El deseo constante de morir, y de seguir resistiendo; solo eso es el amor.
(Diarios 1910-1923, Franz Kafka)
Cuando jugábamos a poner nombres a nuestros futuros hijos, me inventaba palabras con un significado mitológico. Overgeliana, diosa de la historia, mezcla de sangre y cielo, a la que se le debe el color púrpura de la berenjena. ¿No te gusta? Me mirabas incrédula, yo fingía seriedad hasta que explotábamos de risa. Eran nombres imposibles, como nosotros. Ahora que ha pasado mucho tiempo y que voy a ser padre, puedo ser honesto conmigo mismo y pensar en un nombre real.
¿Recuerdas aquella noche cuando me llamaste hace cuatro años? Tu pregunta bordeó el tiempo, ¿qué haces?, como si nos hubiésemos despedido ayer; siempre iniciabas así las llamadas. Te hablé de las charlas que daría sobre liderazgo en Barcelona. Todo va bien, decía, con ese entusiasmo del que sabe separarse de su cuerpo. En ese momento solo deseaba coger un vuelo y llamar a tu puerta. Callamos creyendo sobrevivir, pero perecemos en los silencios. El miedo lo explica todo. Te hablé de la última aplicación que había lanzado, me viste por redes sociales; cuando me grabaron sólo pensé en eso, en que me vieras y me llamaras. Mis ganas de tu atención, una vez más, supe disimularlas. Estabas en Madrid visitando a la familia, podríamos vernos, dijiste.
Tenía que hablar varios días ante un público incómodo, iba para ser exprimido, algo que deseaba. La adrenalina del antes y del después me dejaba seco. Había ganado bastante con la aplicación, y aquella gente trajeada quería conocer los secretos del dinero. Ellos eran mis semejantes, camuflándonos en el poder o en su promesa como narcótico. Las noches y el dinero son para personas exiliadas del amor. Desvelaría algunos secretos durante esas charlas, pero el más importante, mi añoranza de tu cuerpo, ese siempre me empujaba desde el silencio. ¿Te imaginas que hubiese dicho ante el público: estoy aquí porque no sé amar, lo que ustedes piensan que es el éxito constituye mi mayor fracaso?
Algunos tomaban notas bajo una enorme araña que iluminaba la sala del palacio donde mi voz se dispersaba segura y firme. Contigo temblaba. Me prestaron un traje azul que me apretaba y con el dinero de las dietas alquilé una habitación, la más barata que encontré. No sé gastar para mí. ¿Recuerdas la bolsa de pipas mientras jugábamos a las cartas tirados en la hierba? El valor de las cosas lo mido comparándolas con aquellas cáscaras de pipas.
La pensión donde me alojaba tenía un futón, como esos donde dábamos volteretas en la clase de gimnasia, a ras del suelo. Había familias de cucarachas cruzando el suelo, pero estaban educadas, no se subían al futón, que estaba vestido con una sábana amarilla y una colcha de esas que se olvidan en las casas de pueblo. Compartía el baño con el resto de inquilinos, que alquilaban compañías, y mientras repasaba mi charla de madrugada les escuchaba gemir, sacando los demonios primitivos que duermen bajo el abdomen.
Cuando me llamaste, tampoco te lo conté, pero estaba tomando una cerveza y fumando en un banco estampado de heces blanquecinas de paloma. Era uno de esos parques anecdóticos del Raval: mientras hablaba contigo y me vacilabas, y yo reía como no lo hacía desde la última vez que nos vimos, había dos personas calentando un papel de aluminio escondidos en una caseta infantil con tobogán. La luz del mechero anticipaba sus calaveras. Les miraba con envidia mientras escuchaba tu voz a miles de kilómetros, y pensaba en las caricias que de vez en cuando nos rescataban. Yo nunca te llamé, ya ves, cosas del ego. Envidiaba a esos heroinómanos porque tenían agallas para autodestruirse, yo me validaba a través de otros cuando sólo buscaba que fuésemos cáscaras de pipas. Regresaré a Madrid en unos días, te dije.
Intenté frotarme el frío con otros cuerpos, y uno de ellos tenía algo de tu alegría, algo de tu mirada, el iris como una galaxia en expansión entre el verde y el azul, tu olor en la axila y tu tacto en los largos dedos. Será la madre de nuestra hija. ¿Recuerdas cuando viniste a buscarme a la estación? Cenamos en nuestro restaurante y después nos desnudamos en el coche como los niños que siempre hemos sido. Lo hicimos sin protección, algo que nunca habíamos hecho antes. Solo espero educar a mi hija para que tenga la valentía de luchar por la alegría. Se llamará como tú.
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Demasiadas birras.