Los hipopótamos tienen un hábito peculiar: después de defecar extienden el excremento usando el rabo como escoba y lo lanzan a varios metros a la redonda; de esa manera, marcan su territorio. También hay escritores que se dedican a lanzar mierda en todas direcciones, con lo que espantan a la competencia y se hacen dueños de un territorio. Al parecer, no les importa vivir rodeados de heces para conseguir su objetivo: crearse un nombre, dar que hablar, encontrar el atajo a la fama que no les dan sus obras. Hace tiempo que observo un aumento del número de hipopótamos en la literatura española.
Y no es que escriba esto dolido por haber sido víctima de un paquidermo literario. Que yo sepa al menos, ninguno me ha dedicado su atención. Lo pienso viendo el clima agrio que impera en las redes y en el que participan numerosos escritores, hablen de literatura, de política o de costumbres. Aunque no lleguemos a los niveles de enconamiento de aquel ruso, experto en poesía, que apuñaló a un defensor de la prosa durante una disputa sobre los dos géneros (nunca descubrí si la noticia era una broma).
Sí he sufrido, supongo que como cualquier escritor, ataques anónimos. A través de comentarios de lectores a noticias relativas a mi trabajo o en blogs cuyos autores se protegen con un seudónimo. Sobre todo cuando he ganado algún premio podía estar seguro de recibir injurias de detractores embozados.
La crítica anónima me parece aceptable en épocas de injusticia o en las que la libertad de expresión está amenazada (los pasquines tenían un papel político y cultural nada desdeñable). Y también cuando el crítico actúa desde una posición de debilidad extrema frente al criticado. Pero he encontrado escritores —algunos no tan difíciles de identificar— de fama y poder comparables a los criticados o muy superiores, que sin embargo optan por lanzar sus pullas, sus insultos, sus descalificaciones no argumentadas desde la seguridad del anonimato. Tirando la piedra y escondiendo la mano. Buscando la complacencia de otros muchos que se dedican en sus casas al vicio solitario de disfrutar con el despedazamiento de aquellos que les desagradan. Los buitres que se ceban con la carroña lanzada por escritores enmascarados.
No es que sea de esperar otra cosa. Las redes se han convertido en el basurero del malestar social y los escritores participan con entusiasmo en eso que los alemanes llaman la batalla en el barro. Hace muchos años leí que Quevedo compró la casa donde Góngora vivía de alquiler y lo desahució ya enfermo y viejo; entonces perdí cualquier ilusión sobre la rectitud de los buenos escritores; como para creer en la de los mediocres.
Sin embargo, me produce desaliento la rabia con la que lectores, escritores y aspirantes a escritores —o escritores rechazados una y otra vez— responden a las columnas de opinión de autores justa o injustamente encumbrados, como si opinar o pensar de manera diferente les situase de inmediato en el bando enemigo. Hace poco fue una página de Javier Marías dedicada a Gloria Fuertes la que liberó a todos los perros del averno. A mí la página no me gustó (por motivos que no vienen ahora al caso), pero no se me habría ocurrido lanzar mi pluma a su yugular, como parecían desear algunos; en todo caso, me habría apetecido discutir el tema con él. Y, de cualquier manera, tampoco me gustaron más la mayoría de los textos que leí con los que se le pretendía responder. (Una excepción: un artículo de Elena Medel).
Para colmo, algunos escritores manifiestan un orgullo algo pueril por su incorrección política; es decir, que como se consideran por encima de las opiniones de la masa —de la masa biempensante—, parecen disfrutar los ataques de ésta y considerarlos una prueba de la propia excelencia: yo, parecen decir, pienso de manera independiente, me río de vuestra estupidez, de vuestro borreguismo, así que es lógico que me ataquéis. Pero los prejuicios de la minoría no son más inteligentes que los de la mayoría por mucho que puedan llevar a los más altaneros a pensar que pertenecen a una élite. Y los artículos, a menudo mal hilados y peor pensados de autores que consideran sagaz y valiente verter vitriolo sobre feministas, defensores de los animales o de los derechos humanos, acaban siendo tan previsibles como los argumentos de las mayorías a las que desprecian.
Mea culpa: yo también considero con frecuencia que la mayor parte de la gente es idiota. Sólo confío en que mi presunción no contamine mi capacidad de razonar y, por tanto, mi escritura.
Como ven me he levantado de ánimo enfurruñado contra algunos de mis colegas. El misántropo que me habita en horas bajas está a punto de ocupar todo mi escritorio. Fuera de aquí, maldito. La misantropía es otra forma de arrogancia o la cara sombría de los idealistas que esperan demasiado del ser humano. Mejor me busco para hoy alguna actividad placentera (el placer y la misantropía están reñidos).
Durante las jornadas de ALCES XXI en Zaragoza, un profesor universitario, en general muy crítico con todo lo que le rodea, me dice: pero mi objetivo es no morir amargado; eso es lo importante: no morir amargado.
Me parece un buen programa.
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