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Historias de editoriales (IV): Mi amigo y editor

Historias de editoriales (IV): Mi amigo y editor

La editorial se había quedado sin personal ―recordemos: se había «desintegrado»―, aunque desconocía que lo tuviera más allá del gerente y el propio editor/dueño/amo. Por lo que sabía, la mujer del gerente estaba ayudando por amistad ante el desbordamiento de la situación.

"La víspera de la charla en El Corte Inglés, supe que el tan cacareado guionista de la televisión valenciana no tenía ni idea de quién era yo"

En mi último intercambio de correos con el editor, había aparecido la posibilidad de rescindir el contrato. Pasé momentos de duda, no quería volver a verme «en la calle». Igual estaba siendo una exagerada, igual mis aspiraciones eran absurdas para una autora novel, igual eso era habitual en editoriales pequeñas… Volver a la nada se me hacía duro, así que intenté reconducir el tema. Respiré hondo y le escribí con el mejor talante que pude, echando mano de mi pasado como consultora de empresas: le di algunas pautas, cosas que podía hacer para reorganizarse, además de hacerle ver que cada uno tenía sus circunstancias personales y no podían interferir con el funcionamiento de la editorial.

¡Qué has dicho! ¡Me ofreció trabajo en la editorial!

El correo, resumido, decía: «¿Estarías dispuesta a ayudarnos en la organización y cuadro de mandos tan necesario para dirigir una empresa? (…)  si te parece, y para que estés al cabo de todo, te pido por favor estudies la posibilidad, de aunque sea media jornada, nos ayudes a resolver los pequeños problemas que tenemos de organización, lo cual redundaría en beneficio de todos, por supuesto cobrando tus emolumentos». Cobrando mis emolumentos, faltaría más. Como las monjitas. Como el impresor. Como el gerente… E insistió en que fuera a la presentación de mi compañero en Madrid: «Escríbeme y confírmame que al menos vienes a Madrid, hazlo por mí, te lo agradecería, quisiera disfrutaras con nosotros, pues no te olvides que tengo un carácter patriarcal y deseo a toda costa seamos una familia, pues así nos sentiremos todos bien y no habrán malas interpretaciones». Yo no quería una familia, ya tenía una, escasa, pero suficiente. Solo quería un editor, pequeñito, modesto, pero normal y corriente, del montón. Alguien sin sorpresas, como la última que cerraba este correo: me avisaba amablemente de que no intentara llamarle, ya no podía hablar por teléfono porque se le había caído a la bañera…

Como comenté en el artículo anterior, tenía pendiente una charla en el Corte Inglés para la que V. me había conseguido un presentador, en sus propias palabras, de postín. La víspera del día D supe que el tan cacareado guionista de la televisión valenciana, gracias al cual el evento sería un éxito indiscutible, no tenía ni idea de quién era yo, ni de la existencia de mi novela, ni de que tuviera que ir a ninguna presentación. A esas alturas me entraba la risa floja, no me quedaban fuerzas para indignarme. De nuevo, como ante cada problema con la editorial, improvisé presentador, echando mano de los amigos ―un finalista del premio Nadal que además es buen amigo y escritor, Joaquín Huguet―, me disculpé ante el CI que reaccionó rápido y cambió la cartelería, y volví a salir del paso. No había forma de bajar de la montaña rusa.

"De los muchos temas sin resolver uno de los graves era el del número de teléfono de la editorial. Seguía siendo el de la gasolinera familiar y quien llamaba se encontraba con que contestaba una empresa de combustible"

Para final de febrero, los libros distribuidos se habían vendido en su casi totalidad. En la mayoría de librerías estaba agotado, mas, como era de suponer, el impresor se negaba a entregar los dos mil restantes si no le pagaban los anteriores, algo que yo no veía plausible. El veintiuno de marzo tenía prevista la asistencia a unas jornadas literarias en Málaga a las que me habían invitado y donde se incluía presentación y firma ―nada que ver con las que comentaba no hace mucho Alberto Olmos en su columna―. ¿Qué iba a firmar si no había libros? De no haberlos, no tenía sentido ir, más teniendo en cuenta que el viaje lo pagaba yo, no así la estancia ―en un curioso hotel en un polígono industrial― que la pagaban los organizadores.

Recurrí a mi particular teléfono de la esperanza: el gerente. A pesar de sus escasos poderes y campo de acción, se devanaba los sesos para solucionar, al margen del editor, cada problema que yo le planteaba. De los muchos temas sin resolver uno de los graves era el del número de teléfono de la editorial. Seguía siendo el de la gasolinera familiar y quien llamaba se encontraba con que contestaba una empresa de combustible. Cuando alguien me preguntaba se me iba el color. Para V. debía de tener su lógica: el producto de ambos negocios acababa quemado. Y así se mantuvo hasta primeros de marzo.

"Sin libros no había ferias. Los ejemplares distribuidos habían volado y los restantes permanecían secuestrados por el impresor, atrincherado frente al impago de los anteriores"

Mientras los ejemplares restantes de la novela seguían en el aire, aparecían reseñas en foros literarios y páginas como la de Anika entre libros, todas ellas muy esperanzadoras.

Por un lado me ayudaba para mantenerme a flote, por otro me producía una sensación grande de frustración. La corriente contra la que remaba era más fuerte que yo. Para mi sorpresa, el añorado Martín Expósito me contactó por Facebook para entrevistarme en la Rosa de los Vientos. Los medios valencianos comenzaban a moverse a fuerza del boca-oreja, aunque ―salvo alguna excepción― el foco de atención no lo pusieran en los libros sino en mi faceta más folclórica. Pero como decía aquel, lo importante es que hablen de una. Pero tantos esfuerzos y puertas que se abrían no servirían de nada ante unos libros en vía de extinción. La sorpresa fue que, cuando V. se enteró de mi viaje a Málaga ―no se lo habíamos dicho, ¿para qué?―, se empeñó en acompañarme. Sospechábamos que a su yo escritor le había dado un ataque de celos. Costó quitarle la idea de la cabeza, pero el gerente, que lo conocía bien, lo consiguió. Por aquel entonces supe que eran amigos de muchos años, por eso seguía aguantando aquella situación kafkiana.

Metidos en marzo y solucionada in extremis la distribución para las jornadas de Málaga rapiñando restos en algunas librerías, se avecinaba un nuevo problema: las ferias del libro. Sin libros, no habría feria. Para qué negarlo, en mi ignorancia, me hacía mucha ilusión acudir a mi primera feria. Todavía no sabía cómo era en realidad estar detrás del mostrador de la caseta ―otra experiencia curiosa que relaté en Bienvenidos a la hoguera de vanidades―. Los ejemplares distribuidos habían volado y los restantes ―recuerdo: en contrato solo se mencionaba una edición de dos mil― permanecían secuestrados por el impresor, atrincherado frente al impago de los anteriores.

"Algún asistente me preguntaba por qué costaba tanto encontrar mi libro y, después de hacer dos volteretas y el pino puente sin que entendieran nada de nada (es lo que pretendía), cambiaban de tem."

Gracias al gerente supe también que los tratos con la distribuidora nacional estaban en punto muerto. Al parecer, debían a la editorial unos mil euros ―no los setenta mil de que hablaba V.―; además, las condiciones del contrato ―anterior a su entrada en la editorial― eran muy lesivas para los intereses de la empresa; no entendía como V. lo había firmado. Prefería perder ese dinero y liberarse, que mantenerse atado para cobrarlo. Al parecer tenían muchos ejemplares de la novela del editor de la que se había hecho una tirada enorme para ponerle el sello de best seller.

Entre las medidas que tomó en ese momento, una fue rebajar, por fin, el precio del libro a 22€, como habíamos pactado al inicio de esta locura.

El viaje a Málaga, mi primera salida literaria, fue muy instructivo. Tomé conciencia de aspectos que ignoraba. Esto le escribía a mi confesor/gerente desde allí: «… algunos escritores miran mi libro con recelo, o más bien con cierto aire de superioridad. Me da la impresión de que lo ven como un libro «de chicas», con todo lo peyorativo que le puedas meter al término. Lo compraron «para sus mujeres» (pequeño estudio de marketing)».

Les oía hablar de sus editoriales y alucinaba, incluso con los que no estaban demasiado contentos. Yo era el mudito de la reunión. Algún asistente me preguntaba por qué costaba tanto encontrar mi libro y, después de hacer dos volteretas y el pino puente sin que entendieran nada de nada (es lo que pretendía), cambiaban de tema.

En las jornadas, el libro se vendió muy bien y preguntaron si volvería para la Feria. Otro misterio que habría que resolver. Igual que la firma en Sant Jordi que, al parecer, había ofrecido la distribuidora a pesar del estado comatoso de las relaciones con la editorial. A una semana seguía sin noticias.

"Para mi cumpleaños, después de muchos tiras y afloja, consiguió rescatar quinientos cuarenta y siete libros. Aquello era un parto insufrible; la incertidumbre, constante"

Cada dos días me interesaba por si había algo nuevo, con la sensación de que la editorial agonizaba. Como si enviarles correos o hablar con el gerente mantuviera con vida al enfermo. Quería ponerme a escribir la segunda parte, Las guerras de Elena, pero, con el ánimo por los suelos y la experiencia editorial previa, se me quitaban las ganas. Cuatro días antes de Sant Jordi, el gerente me confirmó que no había ninguna posibilidad de ir: no habría libros. Lo vi desbordado, superado por la última locura de V. que no quiso compartir para evitarme mayores zozobras. Se arrepentía de haberme comentado lo de Barcelona por la decepción que ahora tendría. La buena noticia era que había hablado con el impresor y lo había convencido para liberar parte de los libros. Habían quedado en la imprenta.

La alegría duró una semana. El impresor no tenía intención de entregar los libros mientras no se pusieran al día con los pagos. Solo era una forma de verles la cara y forzar la solución. Como decía el gerente, el Circo V. siempre tenía algún número nuevo. Para mi cumpleaños, después de muchos tiras y afloja, consiguió rescatar quinientos cuarenta y siete libros. Aquello era un parto insufrible; la incertidumbre, constante. Al menos para las ferias habría libros.

"Me ofrecí a llevar los libros en mi maleta, aunque fuera un procedimiento poco ortodoxo. Nada era ortodoxo en Centurione"

Huelga decir que en todo este tiempo no hubo envío de libros promocionales a ningún medio. El plan de marketing se había quedado en un bonito papel. Todavía lo tengo, como una reliquia histórica, con sus planes de expansión por Europa e Hispanoamérica.

Tenía confirmada mi asistencia a la Feria del Libro de Málaga, uno de los pocos sitios donde ―gracias a las jornadas en las que participé en marzo― mi libro había llegado. La aceptación había sido buena y desde Luces y FNAC preguntaron si podría ir. Pues claro, lo que hiciera falta. Llegados a este punto, en mi mente no entraba la posibilidad de una negativa. A cuatro días ―cuatro― de irme a Málaga, llamaron desde allí para decir que no les quedaba ni un solo ejemplar y no había forma de conseguir más.

Cada día recibía una información contradictoria: que la distribuidora iba a enviarlos; que no, que solo para una de las dos casetas; que para ninguna; que me llevarían la caja al aeropuerto para que la llevara yo… El gerente se despidió con la siguiente frase: «No quiero que lo tomes como desánimo, ni mucho menos. Creo que con personas como tú se puede sacar adelante cualquier empresa, lástima no poder estar a tu altura, pero son tantas las limitaciones que ya no sé cómo compensar tu esfuerzo».

Yo me sentía parte de la editorial, aunque solo fuera porque era la máquina de oxígeno a la que seguía conectado El final del ave Fénix. Imbuida de una especie de síndrome de Estocolmo, veía como normal cualquier barbaridad. Me ofrecí a llevar los libros en mi maleta, aunque fuera un procedimiento poco ortodoxo. Nada era ortodoxo en Centurione.

Y al fin, en mayo, la bomba sobre la que vivíamos explotó.

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