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Historia de un deslumbramiento

Historia de un deslumbramiento

En el cementerio Evergreen de Hillside, en Nueva Jersey, existe una lápida que no sobresale del resto de tumbas en la que reza escuetamente “Stephen Crane, Author, 1871-1900”. Autor, pero Autor con mayúsculas, quien, siempre según Paul Auster, entusiasta biógrafo de su paisano (ambos nacieron en Newark, NJ), “fue tan radical para su tiempo que ahora se le puede considerar el primer modernista norteamericano, el principal responsable de cambiar el modo en que vemos el mundo a través de la lente de la palabra escrita.” Es esta la historia de un deslumbramiento convertida en homenaje a un escritor que “rehuyó las tradiciones de casi todo lo que se había producido antes de él”.

Que Paul Auster (Newark, NJ, 1947) haya titulado su obra en el original como Burning Boy ya dice mucho de a lo que nos enfrentamos en este relato de peripecias y creación literaria, todo la misma cosa cuando se trata del ‘chico centella’ Crane, indisociable y febril, volcánico y firme en lo que respecta a llevar a cabo una misión, que culmina en este siglo XXI con el despertar de su obra gracias al entusiasmo del autor de La Trilogía de Nueva York. Tras escribir y viajar de forma compulsiva, pese a la tuberculosis que arrastraba y que presagiaba un triste final cuando Crane todavía podía considerarse joven, le dijo a su mujer Cora —un alma gemela para él—, poco antes de morir en la Selva Negra de Badenweiler, donde había ido a tratarse su dolencia, que se iba “de aquí apaciblemente, buscando hacer el bien, firme, resuelto, invulnerable”. Tal vez el haberse criado en una numerosa familia metodista, donde los códigos morales se mostraban muy marcados, hiciera que el jovencísimo Crane, a la sazón escritor adolescente de crónicas satíricas para la agencia de noticias de uno de sus hermanos mayores, tratara de querer explicar las cosas desde la experiencia más inmediata y la visión más honesta que pudiera ofrecer. Eso valió tanto para sus corresponsalías de la guerra de Grecia y Cuba como para sus obras de ficción, ya fuera la temprana Maggie (1893), tratando los bajos fondos de Nueva York, como la pieza que finalmente lo encumbraría, tras penurias que rozaron la indigencia, el clásico de la literatura bélica que todo joven del tiempo en el que Auster también era joven hubo de leer en el bachillerato, La roja insignia del valor (1896). Para Auster, se trata de “una de las novelas más imperecederas del siglo XIX: la única sobre la Guerra Civil que aún cuenta.” Acaso fuera éste el motivo por el que John Huston trasladase a la gran pantalla la novela.

"Lo del azar tiene su miga. Hay escritores que llegan a la vida de un lector en el momento propicio"

El caso es que un año más tarde ya era considerado el escritor joven más célebre de Estados Unidos. Había cumplido veinticinco años de edad y le quedaban escasos tres más de vida ajetreada y tumultuosa. La novela, muy avanzada a su tiempo en técnica y poética, surge en un momento en el que la América a la que nos referimos cuando pensamos en Estados Unidos iniciaba los pasos que la iban a conducir a erigirse nueva potencia mundial y centro neurálgico de la prensa internacional (casi cuarenta periódicos circulaban en Nueva York en diferentes lenguas a finales del siglo XIX), con el Journal de William Randolph Hearst y el World de Joseph Pulitzer a la cabeza en tirada y rivalidad, publicaciones que reclutaron al joven Crane como reclamo.

Lo del azar tiene su miga. Hay escritores que llegan a la vida de un lector en el momento propicio. Cuando Auster terminó 4 3 2 1 (Seix Barral, 2017), la novela que cuenta en variantes las posibles vidas de su protagonista Ferguson, estaba completamente agotado. Que le cayera en las manos un relato de medio centenar de páginas escrito por Crane al que el escritor finisecular puso por título El monstruo fue una bendición. Lo que vino después fue una inmersión obsesiva en la obra del genio de Newark. En esa tirada abisal leyó los diez volúmenes de sus obras completas y no pudo echar en el olvido un par de relatos que lo dejaron estupefacto, El bote a la deriva y El Hotel azul. Tanto que ahora mismo Auster ha decidido volver a la ficción bajo las premisas del cuento como género. También él ha visto lo que vislumbraron en Crane Joseph Conrad, H. G. Wells y Henry James, entre tantos otros.

"Ahora sólo le falta descubrir El Lazarillo para gozar con el punto de vista de un personaje que como el protagonista de La roja insignia del valor, se ve envuelto en una situación que no comprende"

Si no se explica lo de Crane no se entiende el alcance ni el propósito de Auster: hacer justicia y vuelve a poner en el mapa literario mundial al genio de Newark, con permiso de Philip Roth, Amiri Baraka, Joe Pesci, Brian de Palma y Allen Ginsberg, otros de los vecinos célebres de la ciudad del Passaic River, al Oeste de Manhattan. A fe que lo ha conseguido. Parte de culpa la tiene el tratamiento al que ha sometido la información que fue recopilando para poner en pie esta monumental biografía, dispuesta no como si lo que hubiera escrito fuera una hagiografía al uso sino una quinta vida para Peterson, el personaje de la última novela de Auster hasta la fecha, género del que este libro es deudor. Las Universidades de Syracuse y Virginia le han brindado parte de sus fondos documentales para llevar a cabo el abordaje de las peripecias vitales y artísticas de Crane, a quien Auster hace jugar en las ligas mayores al lado de genios precoces como Mozart, Glenn Gould o Bobby Fischer. Si llega a morir un año antes, hubiese agrandado con honores la lista del Club de los 27 (Robert Johnson, Brian Jones, Jimi Hendrix, Janis Joplin, Jim Morrison, Kurt Cobain, Amy Winehouse…).

Ahora sólo le falta descubrir El Lazarillo para gozar con el punto de vista de un personaje que, como el protagonista de La roja insignia del valor, “se ve envuelto en una situación que no comprende. Crane logra traducir sus percepciones a un lenguaje crudo pero lleno de vida.” Lástima que no pueda recrear la vida del anónimo autor que dio vida a Lázaro de Tormes, más apócrifo que anónimo, a tenor de la recepción que la novela tuvo en su momento. A Harold Bloom se le escapó en su Canon y Auster no lo recuerda cuando habla del retrato de la pobreza que Crane lleva a cabo en Maggie, una chica de la calle (Guillermo Escolar, 2021), despistado por el dato de que cuando el norteamericano escribió esa novela tenía poco más de veinte años. No importa, al Lazarillo siempre se llega, si no en esta vida, en la siguiente. Resulta insoslayable.

“La literatura constituye mi única biografía y mi única verdad”, ha recordado Irene Vallejo en El infinito en un junco a propósito de unas palabras de Michel del Castillo, tras su paso por Auschwitz. Paul Auster, escribiendo la biografía del genial Stephen Crane, hace lo propio con su vida. Escribir sobre otros es escribirse uno mismo. Parece que hubiera estado preparándose todo este tiempo para el empeño que se ha propuesto. Dos años y medio de escritura condensados en un millar de páginas para casi treinta años de la vida de Crane. Que nosotros le dediquemos unas horas será la forma de hacer justicia a este genio precoz y a su más ferviente valedor. No anda desencaminado el lema de la fajilla. En verdad “su vida fue fugaz. Su mito, eterno”. Al fin, por fin.

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Autor: Paul Auster. Título: La llama inmortal de Stephen Crane. Traducción: Benito Gómez Ibáñez. Editorial: Seix Barral. Venta: Todos tus libros, Amazon, Fnac y Casa del Libro.

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