Los que estamos en Zenda desde el inicio de los tiempos (un año en la escala habitual, siglos en la emocional) hemos podido sentir cómo progresaba a ojos vistas el proyecto, a la vez que pasamos de leerlo todo a navegar con incertidumbre por el implacable crescendo de los contenidos, tan variados e interesantes. Algo inevitable, claro, pero produce una cierta inquietud no estar seguro de haber visto todo lo que se ha publicado aquí del escritor argentino Jorge Fernández Díaz, o el completo de las entrevistas de Karina, los jueves de Munárriz, los viajes de M. J. Solano…
Por eso, hubo un momento de duda cuando nos preguntamos si se había reseñado El siglo de la Revolución de Josep Fontana. No lo habíamos registrado en la memoria, y tenía que ser un despiste, porque parecía imposible que uno de los libros imprescindibles del año quedara sin referencia en esta página, tan favorecedora de los ingenios. Utilizamos la función de búsqueda y, en efecto, nada salió. Así que, a pesar de no ser nuestro tema, tomamos una decisión: salvar el honor de Zenda supliendo este estrago con la mejor de las voluntades. Y contando con que la reconocida benevolencia del profesor Fontana perdonará la osadía de que este aficionado sustituya –o profane- con sus ligeros comentarios lo que debía ser una recensión en toda regla, a la altura de los altos merecimientos del libro.
Diremos en nuestro descargo que además servirá para pagar la deuda de gratitud contraída con el profesor Fontana en el lejanísimo 1982, aquellos mis verdes años, cuando leímos su Historia, análisis del pasado y proyecto social (editorial Crítica), la obra que nos enseñó, primero, a amar la Historia; después, a reconocer las claves para interpretarla. Qué decir, sino que la musa Clío sobrevolaba cada una de sus elocuentes páginas.
Recordamos bien, sin tener que ir a la estantería a recuperarlo, que esta Historia, a modo de prólogo, se abría con un dibujo de Perich, seguramente sacado de algún número del inolvidable Hermano Lobo, donde un atribulado estudiante se preguntaba por qué en Matemáticas le exigían que no diera nada por cierto y todo lo demostrara, mientras que para la asignatura de Historia le pedían exactamente lo contrario.
Y es que los libros de historia deberían llevar un prospecto, como las medicinas, donde se informara de sus peligros y contraindicaciones, pues bajo la capa de estos saberes se pueden y hasta suelen esconder verdaderas serpientes. Aquí, en nuestro país, tenemos excelentes ejemplos de la manipulación más encanallada: periodistas radiofónicos chillones, libelistas profesionales, incluso un antiguo miembro de una organización terrorista, compiten en sacar tres o cuatro libros clónicos cada año con el monotema de responsabilizar a la Segunda República de su propio derrocamiento, porque, ya se sabe, Franco era un pacifista que pasaba por ahí y —muy a su pesar— no tuvo más remedio que dar un golpe militar y luego quedarse cuarenta años.
Me dirán que estos libelos no pueden considerarse tratados de historia, ni hay en el mundo departamento de universidad o biblioteca especializada que los tenga en sus anaqueles. Así es, en efecto. Pero tienen una parroquia fiel, sobre todo en esas edades donde la conexión entre las neuronas va perdiendo su natural plasticidad. Porque, ¿hay algo más placentero para un español que le digan exactamente lo que quiere oír? ¿Algo más gustoso que refocilarse en los propios desvaríos? No en vano aquí hemos inventado lo de cargarse de razón, porque tener razón solo no nos parece suficiente. Aunque sea, como en este caso, la razón de la sinrazón que a la razón se hace…
Se nos perdonará esta digresión que quizá sea extensa, pero no inoportuna. La moraleja es clara: hay que tener siempre a mano, además del médico y el abogado de confianza, alguien equivalente cuando de comprar un libro de historia se trate. Una persona con conocimiento y criterio —entiéndase, ideología— a la que preguntar. Sobra decir que el criterio tiene que ser de nuestro gusto, porque en estas cuestiones no hay equidistancia ni neutralidad posible. Y la cosa es así desde que Heródoto la inventó.
El profesor Fontana ya nos regaló en 2011 una obra hermana de la que ahora queremos comentar. Hablamos de Por el bien del Imperio. Una historia del mundo desde 1945, que sirvió de inmejorable cartel de presentación de la editorial Pasado & Presente, y también de auspicioso augurio de lo que quedaba por venir.
El siglo de la Revolución mantiene el modelo, pero ampliado en el tiempo. Parte del inicio fáctico de la centuria, la Primera Guerra Mundial, y cierra recogiendo la elección de Trump como presidente de Estados Unidos. No es un ensayo, más bien habría que clasificarlo como manual, u obra didáctica; en cualquier caso, resulta imposible imaginar un libro mejor concebido y ejecutado, pensando en un lector formado pero no especialista, que se sumerge en una historia vivida o muy cercana… porque este siglo XX es el nuestro. Para los que tenemos cierta edad, nos permite refrescar parte de nuestros recuerdos, organizarlos con sentido y relacionarlos; para los que nacieron con el cambio del milenio, descubrir los fundamentos que mueven los hilos de la compleja realidad actual.
Apuntábamos arriba a conocimiento y criterio como las categorías que conviene controlar para que la lectura de Historia sea provechosa. En Por el bien del Imperio y El siglo de la Revolución el conocimiento rebosa, está en el ingente material manejado, exprimido y admirablemente sintetizado. Y el criterio se marca desde los mismos títulos.
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Título: El siglo de la Revolución. Una historia del mundo desde 1914. Autor: Josep Fontana. Editorial: Crítica. Venta: Amazon y Fnac
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