Los relatos de Bajo dos banderas están ambientados entre 1777 y 1788, años en los que el gobernador de la Louisiana española, Bernardo de Gálvez, se enfrentó en diversas operaciones militares a los británicos y a varias tribus indias en el sureste de lo que hoy es Estados Unidos, con los franceses y los recién independizados estadounidenses como participantes adicionales. La captura de Fort Bute, las batallas de Baton Rouge, del lago Pontchartrain, de Fort Charlotte y de Mobile, culminando en el asedio y toma de Pensacola, en Florida, son el marco histórico en el que transcurren las doce breve historias contadas por cada uno de los autores reclutados para esta campaña por Arturo Pérez-Reverte, además de la ilustración de la portada, obra del «pintor de batallas» Augusto Ferrer-Dalmau.
Los relatos tienen una extensión de unas veinte páginas cada uno, y lo primero que puede decirse de ellos es que reflejan claramente, y en algunos de casos de manera muy acusada, los rasgos literarios de cada uno de sus autores, siendo todos y cada uno dignísimos hijos suyos. Por ejemplo, quien abre fuego, Juan Eslava Galán, nos presenta un texto epistolar dirigido al pintor Francisco de Goya, enviado por un droguero de Mobile (Alabama) en 1784, reivindicando las bondades de su tinte grana, y contando de paso las penalidades que pasa para cumplir con su trabajo en una tierra aún sin domesticar y escenario de batallas entre varias naciones europeas e indígenas, que a ratos recuerda las conmovedoras aventuras de su mítico En busca del unicornio. «Ya se puede imaginar Vd. en qué peligros se mete el que por servirle cruza el mar océano estando como está el Rey Nuestro Señor, que Dios Guarde, en guerra con el inglés».
Agustín Fernández Mallo, por su parte, construye en El hilo del oro uno de sus intrincados viajes conceptuales en red, donde se entrelazan un huracán en 1779, la foto de una boda cuáquera, un pañuelo con las letras MJSR, que puede haber pertenecido a Fray Junípero Serra o a una abogada de Oregón, y una película de Jim Jarmusch. «Me he percatado de que el travelling de la ciudad de Nueva Orleans con el que arranca esa película es el mismo itinerario que hace siete días hemos hecho nosotros, exactamente el mismo, la única diferencia es que en la película ellos van en coche descapotable y nosotros en barcazas». Arturo Pérez-Reverte, en La cabellera, no se anda con chiquitas desde el principio: «No los habíamos visto. Ni olerlos, siquiera, hasta que nos dispararon casi a bocajarro desde ambas orillas del arroyo. Pam, pam, pam, sonaba. Como lo cuento. Humo de pólvora y moscardones de plomo zurreaban por todas partes, dando chasquidos siniestros al pegar en carne». Otra vez, como ha ocurrido siempre, buenos vasallos carentes de buenos señores se encuentran a sí mismos vendiendo su piel cara, cuerpo a cuerpo, en una escena de retirada desesperada que continúa la tradición revertiana de La sombra del águila y tiene poco que envidiar a Ojos azules. «Veinticuatro, contando el sargento. Todos a la cazuela».
Metidos en harina propiamente guerrera, varios otros autores también describen escenas bélicas, tirando de pluma veterana: José María Merino nos presenta al granadero José Vidal, que ve con desazón cómo se aparecen unos barcos ingleses en el horizonte de Mauvilla y va con su auxiliar Periquillo, «un pardo hijo de liberto», en misión de alto peligro a avisar al grueso de tropas españolas en Pensacola, amenazado por caimanes, apaches y hasta por un paisano suyo de las montañas leonesas de Lois. Juan Gómez-Jurado junta a dos marinos en una taberna de Cádiz, contándose mutuamente sus peripecias en el Santísima Trinidad: «Era el navío de línea más grande de la historia de la navegación. Ciento cuarenta cañones, doscientos trece pies de eslora, mil ciento sesenta almas a bordo. Construido en maderas preciosas: Júcar, caguairán, fina caoba. Lo apodaban El Escorial de los mares. El nombre se había vuelto irónico con el tiempo, porque por su lentitud y su pesadez, había quien insinuaba que navegaba con la soltura de una piedra. Una piedra muy cara y muy grande».
Emilio Lara abunda en el tema marino, a bordo de la fragata San Antonio un año después de Pensacola, junto a Perico Pelao, un chaval cartagenero de catorce años que a sus años ya «había conocido cosas sorprendentes: cielos cuajados de luceros, frutas tropicales de sabores inexplicables, tabacos aromáticos, ríos tan anchos como mares y mulatas cuya sonrisa derretía la escarcha. Estaba en la edad en la que cada día era de primavera y la vida una continua aventura». A todo eso pronto añadirá cañonazos en las Bahamas. Cierra el trío naval Lorenzo Silva, con un trío de Hugos de Moncada enfrentados a la Pérfida en diferentes generaciones. «Piensa el oficial Hugo Moncada, mientras mira el puerto de Brest este día aciago de septiembre de 1779 —desde la altura del barco de cuya dotación forma parte, el Santísima Trinidad, una descomunal fortaleza de los mares que regresa sin haber servido para su fin—, que cuando a uno se le niega ser parte del empeño coronado por la victoria es preferible no sobrevivir a la derrota y quedar, como sus antepasados, fijado en la memoria de un glorioso hecho de armas. Piensa, también, que hay algo maléfico e injusto en la manera en que los ingleses prevalecen siempre sobre los suyos, con la ayuda inestimable de las tormentas, las calamidades y los errores de dirección y de alianzas que una y otra vez estorban a los españoles y vuelven inútil su valor». Sin embargo, no todo serán derrotas para los Moncada. La Armada española a veces sí resultó invencible.
En este fresco pintado a veinticuatro manos también se varía el punto de vista con frecuencia. Espido Freire, en Los hombres con suerte, ofrece la historia desde la experiencia de los indios que veían sus tierras inundadas de rostros pálidos con naves, armas y monturas extrañas que a su vez se tienen enconado rencor entre sí y que al parecer tienen una gran cantidad de jefes y de subjefes: «Los españoles nos cuentan que nos liberarán pronto si somos sus amigos y los de los americanos, y luchamos contra los ingleses. Después de dos noches encerrados, hemos dicho que sí. Ahora aguardamos en el patio a que el Gran Hombre, el Dueño de la Tierra Gálvez venga a nuestro encuentro». Las tribus indias son codiciados aliados para los recién llegados, y tomándoselo con filosofía, el anónimo relator concluye que «todos quieren cabelleras, mientras no sean la de su pueblo». Cristina López Barrio se pone en la piel de Juan de Miralles y Trayllón, comisionado del rey de España en el Congreso Continental de hombres intrépidos que luchaban por liberarse del dominio de los ingleses; la realidad se le hizo más clara que nunca y todo lo que creía ser lo resumió en tres palabras invisibles: comerciante, negrero, espía». Herido de gravedad, tiene en su poder un mensaje importante para Gálvez que ha de ser entregado urgentemente. Clara Sánchez da un paso más y en La agente 355 habla por boca del propio Gálvez, que acude a una reunión con el famoso Culper Ring, la red de espías rebelde que trabaja con ahínco para asentar la independencia estadounidense contra el todavía enemigo común, los británicos. Una de las criadas de la casa, Anna Strong, será quien tenga una gran idea, digna de las más ingeniosas que hasta entonces había tramado el grupo para inventarse claves y pasarse mensajes bajo las narices inglesas.
Hablando de mujeres, el punto de vista femenino también está representado. Susana Fortes escribe las cosas desde el punto de vista de Rosaura María Oliveira, «una mulata martiniqueña, de hombros altos y andares pacíficos, diestra en el manejo de los fogones, de unos cuarenta años bien cuajados, los tres últimos como cocinera en la casa principal de la villa, residencia habitual de Don Bernardo de Gálvez». Es 1779, y por aquella casa de Nueva Orleans pasan muchos visitantes, muchos rumores sobre un ataque británico, algún que otro huracán y mucho miedo por el futuro de sus hijos, Jeremiah y Nathaniel, este último ya casi en edad militar. Otra mujer protagoniza el relato de Luz Gabás, Tú sola, enfocado sobre la esposa del gobernador Gálvez, Marie Felicité de Saint-Maxent d’Estrehan, y sobre la ciudad de Nueva Orleans, personificada en autora de su propia carta: «He recibido amigos de muchas culturas y me he visto obligada luego a despedirme de ellos. Me han hablado en español, en francés, en inglés, en alemán y en las lenguas de los indios chactás y de los talapuches. Se han enamorado de mí criollos, canadienses, cajunes, esclavos y militares y civiles europeos. He sufrido de fiebre amarilla, malaria y viruela. He sobrevivido a huracanes e inundaciones… Y no fue hasta hace unos meses que conocí el horror en mis propias carnes, hasta el extremo de sentirme tremendamente débil y acabada. El fuego, Felicitas. Cómo devora».
El conjunto, cerrado por una cronología de aquellos años recopilada por Eslava Galán, es un intento de gran interés para iluminar desde lo literario unos pasajes de la historia española y norteamericana que a muchos lectores les pueden haber pasado inadvertidos, especialmente ahora que la ciudad de Pensacola acaba de erigir una estatua a Bernardo de Gálvez.
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Título: Bajo dos banderas. Autores: Juan Eslava Galán, Espido Freire, Agustín Fernández Mallo, Susana Fortes, Luz Gabás, Juan Gómez-Jurado, Emilio Lara, Cristina López Barrio, José María Merino, Arturo Pérez-Reverte, Clara Sánchez y Lorenzo Silva. Editado por Zenda con el patrocinio de Iberdrola. Descarga gratuita: Amazon y Kobo.
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