El final del día es una hora mágica en Ramacastañas, como en muchos otros lugares, especialmente en otoño. El sol se ha colocado poco a poco a la altura de chopos, fresnos y alisos, dorando sus hojas teñidas de amarillos, rojos y marrones, preparadas para despedir el año con un último esfuerzo antes de caer al suelo. A esa hora la temperatura ya da visos de helada y la cabaña se prepara para afrontarla.
Es pequeña, poco más de 40 metros cuadrados en un rectángulo a dos aguas con tejado verde y paredes cubiertas de hiedra. Se construyó agazapada entre árboles ancianos y enormes, sencilla y sin pretensiones pero capaz de ofrecer el confort de un buen abrazo.
Lucas hace un rato que me mira desde fuera, insistiendo tercamente para entrar. Me empeño en que, una vez en el campo, mi labrador disfrute del exterior, pero es irremediablemente urbanita y, después de a mi lado, lo que más le apetece es pegarse a la chimenea y sentir su pelo rubio calentarse tras haberse tirado al río a nadar cada vez que nos hemos acercado a él. Los labradores son así. Medio perros, medio peces y todo humanidad.
Le devuelvo la mirada y no puedo evitar acariciar su cráneo grande mientras cierra los ojos con placer.
—Vamos —le digo al abrir la puerta, y, pese a que hace años que es sordo, mueve su rabo con alegría al comprender que la hora del descanso ha llegado.
Enseguida se coloca frente a la chimenea, que crepita alegremente, calentando su lomo y toda la pequeña estancia.
Lo miro y me dispongo a iniciar, yo también, el momento más relajante del día.
Abro mi ordenador y retomo las historias de gente que inventé hace poco, inspirada en otra que conozco desde hace años. Soy su padre y los quiero a todos, a los héroes, las mujeres fuertes y valientes, los ancianos resolutivos, pero también a los que desde el principio enseñé a odiar infinitamente mejor que yo, incluso a los que se equivocan irremediablemente, incluso a los que actúan al revés de como deberían. Y las páginas se van llenando poco a poco, sin que el tiempo exista, sin darme cuenta de que la noche se ha cerrado sobre la pequeña cabaña que habito y que las velas que la iluminan se consumen poco a poco al tiempo que alargan sus llamas, dorando las paredes igual que hacía el sol con los árboles de aquel rincón de la ladera sur de Gredos, mientras mi labrador rubio, demasiado gordo, demasiado sordo, demasiado bueno, ronca como un cerdito.
Levanto la vista del teclado unos segundos, volviendo a la realidad que me rodea, la que, con su ausencia de televisión, de ruidos y de distracciones, ha propiciado que volcase sobre un papel las historias que almacenaba en mi cabeza desde niño, las mismas que me contaban en casa, las mismas que han hecho que este libro creciera y se adentrase en la ficción que imagino. Y cuando vuelvo al papel, de nuevo, no importa dónde esté, porque mi cabeza, como cuando leo, vuelve a las páginas, paisajes, gentes y aventuras de El Heredero.
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Autor: Rafael Tarradas Bultó. Título: El Heredero. Editorial: Espasa. Venta: Amazon, Fnac y Casa del Libro.
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