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Historia de un flechazo

Mi teoría de los cinco minutos se enuncia así: cinco minutos son suficientes para saber si un libro nos gusta, una película nos interesa o una persona merece la pena. Conforme pasa el tiempo más científica me parece por las veces que la compruebo.

Cuando a finales de la primavera de 2016 me enteré de la vida que tuvo el relojero José Rodríguez Losada, supe al instante que debía escribir una novela. Era una historia fascinante en la que los personajes, el marco temporal y los acontecimientos históricos me cautivaron. Fue un flechazo. Bastaron cinco minutos. Me sentía como Jim Hawkins cuando encontró el mapa de la isla del tesoro. Me la contó a grandes rasgos un compañero de trabajo durante el desayuno. Atento a lo que decía, se me enfriaron el café y la tostada con aceite. El tiempo se había cancelado a mi alrededor.

Me puse a investigar y encontré un aluvión de artículos que se retroalimentaban en gran medida, muchos además redactados con un inmisericorde corta y pega. Pero el oficio de historiador (con toda su carga artesanal) me permitió empuñar el cedazo para cribar y ejercer de sabueso. Esta vez no tuve necesidad de husmear en archivos (lástima, perderme esa fase burbujeante de desentrañar la historia), y un par de librerías de ocasión me surtieron de las escasas publicaciones rigurosas sobre la vida y obra del relojero protagonista de mi novela. Ya tenía lo necesario. El escritor cazador-recolector regresaba a su campamento satisfecho.

"Losada vivió un intenso amor en su madurez, desempeñó variopintos oficios para salir del hoyo de la pobreza, fue oficial liberal, se enriqueció y se convirtió en el relojero más célebre de Europa, reparó el Big Ben y construyó el reloj de la Puerta del Sol."

La vida del relojero Losada fue tan peliculera que al escribirla vi claro que exigía alternar ritmos pausados con trepidantes, para resaltar el contraste entre la España atrasada de Fernando VII con la Inglaterra de la Revolución Industrial, pero también para contar la teatral persecución policial a la que fue sometido en el Madrid absolutista y su fuga por medio país a uña de caballo. Por consiguiente, el tronco debía ser una novela histórica al que le injertase una rama de thriller. El protagonista es el arquetipo del español que se ve obligado a exiliarse a otro país para vivir en libertad y, a la postre, triunfar. Y lo triste es que cuando alcanzó la cima del éxito, sólo entonces, fue condecorado por la monarquía isabelina y lisonjeado para que volviese a España. Ya era tarde para él. Vivió y quiso morir en Londres. Así se inmunizó contra la envidia y el resentimiento que dejó atrás.

Losada vivió un intenso amor en su madurez, desempeñó variopintos oficios para salir del hoyo de la pobreza, fue oficial liberal, se enriqueció y se convirtió en el relojero más célebre de Europa, reparó el Big Ben, construyó el reloj de la Puerta del Sol a sabiendas de que era la máquina más moderna de su época, mantuvo amistad con el general carlista Cabrera (el sanguinario Tigre del Maestrazgo), con Prim, con el duque de Montpensier y otros compatriotas emigrados. Y en la trastienda de su relojería de Regent Street fundó La Tertulia del Habla Española, donde acudían todos los españoles exiliados o de paso en Londres, y en la que estaba prohibido hablar de política para no discutir. Un siglo y medio después no hemos cambiado tanto.

Aquel material me quemaba entre las manos como carbón ardiendo. En una carpeta de gomas metí a hibernar las notas de lo que hasta entonces tenía en mente, y llené una libreta con notas manuscritas acerca de mi relojero. Datos biográficos, borradores de capítulos, esbozos de personajes secundarios y un carrusel de ideas poblaron las hojas mientras, durante cuatro meses, pensaba cómo plantear la escritura hasta que los engranajes mentales dejaron de chirriar, atascados. Encontré en la doble estructura temporal el abordaje de la novela, lo que me ayudaba a resolver problemas de planteamiento y a conferirle el misterio y la velocidad que quería: a ratos reposada y a ratos veloz, y para crear un Londres victoriano adensado de niebla tóxica debido al humo de las fábricas.

"Al organizar la novela no sólo pensaba en imágenes en cada capítulo, también su estructura se asemejaba a una narración cinematográfica."

Además, me tomé como un reto ambientar una novela en el siglo XIX. Por razones que se me escapan, ese siglo es casi un desierto literario en la novelística histórica española de los últimos años (las excepciones son habas contadas). Quizá la apabullante obra galdosiana de los Episodios Nacionales haya disuadido a los escritores. O tal vez los editores, hasta ahora, recelasen de publicar novelas situadas en esa época por considerar que lo que se escribiese debía de tener un indefectible aire a lo Jane Austen. El caso es que Penélope Acero, mi editora en Edhasa, vio claro el potencial de la historia. Ella, a diferencia de San Pablo, no tuvo que caerse del caballo a pique de descalabrarse tras ver la luz. Entendió que en el XIX arrancan los modos de vida y formas de entender el mundo de nuestra época. Ésa era, entre otras cosas, la energía motriz de la novela.

El mundo de la relojería era muy importante en la trama, y yo estaba familiarizado desde pequeño con la utilería y las técnicas de los viejos relojeros. Era una ventaja. La sonería de los antañones relojes de pared era mi magdalena proustiana.

Mi padre tenía un amigo singular, un manitas que reponía las lágrimas desprendidas de las Dolorosas barrocas de Semana Santa con lágrimas manufacturadas con metacrilato. También reparaba rejas de forja y restauraba cascos de soldado romano. De los romanos que salían en procesión en Semana Santa a finales del siglo XIX.

Cuando se desmoronaban viejas tumbas del cementerio de San Eufrasio de Jaén y aparecía alguna de un romano semanasantero, los sepultureros, sabedores de la afición chamarilera de este hombre, lo llamaban y, a cambio de una propinilla, le daban el casco, abollado y deslustrado. Él dejaba niquelados los yelmos de plumeros despeluchados y los exponía en su casa, ocultándole a su mujer el origen, claro. Pues bien, entre las aficiones de este amigo paterno estaba la relojería. También arreglaba antiguos relojes descacharrados.

"Me gusta plantear los escenarios de las novelas como un director de cine que busca localizaciones sin reparar en gastos de producción. Sin miserias."

Cuando algunos de los relojes decimonónicos que había en mi casa se averiaban, mi padre llamaba a su amigo y éste acudía como un médico del tiempo, con un maletín negro repleto de instrumental, aceite para los engranajes y piececitas canibalizadas de relojes destripados. Era parco en palabras, pero explicaba con precisión cómo los arreglaba. El recuerdo de aquellas intervenciones quirúrgicas que resanaban los relojes y el olor aceitado de su maquinaria me sirvieron, en varios capítulos, para ambientar la vida del relojero y entender aquel oficio riguroso de quienes amaban aquellas máquinas.

Me gusta plantear los escenarios de las novelas como un director de cine que busca localizaciones sin reparar en gastos de producción. Sin miserias. Madrid y Londres eran ciudades cruciales en la narración, de modo que para deambular por ellas con solvencia viajando en el tiempo me hice con planos del siglo XIX de ambas capitales, leí con profusión artículos y monografías históricas sobre aspectos que me interesaban, busqué y estudié numerosas fotos de la época (un placer recobrado, pues mi ya lejana tesis doctoral se centró en la historia de la fotografía), y releí con fruición a Dickens y a Galdós quedando de nuevo epatado y deslumbrado por su literatura, como si un foco me apuntase a la cara en plena madrugada. Y vi numerosas películas, porque la literatura y el Séptimo Arte están machihembrados. Me chupé distintas adaptaciones de Charles Dickens a la gran pantalla (alguna de Oliver Twist es grandiosa), y diferentes cintas ambientadas en la Inglaterra y España decimonónicas. Con ello completé mi viaje en el tiempo, porque para el novelista es vital pensar en términos históricos, aquéllos que estaban vigentes en la época sobre la que escribe.

"La fortuita idea por parte de Losada de la construcción del reloj de la Puerta del Sol para ser regalado a los madrileños en 1866 me pareció algo tan hermoso, que se convirtió en uno de los ejes del libro."

Al organizar la novela no sólo pensaba en imágenes en cada capítulo, también su estructura se asemejaba a una narración cinematográfica. La diseñé al estilo del montador de una película para que los dos tiempos históricos que se alternan en ella ayudaran a mantener el ritmo en todo momento, sabiendo cuándo llegaba el clímax y en qué momento el lector debía escuchar la banda sonora apropiada para cada escena. Concibo el cine —y la literatura— al estilo de Clint Eastwood, que dice que “las películas deben ser emocionantes”, y como la novela es sobre todo la historia de un hombre contra su destino, para imbuirme del estado emocional que necesitaba al teclear, volví a ver algunas películas de John Ford, para conmoverme con la épica de hombres normales sometidos a circunstancias extraordinarias. Con lo cual, no sólo la fase de documentación me resultó gratificante. La de escritura también lo fue. Si no, cómo explicar que durante el otoño e invierno, al salir andando de mi casa al trabajo, los amaneceres tras los montes de Sierra Mágina se me antojaban rodados en cinemascope, con una belleza fílmica, preludio de aventuras en Monument Valley.

La fortuita idea por parte de Losada de la construcción del reloj de la Puerta del Sol para ser regalado a los madrileños en 1866 me pareció algo tan hermoso, que se convirtió en uno de los ejes del libro. Y las fotos antiguas que manejé de dicha plaza madrileña pulsaron el interruptor de mi memoria. A la desaparecida librería San Martín que había en la Puerta del Sol me llevaba mi padre desde pequeño cuando viajábamos a Madrid. Entrar en ella era penetrar en un batiscafo y sumergirse en el mar del tiempo. El escaparate frente al que asesinaron a Canalejas mientras miraba las novedades literarias, los anaqueles atestados de libros, la luz penumbrosa y el olor a madera antigua y resobada son fogonazos de memoria que asocio al dulce vicio de la lectura inculcado por mi padre. Todavía conservo libros de historia de aquella librería fagocitada por el olvido que, al hojearlos, hacen sonar en mí un carillón de recuerdos.

Como los cuartos que preceden a las campanadas de Noche Vieja del reloj de la Puerta del Sol.

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Autor: Emilio Lara. Título: El relojero de la Puerta del Sol. Editorial: Edhasa. Venta: Amazon, Fnac y Casa del libro

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