(Imagen de portada de Khimera, de César Pérez Gellida)
La cantidad de información crecía mucho más deprisa que la capacidad humana de decidir qué hacer con ella, o de discernir la información útil de las medias verdades. Paradójicamente, el aumento del conocimiento compartido se tradujo en un aislamiento creciente entre las diversas realidades nacionales y religiosas. Nuestra reacción instintiva ante un “exceso de información” consiste en abordarla de forma selectiva. Así, elegimos las partes que nos gustan e ignoramos el resto, y convertimos en aliados a quienes han hecho las mismas elecciones que nosotros y en enemigos a los demás.
Así describe el impacto de la imprenta a finales del siglo XV y principios del XVI el estadístico Nate Silver en la introducción de su libro La señal y el ruido (Ed. Península 2014). La consecuencia, según el autor, fueron las guerras que arrasaron Europa tras la Reforma Protestante. Ahora que resulta bastante fácil pronosticar un futuro apocalíptico con la culminación del fenómeno troll en forma de nuevo presidente en los Estados Unidos, los análisis que presentan un futuro incierto empiezan a hacerse un hueco entre la marabunta informativa. Hasta ahora estaban relegados a los libros de historia y a la ficción.
Hay muchos modos de comprender el presente y anticipar lo que viene. Uno es mirar al pasado en busca de datos, como hace Nate Silver. George Orwell es uno de los autores más citados últimamente, suyas son unas palabras tan a la última como las que siguen, incluidas en Mi guerra civil española:
Ya de joven me había fijado en que ningún periódico cuenta nunca con fidelidad cómo suceden las cosas, pero en España vi por primera vez noticias de prensa que no tenían ninguna relación con los hechos, ni siquiera la relación que se presupone en una mentira corriente. (…) En realidad vi que la historia se estaba escribiendo no desde el punto de vista de lo que había ocurrido, sino desde el punto de vista de lo que tenía que haber ocurrido según las distintas “líneas de partido”.
El británico llamó mentira a lo que ahora llamamos posverdad. No es de extrañar que de esa experiencia vital Orwell extrajera conclusiones para 1984, una obra de ficción a la que recurren hoy en día muchos comentaristas políticos como si fueran las cuartetas de Nostradamus. En la proyección novelada del futuro hay sin duda grandes pistas de lo que nos depararán las próximas décadas, ya sea porque hay autores con gran capacidad para anticipar escenarios gracias a su imaginación y a una documentación rigurosa o por pura chiripa.
En Khimera (Suma, 2015), el habitante de Zenda César Pérez Gellida describió el futuro a medio plazo como una sociedad dividida entre los habitantes de las colmenas situadas en las afueras de los núcleos urbanos, los afortunados residentes en los cinturones de viviendas cercanas al centro y los moradores de espacios alejados de las grandes ciudades. Eso es casi presente. En la novela se describen más situaciones que, sin duda, acabarán siendo hechos en el futuro inmediato. Dentro de unos pocos años, si seguimos vivos, lo comprobaremos.
En todo caso, la ficción, que tan bien proyecta el futuro en algunas ocasiones, tiene un problema. Todos los autores que imaginan el porvenir tienden a construir siempre un personaje inteligente, perverso, conspirador, poderoso, capaz de orientar el cambio arrimando el ascua a su sardina. Es lógico, tiene sentido narrativo. Sin embargo, los historiadores del futuro, si son honestos, hablarán de un conjunto de humanos tomando decisiones absurdas de las que sacaron provecho algunos espabilados como Trump. No creo que sea así, es más fácil culpar a una sola persona de lo que sucede que admitir que es cuestión de género, humano, el tropezar con la misma piedra. Y no será porque los libros de historia y las novelas no avisan con tiempo.
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