado. “Ya es grande”, te repetiste en la noche de insomnio, “tiene que saber cómo manejar esto”. Pero a la mañana en la playa, por las dudas, antes de empezar a leer, rodeada de llantos y quejas ajenas, le sumás dos o tres mensajes más indicándole cómo manejarlo. De paso chequeás si tu otro hijo, el que fue a San Luis, está conectado, y verificás que la última vez que lo hizo fue hace tres días. Te decís que seguro no tiene señal o se quedó sin batería. Que ya lo va a hacer. Y antes de dejar el teléfono confirmás que tu hija, la más pequeña que se fue de mochilera a Los Siete Lagos con tres compañeras de la facultad, tampoco está en línea. Pero de ella no sabés cuánto hace que no se conecta porque le sacó al teléfono la función que indica si vio o no un mensaje. Respirás otra vez, mirás el mar, luego las sombrillas a tu alrededor y añorás aquella época en la que sólo se trataba de cargar el barrenador.
Cada etapa tiene sus encantos y sus vicisitudes. Y para algunas vicisitudes uno está menos preparado que para otras. Nadie te avisa, por ejemplo, lo difícil que será la etapa de “los hijos en tránsito”. Ese tiempo indeterminado que puede empezar en algún momento posterior a la finalización del colegio secundario y que se extiende hasta que ellos deciden que quieren ir a vivir solos y pueden hacerlo. Cuando empiezan a decirte “vieja” o “viejo”, aunque vos no te sientas que lo sos. Uno de mis hijos me tenía agendada en su teléfono como “Javie”. Pensé que era un error, que había mezclado mi número con el de algún Javier, hasta que entendí que Javie era vieja con las sílabas invertidas. Como cuando decíamos “el broli” por el libro, o “un langa” por un galán. Había empezado la etapa en que dejábamos de ser “ma” y “pa” , para ser Javie y Jovie. Pero no tuve consciencia en el momento porque todo lo demás, en apariencia, seguía igual.
Todo sigue igual. Viven en nuestra casa pero no conviven con nosotros, cohabitan. Están pero no están. Intentan hacer su vida sin que nos metamos en ella, y nosotros tratamos de controlarlos con la muletilla: “Mientras vivas en esta casa”. Francoise Dolto lo explica muy bien: “podemos satisfacer sus necesidades económicas pero no sus deseos.” Ni sus ilusiones, ni lo que esperan de su vida inminente. Y lo que verdaderamente nos inquieta, lo que nos perturba, es que, por fin, tenemos que asumir que se van a ir. Ya se están yendo. Apenas están en tránsito. El sentimiento es ambivalente, por momentos queremos que se vayan ya y por momentos no queremos que se vayan nunca. Lo interpretaron con gran veracidad Oscar Martínez y Cecilia Roth en aquella película del 2008 de Daniel Burman: El nido vacío. El título refiere a la época posterior, aquella en que los hijos ya se fueron y la pareja queda sola. Pero en realidad el presente narrativo es el momento anterior a esa partida. Leonardo, un dramaturgo prestigioso, y Marta, una socióloga que no llegó a concluir sus estudios, vuelven de una cena a la casa donde aún conviven –o cohabitan- con sus hijos. Y la encuentran como la encontramos todos: zapatos tirados por el camino, la cocina revuelta, el living con restos de bebidas, papas fritas, cigarrillos y otros restos de la noche. Leonardo abre la puerta del dormitorio de la hija y comprueba que no está. Marta le dice que la chica había avisado que tal vez no venía a dormir. Pero a él no lo alivia el “había avisado que tal vez…” y decide pasar la noche en un sillón tratando de escribir una nueva obra. Y esperando a su hija. La etapa de los hijos en tránsito es básicamente eso: una espera insatisfecha. Y no esperás sólo que regresen por las noches: esperás un llamado, la confirmación de que cenan o no en casa, la respuesta a si pasarán el fin de año con uno o con sus amigos. Deseas que hagan un mínimo movimiento que te deje tranquila y ellos, como si quisieran educarte en la espera, no lo hacen.
En la época de las vacaciones es donde, si no lo captaste antes, se pone en brutal evidencia la situación de hijos en tránsito. Porque es el momento en el que pueden elegir no pasarla con uno. Pero como la decisión la toman a sus tiempos, durante el período anterior abrigás la esperanza de que a lo mejor alguno quiera ir con vos y por las dudas alquilás un departamento que excede las necesidades de tus vacaciones. “Si falta más de un mes para el verano, mamá”, te dicen sorprendidos por tu ansiedad. Simulás paciencia. Te entusiasmás con la idea de que vendrán a medida que pasan las semanas y no concretan otro plan. Pero no, unos días antes de partir se les arma su programa y vos te alegrás porque están contentos pero te maldecís porque otra vez esperaste en vano. Por fin frente al mar, con el murmullo de las olas mezclado con el llanto del chico que quiere ir al agua y nadie lo acompaña, te das cuenta de que estás pensando como tu madre, hablando como tu madre, quejándote como te molestaba que lo hiciera tu madre. Entonces abrís el libro dispuesta a no ser tu madre y que ellos no acaparen tu atención aún en ausencia, mientras te preguntás: “¿Hasta cuándo?”. Respirás, chequeás una vez más el teléfono, le acercás la pelota que rodó hasta tu toalla al niño que juega a tu lado. Le sonreís a la madre que tiene cara de que no da más. Dejás la vista justo en el lugar donde rompe la ola. Y seguís esperando.
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Artículo publicado en Clarín el 8 de enero de 2017
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