En mayo la situación se tornó insostenible ―alguno pensará que ya lo era desde hacía tiempo―. No había forma de reunirse con el editor, más desaparecido incluso que de costumbre. Ni siquiera en la Feria del Libro de Valencia, donde estuvo firmando su novela el primero de mayo, fue posible verle la cara. Estaba anunciado y pasé adrede por la caseta en un intento desesperado de pedirle explicaciones, de aclarar algo. Pregunté por él a los libreros. Se intercambiaron miradas, bajaron la vista, se removieron… Con poco aplomo, negaron haberlo visto. Imaginé que algo sabían de nuestros problemas ―al igual que el gerente, eran amigos de correrías de juventud, algo que une mucho―. Luego supe por ellos que, al vislumbrarme camino de su puesto, se había escondido bajo el mostrador. Mientras les interrogaba, V. estaba allí, agachadito entre las piernas de su viejo amigo y las cajas de libros, y no asomó el pescuezo hasta que le aseguraron que me habían perdido de vista.
La situación llegó a un punto tal que el gerente, por lo general prudente y contemporizador, rompió su silencio y me envió una transcripción casi novelada de una importante reunión que tuvo con su jefe ―con V. y media familia― para solucionar el desastre que se avecinaba.
Según me explicó, la editorial no tenía ningún empleado en nómina, algo indispensable para presentar en Hacienda las cuentas de la empresa; se hacía necesario contratar a alguien. El gerente se armó de valor y se presentó en casa de los padres de V., donde le había emplazado, para tomar decisiones. Cuando llegó, el editor dormitaba. Le recibió su madre, pensando que era la administrativa que también estaban esperando, y entretuvo con amena conversación al gerente, dado que el interesado tardó un buen rato en sacudirse las legañas y aparecer. Cuando por fin iba a sacar los temas que traía en la cartera, entró un nuevo elemento en juego, desconocido para mí hasta ese momento: el hermano del editor, a resultas también escritor y compañero en el catálogo de tan lustrosa editorial.
Al parecer, V. le había editado una tirada de dos mil ejemplares de su novela. Entre los más de cinco mil del propio editor, los dos mil del hermano, los cuatro mil míos y otros tantos de otros tres o cuatro autores, entiendo que el impresor estuviera al borde del colapso. El gerente se enteró en esa reunión doméstica del disgusto del recién llegado con la calidad de la edición; tenía erratas, estaba mal maquetada ―je, je, je― y, oh sorpresa, ya no la quería. Mientras discutían, la madre de ambos continuaba con sus quehaceres dando vueltas alrededor de los reunidos y el padre intentaba ver el partido de fútbol, en un pequeño caos familiar que solo parecía afectar al gerente, cada vez más nervioso.
Según me contó, los hermanos habían llegado al acuerdo de rescindir el contrato editorial para liberarlo y que pudiera sacar su libro en otro sello en las condiciones de calidad que exigía. El gerente no daba crédito, la empresa no podía asumir esa edición directamente a pérdidas teniendo en cuenta su situación. Pero para la visión empresarial de V. los problemas no existían, todo iba estupendamente y podían hacerle ese pequeño favor a su hermano, mientras solucionaban los problemillas con la imprenta.
Cuento esto, que no me afecta, para mostrar el grado de surrealismo al que se había llegado. Imagino que el resto de autores de la editorial tendrán sus propios desastres para contar. No sé cómo acabó este debate. Lo único productivo de la reunión fue que, una vez despabilado V., se aprobó la contratación de la mujer del gerente ―que llevaba tiempo echándole una mano, sin sueldo, e informándome de lo que podía―, a media jornada, para tener al menos un contrato y poder presentar cuentas. Porque la administrativa que yo había visto en alguna ocasión no solo no estaba contratada, sino que tampoco había cobrado nada. Apareció también en la reunión casera para despedirse. Como me dijo V. en una de las escasas conversaciones que tuve con él en aquellos días:
―Con lo que yo la quería, y me deja. Éramos como una familia. ¡Pues no va y me dice que quiere cobrar! Esto sí que no me lo esperaba de ella…
Lo decía en serio, no era ironía. Estaba desolado por tamaña traición y falta de compromiso con la empresa, porque allí todos éramos «familia» y entre familiares esas cosas no se hacen.
Gracias al contrato a media jornada que consiguió arrancarle a V. para su mujer, el gerente al fin pudo cobrar algo, aunque fuera a través de ella, y dejó de «ir acumulando», como le decía V., para cuando llegaran las vacas gordas. Entre las prioridades del gerente ese día también estaba conseguir que le autorizara poderes, algo que llevaba mucho tiempo reclamando.
Por fin fueron al notario, después de casi ocho meses. Y, aunque las atribuciones fueron muy limitadas, menos era nada. El problema fue que, una vez firmados, la notaría no los entregaba. Tras varios viajes interesándose por los papeles, averiguó que, para variar, el editor tenía una deuda considerable acumulada con la notaría, además de otros problemas que no me especificó. Una sutil sensación de misterio sobrevolaba siempre nuestras conversaciones. Ya no indagaba, prefería no saber.
Dos semanas después de la visita a la notaría, sin capacidad de decisión, harto y desesperanzado, el gerente decide abandonar el Titanic. Y, visto que el capitán abandona la nave, no me queda más remedio que asumirlo: la aventura editorial ha terminado.
En junio de 2009 busqué asesoramiento a través de un amigo, Miguel A. León Asuero ―escritor, abogado y muy buena gente―, al que había conocido en las jornadas literarias de Málaga. Urgía rescindir el contrato: V. amenazaba con irse a África a tocar los bongos y desaparecer ―de nuevo, lo de los bongos no es una forma de hablar, es lo que aseguraba que iba a hacer―, en cuyo caso el proceso judicial para recuperar los derechos sobre el libro sería eterno y caro, y no podría hacer nada con él.
Era el principio del fin de mi sueño ―eso pensaba entonces, no imaginaba que diez años después seguiría vendiéndose y llevaría cuatro ediciones diferentes a cuestas, más las digitales―. Estaba desolada, hundida. Quien haya leído la novela seguro que entiende por qué, aunque imagino que sería el sentimiento de cualquiera en mis circunstancias. Aun así, yo seguía adelante con las ferias de Requena y Torrente con los pocos libros que se rescataban de aquí y de allá; perseveraba en enviar alguno a medios de comunicación, como si hubiera alguna esperanza. Como la orquesta del Titanic, yo seguía tocando.
Hasta que el dieciséis de junio recibí del gerente el mensaje definitivo:
«A pesar de que (V.) no va a continuar con la empresa, ni dar de alta a nadie, tiene previsto cobrar por una “coedición” (que pena haberle indicado ese camino) y juntando eso a alguna liquidación pendiente, tirar hasta esconderse en Brasil o en san picopato. Prepara los papeles para liquidar el contrato, ya que, independientemente de que me juró que os liberaría, aún me quedan algunas bazas por jugar. Ojo con la inestabilidad, me temo que no es tal a la hora de ceder o negociar.»
Vamos, que V. podía parecer un orate, pero la locura nunca jugaba en su contra.
Para redondear la jugada, nos enteramos de que, a la semana siguiente, la editorial presentaba otro libro en Zaragoza del que el gerente no sabía ni que existía. Incluso en plena agonía, cada día teníamos un sobresalto nuevo.
En julio de 2009, no recuerdo cuál fue el detonante, se me ocurrió entrar en el Registro del ISBN para buscar mi libro. Mi novela no aparecía por ningún lado. Por si era problema mío y había hecho algo mal al consultar, escribí al Registro. Esta fue su contestación:
«Asunto: Situación de la obra con ISBN: 978-84-936172-2-6 CRM:0046458
Estimada Marta,
El ISBN de referencia hasta la fecha no ha sido notificado a la Agencia Española ISBN. La editorial posee un listado de autoasignación de ISBNs, pero debe comunicarnos cada obra que vayan editando. Para que le aclaren el motivo por el cual no han solicitado el ISBN para su obra, debe ponerse en contacto directamente con la editorial.
Atentamente,
Agencia Española ISBN»
El libro había empezado a venderse en diciembre del año anterior sin inscribirlo en el Registro. Ni el mío ni ningún otro, salvo el del propio editor. Como decía el gerente, las locuras nunca jugaban en su contra. No salía de mi estupor, a pesar de lo que llevaba a cuestas. Casi me alegré de no haberlo sabido antes. Estábamos en la fase de desconexión y, a esas alturas, ¿qué importaba? Aun así, quería que quedara constancia de la existencia de mi criatura, que no fuera un fantasma.
Seguía apareciendo y desapareciendo. Me escribía tonterías, promesas, amenazas. El ánimo de V. daba más bandazos que un barco en la tormenta perfecta. Un día su empresa iba a ser la referencia nacional en el mundo editorial y al siguiente no quería saber nada de ella, porque todos éramos unos desagradecidos y egoístas. La amenaza de largarse a Brasil tomaba cuerpo y en julio aún no se había conseguido que firmara la rescisión. Yo aguantaba con temple con la vista puesta en mi objetivo: recuperar mi libro. Por fin, a primeros de agosto, en un día de euforia vete a saber por qué, el sufrido gerente le puso delante el documento y lo firmó sin poner ninguna pega.
Después de eso voló y se pasó el verano por esos mundos exóticos ―en Brasil, según creo―, ya fuera tocando los bongos o haciendo yoga. Pensé que no volvería a saber de él, que mis problemas habían acabado, pero con V. siempre quedaba alguna sorpresa en el aire, algo imposible de prever, y, cuando agotó sus fondos allende los mares, regresó con nuevos bríos.
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