Soltamos el ovillo narrativo a nuestros pies –cuidado con el gato–, cogemos las agujas y empezamos.
PUNTO DEL REVÉS
El abuelo cuenta una historia pícara. La abuela teje en el escaño y sonríe por lo bajo. Los hijos se carcajean sin disimulo. Sentados en el suelo, junto a la cocina de carbón, donde llamea el mineral, están los niños. No entienden nada y preguntan. El abuelo da una explicación distinta del asunto del cuento y los adultos se ríen más alto todavía. Fuera, la nieve cubre los montes y los árboles se resfrían.
PUNTO DEL DERECHO
En un teatro del noroeste de España, con todas las butacas llenas, dos de esos niños recuerdan algunos de los cuentos que oyeron en las noches heladas del pasado. Son unos niños raros, con barba blanca y voz adulta. Uno de ellos, Luis Mateo Díez, cumplió el día anterior setenta y cinco infantiles años. El otro, José María Merino, es el que no entendía la historia picante que siempre contaba su abuelo. Les acompaña un tercero, Juan Pedro Aparicio, que nunca escuchó esos relatos nocturnos porque, lamenta, era un niño de ciudad.
Esas reuniones familiares tras la cena, para contar cuentos mientras se hace alguna pequeña labor manual -se hila o se teje- son los filandones. Y los tres niños amigos, ahora reconocidos escritores, están haciendo uno en el Teatro Gil y Carrasco de Villafranca del Bierzo, como remate del Congreso Internacional sobre el Cuento en la Literatura Española que se ha realizado en esta localidad los días 22 y 23 de septiembre.
Les falta un cuarto compañero: Antonio Pereira, nacido en esta villa. Su recuerdo y su humor se cuelan entre las historias. «Antonio tenía mucha gracia», afirma Aparicio, «el primer filandón lo hicimos con él. Nos llamaron del Hay Festival de Segovia y nos pusieron en una iglesia enorme. Cabrían quinientas personas. Parece que salió bien porque los organizadores, que eran ingleses, nos llevaron después a Cartagena de Indias. A Antonio, el médico le aconsejó no ir».
Fue el inicio de una singular gira que ha llevado la costumbre de los filandones leoneses por Estados Unidos, México, Gran Bretaña o Francia, entre otros países.
«Mi abuelo reunía a la familia en Villamañán, los fines de semana, y contaba cuentos de huidos, de pueblos sumergidos bajo el pantano, de fantasmas», explica Merino. La vivacidad de la narración oral se enlaza ahora en estos filandones -«filandones posmodernos», actualiza Merino- con la solidez de la obra de los tres autores. Pero la necesidad de imaginar, de crear cuentos con los que ordenar e interpretar el mundo, es universal. «Cortázar explicaba cómo los gauchos se reunían alrededor del fuego y se contaban historias», añade Aparicio.
La Asociación Española de Críticos Literarios ha impulsado este congreso, capitaneado por su presidente, Ángel Basanta, y por Manuel Ángel Morales, escritor y miembro de la AECL. Durante dos días intensos, se han tejido y destejido las características del cuento y de sus cultivadores con más de una decena de ponencias. En ellas han participado estudiosos como María Vittoria Calvi, Jean François Carcelén e Irene Andrés-Suárez, de las universidades de Milán, Grenoble y Neuchâtel. También se ha celebrado una mesa redonda sobre la obra de Antonio Pereira con escritores de la provincia leonesa: Pablo Andrés Escapa, Elisa Vázquez, Carlos Fidalgo y Fermín López Costero, uno de los finalistas del premio Setenil de este año con su Teatro de sombras.
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PUNTO DEL REVÉS
En la revista Los Anales de Buenos Aires, en la Diagonal Norte, acaba de salir un nuevo número. En él hay un cuento titulado Casa Tomada. Es de un joven escritor larguirucho llamado Julio Cortázar. Hace unas semanas que se lo entregó en mano al secretario de redacción de la publicación, Jorge Luis Borges, y éste no sólo ha decidido publicarlo, sino que le ha pedido a su hermana Norah que haga dos ilustraciones para acompañarlo. En una de ellas hay una mujer que tiene en la mano un ovillo de lana. Es Irene, que se pasa el día tejiendo y cuidando de la casa enorme en la que vive con su hermano, narrador de la historia.
PUNTO DEL DERECHO
«Borges siempre dijo que era uno de los mejores cuentos que había leído», recuerda el escritor hispano-argentino Andrés Neuman, divulgador del género y esforzado cultivador del mismo. Neuman ha llegado a Villafranca para participar en un coloquio en torno al cuento hispanoamericano actual. En la mesa le acompaña Fernando Valls, crítico literario y profesor en la Universidad Autónoma de Barcelona. Bajo el chorro de luz de los focos del teatro, Neuman mueve la cabeza y rechaza que se deba elegir entre los dos grandes cuentistas hispanoamericanos -si se quiere más a papá 1 o a papá 2- y cita a Roberto Bolaño como hijo perfecto. «Era borgiano y cortazariano por igual».
El arraigado ejercicio del cuento en Hispanoamérica hace que sus autores continúen teniendo bien tonificado este músculo narrativo. Sobre todo ellas. Los nombres más representativos en los últimos años son femeninos: las argentinas Mariana Enríquez (Las cosas que perdimos en el fuego) y Samanta Schweblin (Siete casas vacías); la boliviana Liliana Colanzi (Nuestro mundo muerto) y la mexicana Guadalupe Nettel (El matrimonio de los peces rojos), entre otras. «Creo que este fenómeno será analizado dentro de unos años con mayor claridad», asegura Neuman.
Más por coincidencia que por contagio, también en España han surgido en los últimos años valiosas creadoras de cuentos como Sara Mesa, Pilar Adón y Elvira Navarro. Abriendo el foco, es casi inevitable que Neuman cite además a algunas extraordinarias cuentistas -todas en el particular Olimpo de esta cronista-, que han sido bien releídas en los últimos tiempos, como Flannery O’Connor, Carson McCullers o Lucia Berlin. Neuman añade a las que siguen en activo: las estadounidenses Lorrie Moore y Lydia Davis, y a las canadienses Alice Munro y Margaret Atwood, ahora en la cresta de la ola tras la sólida adaptación de Hulu de El cuento de la criada.
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PUNTO DEL REVÉS
Una mano tantea los lomos de los libros en una biblioteca de la Universidad de Oviedo. Es un desmotivado -y pésimo- estudiante de Derecho que busca algo que llevarse a los ojos para evitar sus pesadillas con el recurso de alzada. Encuentra un libro llamado El llano en llamas y lo coge. Esa noche será la de un descubrimiento. Apenas dormirá nada.
Años después, el estudiante ya es licenciado y está en Madrid. Son los sesenta y su amigo Manolo el Huelvano, un tipo estrafalario con gusto por ponerse el jersey de pico al revés, le arrastra al Cine Estudio para ver la película de un sueco. «Nosotros somos de pueblo y hay que ilustrarse», le insiste. La película es El manantial de la doncella, de Ingmar Bergman. Al incipiente abogado se le corta la respiración cuando enlaza la truculenta historia con una que oyó contar en los filandones de su pueblo. La historia de su infancia también hablaba de una niña ultrajada y asesinada en los montes de Babia. Los padres no logran encontrar el cuerpo, pero un día los corales de su collar empiezan a manar de una fuente.
PUNTO DEL DERECHO
«Bergman era de mi pueblo», dice Luis Mateo Díez, «esa era la leyenda de mi vida, de donde yo venía: un sitio oscuro en un tiempo oscuro». El ahora académico aclara que su relación con el cuento es un viaje de ida y vuelta, con unos inicios apuntalados en la oralidad. «Las reuniones vecinales, los calechos y filandones han marcado una huella en mis orígenes de escritor, son un reflejo de mi propia identidad».
Fue, apunta, un «niño escritor». También un crío «esquivo, raro, malévolo», que aún le persigue. El paisaje del valle de Laciana le inspiró y también la mirada de su padre. «Una mirada lírico-agraria, que unía la mina y el prado, heredera de la Institución Libre de Enseñanza y muy distinta en aquella España absurda del franquismo».
A pesar de una lactancia narrativa a base de cuentos, el joven escritor echó los dientes con la novela corta, que le parecía un género en el que podía abordar «el reto de la perfección» y que marcaba «el límite de mi ambición». Por eso en sus tiempos de estudiante escribirá una novela corta titulada El acoso. «Una historia perseguible por la Justicia», asegura. Sin escarmentar, insiste con una segunda, que llamará Revelaciones criminales de Marcos el Empedernido.
Por fin, la publicación de la primera novela: Las estaciones provinciales, y el autor comienza a caminar con paso algo más firme. También escribirá, un poco al tuntún, algunos textos cortos. «Entonces no sabía ni cómo se llamaban, pero resulta que eran microrrelatos». Muchos se publicarán años después en un libro titulado Los males menores. Otros sufrirán un destino fatal. «Eran muy malos. Los rompí y los tiré y los amigos de la revista Claraboya encima me dijeron que había quitado los mejores». «Había uno titulado Barbazul que puede que fuera uno de los mejores microrrelatos que he escrito en mi vida, y hasta uno de los mejores de la historia de la literatura, pero no lo sé porque no me acuerdo de él», bromea.
Díez, cuya próxima novela se titulará El hijo de las cosas, confiesa su relación infiel con el cuento. Durante años no escribió ninguno. «Era incapaz y eso ocurría porque también había dejado de leerlos». Aun así, en El árbol de los cuentos acabaría recopilando muchos de los escritos entre 1973 y 2004. «Además es verdad que uso mucho los cuentos en mis novelas, los personajes narran su vida con ellos».
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PUNTO DEL REVÉS
Anochecer melancólico en el puerto de Bilbao. Las grúas descargan contenedores, los estibadores se vuelven sombra. Ruidos de metal, lluvia. Barcos inmóviles que no parecen haber navegado nunca. Otro joven licenciado en Derecho, amigo del anterior y empleado de una siderúrgica asturiana, observa aburrido el movimiento portuario desde la ventana de su hotel. Se aparta de la ventana, enciende la luz de la lamparilla y se sienta frente a unas cuartillas. Escribe un cuento que acabará titulando El presentimiento. Lo empieza así: «La familia rodeaba al moribundo. El moribundo habló con lentitud: ‘Siempre creí que yo no viviría mucho’».
PUNTO DEL DERECHO
Meter un barco en una botella es como escribir una novela o un cuento. «Es importante el buen pulso», dice Juan Pedro Aparicio. ¿Y qué diferencia a la novela del cuento?, se pregunta el escritor. Da dos respuestas: un cuento es «una narración que empieza pronto y termina enseguida» y también «una cucharada de tiempo».
¿Y un microrrelato? Aparicio echa mano de Max Planck, padre de la física cuántica, y dice que un microrrelato o ‘cuántico’ es «el mínimo de narratividad necesaria para hacerse visible». No lo dice cualquiera, sino el autor del microrrelato más breve del mundo, titulado Luis XIV y cuyo texto está formado por una sola palabra: «Yo».
«La literatura cuántica es la más proteica, cualquier asunto cabe en ella. Es la más misteriosa y ambigua y la que más necesita al lector», asegura Aparicio. El escritor se ajusta las gafas y remata la teoría: «Un microrrelato es un solo cuanto y una novela son muchos cuantos narrativos». El techo del teatro desaparece y la galaxia de los cuentos se nos muestra llena de posibilidades infinitas.
REMATE DE LOS PUNTOS
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