Fotografía de portada: Antonio Casas
A Hisham le gusta nuestro idioma, pero tiene un pequeño problema con él: su apellido, Matar. La cosa se volvió más grave cuando vivió en México y descubrió cuál era el nombre de la calle donde estaba situada la casa en la que iba a pasar una temporada, Barranca del muerto. Pero más terrible que el verbo «matar» puede ser otro, «desaparecer». Un día su padre lo hizo y él todavía lo está buscando. Gadafi lo secuestró en Egipto y se lo llevó a Libia. A partir de ese momento, todo lo que sucedió con él son hipótesis que duelen más que una muerte cierta. Hisham Matar ha exorcizado sus demonios escribiendo libros —su primera novela, Solo en el mundo (2007), fue finalista del Booker, y la tercera, El regreso (2017), ganó el Pulitzer— y mirando cuadros en los museos. Su última obra, Un mes en Siena (Salamandra, 2022), es todo un homenaje a los pintores de la escuela ubicada en esa ciudad italiana durante la Edad Media, que el autor ha presentado en el festival Letras Mediterráneas, celebrado en Granada, en el cual han participado escritores como Theodor Kallifatides, Tatiana Țîbuleac, Nuccio Ordine y Mohamed El Morabet.
A continuación hablamos con Hisham Matar de Gadafi, Duccio, la importancia de la cultura y de cómo colarse en un concierto de cámara en Londres sin pagar.
******
—Que un chico de 19 años del norte de África caiga rendido ante los cuadros de la Escuela de Siena, con tanto simbolismo, resulta atípico, extraño.
—Sí (ríe). Sí y no a la vez, porque esas pinturas son un legado que tenemos para todos nosotros. La escuela de Siena en sí, su ubicación, la cultura, la religión, que engloba todo esto, contiene un montón de elementos universales. Hay muchas cosas que se pueden comunicar con estos cuadros.
—Poco después de que su padre desapareciera en Libia, usted adquirió la costumbre de ir a la National Gallery y mirar un cuadro, solo uno, de algún pintor de la Escuela de Siena. ¿Cuál era el poder terapéutico que ejercían sobre usted las obras de Duccio di Buoninsegna?
—En realidad no buscaba un efecto terapéutico. El arte nos ofrece muchas cosas. No solo nos hace sentir mejor, sino que tiene un efecto secundario: ese espacio que yo visitaba estaba lleno de elocuencia, de utilidad, de generosidad, cosas que yo no tenía. En ese momento de mi vida yo había perdido mi elocuencia. No me sentía generoso por lo que había pasado con mi vida. La repentina y misteriosa desaparición de mi padre, su secuestro, me llevó a un estado de shock. No solo era dolor por la pérdida de alguien a quien amas, también sentía miedo por cómo se había producido su desaparición. La pintura me ofrecía la generosidad que no tenía, y lo hacía de dos maneras: por una parte, la del arte en sí; y por otra, la de las ideas que el arte nos proporciona. Todo esto era muy importante para mí en ese momento.
—¿Por qué tardó tantos años en viajar a Siena?
—Porque soy muy lento (ríe).
(Piensa) Quizás porque lleva mucho tiempo aprender estas cosas. Hay un aspecto de la cultura de Gran Bretaña, también ocurre en América, en el mundo occidental, que muestra la juventud como fetiche y la edad adulta como un desastre. No es bueno ser adulto, pero en realidad uno gana la confianza con los años, y aprende a entender sus propios placeres y a darse cuenta de qué es lo que uno quiere y a rendirse ante ello, a lo que a uno realmente le gusta. Pero cuando uno tiene 19 años, o entre los 30, como era mi caso, no tenía la confianza suficiente para hacerlo, para viajar a Siena.
—Usted es arquitecto. Admira los palacios de Siena. Ahora la tendencia es hacer edificios de cristal, útiles y sostenibles. ¿Está reñido el arte, llamémosle tradicional, con la funcionalidad y el equilibrio ambiental?
—Ambas cosas son compatibles: la belleza de esos edificios y la funcionalidad actual. De hecho, hoy vivimos un momento muy interesante en la arquitectura: poco a poco va surgiendo una adaptación, una inventiva. Hay eventos arquitectónicos diferentes, en los cuales hay una colaboración entre el arquitecto y el cliente. Un ejemplo de esto se ha producido en Perú con el movimiento Semilla, un estudio de arquitectura de este país que está trabajando con personas de la Amazonía. Viven con ellos para aprender qué es lo que necesitan y los habitantes de ese lugar participan en la creación de las escuelas, gestionan los proyectos. Este tipo de colaboración dentro de la sociedad es muy importante.
—En la mayoría de las plazas suele haber pórticos, utilizados muchas veces para ver sin ser vistos. Sin embargo, en la Piazza del Campo todo el mundo queda expuesto a los demás. Es una plaza especial. Usted dice en su obra que cuando estuvo allí tuvo una sensación especial, de pertenencia. ¿Una revelación?
—Más que una revelación, en realidad, fue otra cosa. Hay momentos, seguro que lo entiende, en los cuales uno se siente en conexión con el mundo y con el resto de la gente; vas en una especie de río. Igual que en otras ocasiones te sientes aislado, te sientes solo. Los de Siena fueron de los primeros, momentos flotantes en los que uno se siente así, pero no solo por esta ciudad italiana, que es magnífica. Allí pasó algo especial. Durante el mes que estuve todo fue pautado, las cosas llegaban en el momento adecuado. Se produjo una conexión. En mi libro hablo de La curación del ciego de Duccio di Buoninsegna. Este cuadro es muy interesante. Un hombre que era ciego es curado por Dios y de pronto puede ver. Cuando esto sucede se produce una dicotomía que me interesa mucho: en la pintura vemos al hombre cuando era ciego, y también cuando ya está curado, mirando hacia lo lejos, hacia otro lado. Es toda una contradicción en un mismo plano. Si eres ciego de nacimiento no sabes cómo es poder ver, y cuando lo haces por primera vez vas a estar menos relejado que antes, pensando cómo será tu apariencia. Eso se puede asemejar a lo que pasa en la Piazza del Campo cuando eres visto sin que tú veas al que te está observando.
—También comentaba que sentía que le estaban esperando y que lo seguirían haciendo cuando ya no estaba allí.
—Sí. Uno de los potenciales de la arquitectura es su carácter social. Un espacio público es un lugar al que puedes pertenecer, parece que estuviera hecho para ti. Me gusta pensar que en mi literatura también creo espacios comunes. El secreto está en conseguir cosas que sé que otros han sentido antes. Eso genera un sentimiento de pertenencia. En Siena, en concreto, era un momento de mi vida en el que estaba listo para para ver, para oír, para sentir. Una de las cosas que me apasiona es el acceso libre al arte y la literatura. Poder acceder a museos y bibliotecas sin tener que pagar ni siquiera una libra, porque si lo hubiera tenido que hacer cuando era joven no habría podido entrar en el museo. Una libra era un sándwich, era mi comida del día. También era importante el hecho de que no tuviera que firmar con mi nombre, ese anonimato, que nadie supiese que estaba allí, en la National Gallery, disfrutando de aquellas pinturas hasta que yo quería. Eso cambió realmente mi vida, porque seguramente, cuando era joven, si no hubiera podido acceder a esas bibliotecas y museos mi vida sería muy distinta. Creo que no habría sido escritor si no hubiese tenido un acceso gratuito al arte, a la cultura. Por supuesto, había otras cosas que no eran gratis y me agradaban. Por ejemplo, me encanta la música de cámara. Aunque no había habido tradición en mi casa, nunca la había oído en mi infancia, me gustaba mucho. El público que va a sus conciertos no tiene nada que ver con lo que yo conocía: era gente rica, mayor. En ese momento pensé cómo podía solucionar ese problema, cómo podía acceder a esa música sin pagar, porque yo no tenía dinero. Entonces me di cuenta de que en los conciertos de música de cámara hay dos partes muy diferenciadas, como en un disco de vinilo. Yo podía entrar al bar en el descanso, me llevaba siempre un libro —muy importante—, pedía un vaso de agua —que es gratis— y luego me tocaba esperar mientras leía. A la primera llamada para entrar al recinto no hacía caso, tampoco a la segunda. A la tercera, y última, sí. Andaba por el pasillo con el libro pegado a la cara, como un sonámbulo. Entraba en el teatro y buscaba una silla vacía, me sentaba y veía gratis toda la segunda parte. Esto es algo que hacía tres veces por semana (reímos). Podía escuchar a Beethoven gratis, y eso fue muy bello para mí. Tenía el inconveniente de que no podía elegir qué quería ver (más risas), qué programa, pero eso fue magnífico para mí. La cultura no debería ser un extra, algo secundario, (serio) sino que tiene que ser parte de nosotros, de una forma esencial. Todos debemos disfrutar de un proyecto humanista. Y es fundamental que no haya condescendencia, que no sintamos como que nos regalan algo con la cultura, sino que tiene que ser algo importante en nuestras vidas.
—En el Palazzo Pubblico está el fresco de Lorenzetti Alegoría del buen gobierno, todo un homenaje a la justicia. Usted afirma que si el poder civil tuviera una iglesia ese sería su altar.
—Un altar secular. Que nos dice qué es un buen gobierno y qué un mal gobierno, esto es bueno y esto es malo. En realidad, es una forma de propaganda, pero es una propaganda que me gusta porque me identifico con ella. ¿Has estado allí?
—Sí.
—Cuando lo ves desde fuera tiene mucha luz. Cuando entras dentro está…
—Oscuro.
—Cada paso que das se vuelve más oscuro. Porque no hay ventanas (duda). Bueno, pienso que sí que hay una, pequeña. El de buen gobierno es un tema recurrente en la organización de la vida humana; sigue abierto. Hay mucho que decir al respecto. En qué consiste un buen gobierno es algo muy complicado.
—Usted se fija en una escuela pictórica de hace siglos y en una época que parece distante, pero que sin embargo es muy actual. Siena vivió una peste terrible que acabó con la vida del propio Lorenzetti. Se generó entonces un gran fervor religioso. Después de nuestra pandemia, y de la guerra de Ucrania, ¿ha triunfado la resignación? ¿Hemos aceptado nuestro destino como fatal e inevitable?
—Vivimos momentos muy interesantes en ese sentido, porque todo esto tiene que ver con los estados de fe. Pienso en cómo nos comportamos con el medio ambiente cuando son evidentes los peligros que esto supone. A veces me gusta juguetear con la idea de que dentro de 300 años alguien volviera hacia atrás para ver lo que estamos haciendo hoy día, y dijera: «¿Pero por qué se comportan así, si ellos son conscientes de lo que está pasando? (señala a la botella de plástico de agua mineral que tiene en su mano). Sabemos que el plástico es malo, pero bebemos agua de una botella de plástico. La información está ahí, es gratis; Google. Son momentos interesantes cognitivamente, y a pesar de que lo que está sucediendo es horroroso no deja de ser fascinante. Estamos teniendo una respuesta ante lo que sucede con la naturaleza que tiene más que ver con la fe. Es como decir: «Bueno, todo va a ir bien, da igual lo que nosotros hagamos».
—Aunque este no es un libro político, sigue presente el recuerdo de la figura de su padre. Una herida que sigue abierta. Usted afirma que su vida se ha desarrollado al margen del tiempo. ¿Tiene la sensación de que su reloj se paró cuando su padre fue secuestrado?
—Bueno, en realidad, más que pararse el tiempo, lo que corría era el riesgo de quedarme atrapado en esa situación. Cuando un dictador intenta deshacerse de sus oponentes, lo normal es que los mate, no que los haga desaparecer, porque esto último lleva mucho más trabajo. Sin embargo, este tipo de actuaciones son más horribles porque crean más miedo en la familia, en los otros oponentes del dictador, y también en los que están alrededor suyo, porque no sabes qué ha sucedido, no sabes si está vivo o muerto, dónde está, en qué condiciones, y eso genera muchísimo terror. Por una parte estaba la dificultad de luchar contra esa situación, de comprender lo le había pasado a mi padre, pero por otro lado era fácil ser su hijo, porque era una persona valiente que no traicionó a sus camaradas, que creía en la justicia y en la libertad. Aquella fue una época muy compleja en Libia. Yo podía perfectamente haber sido secuestrado también y haber vivido la tortura de mi padre en directo. Mi padre era una persona que me enseñó muchas cosas. Me siento muy orgulloso de él. Cuando fui a Siena llevaba ya 26 años buscando pistas sobre lo que había ocurrido, y llegué a un callejón sin salida. Me di cuenta de que lo más probable era que nunca supiera qué había ocurrido, dónde estaban sus restos. Entonces, justo en ese momento, fue cuando decidí ir a Siena, y absorber todo eso que había allí y darme cuenta de mi fracaso, no poder conseguir saber más de todo aquello.
—Gadafi era un dictador al que acostumbramos a ver con sus inmaculados trajes militares, salpicados con un montón de medallas, con ropajes muy ornamentados, que, sin embargo, acabó sus días con un aspecto sucio y desaliñado, como le ocurrió a Sadam Hussein. Ambos escondidos bajo tierra, ejecutados y expuestos sus cadáveres de forma grotesca. ¿Era necesario desnudar al monstruo, deshumanizarlo, para poder acabar con él?
—Aquello fue una oportunidad perdida. Si tratas al dictador con el mismo lenguaje, con la misma lógica que él te ha tratado a ti, al final lo que estás diciendo indirectamente es que su modo de hacer las cosas era el adecuado. La venganza es un sentimiento muy complejo que expresa la lealtad, la lógica del opresor. No hay libertad en ella. Porque más allá de que analicemos lo que está bien, lo que está mal, los derechos humanos, etcétera, hay una lógica transaccional ahí que lo cambia todo. La venganza hace que al final pierdas los argumentos para defender tus ideas. Pero, por otro lado, es difícil culpar a las personas que participaron en eso, porque es muy humano pensar que había pasión, confusión, psicosis, y que en cierto modo es normal que reaccionaran así. Acabo de terminar una nueva novela en la que cuento la muerte de Gadafi. He hablado con muchísima gente que participó en su muerte, y me han contado que hubo personas que intentaron llevar la situación por otros derroteros, llevarle a un juicio, que implicase ir a la cárcel, pero no la muerte. Esas mismas personas reconocían que al tenerlo ante sus manos se dieron cuenta que en realidad lo que querían era matarlo, porque habían sufrido mucho, y desde el punto de vista moral, ético y político todo esto es muy interesante. Porque una cosa es cómo pensamos y otra cosa cuando entra la parte humana y actuamos.
Zenda es un territorio de libros y amigos, al que te puedes sumar transitando por la web y con tus comentarios aquí o en el foro. Para participar en esta sección de comentarios es preciso estar registrado. Normas: