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Historias de la Historia y otros cuentos

Historias de la Historia y otros cuentos

Llega a las librerías una antología de 35 relatos escritos por algunos integrantes del colectivo “Escritores con la Historia”. Cada uno de los relatos fue creado con la vocación de dar a conocer algún personaje o episodio notable de nuestro pasado.

En Zenda reproducimos una parte del relato «Una muerte regia», de José Calvo Poyato, presente en Historias de la Historia y otros cuentos (Almuzara).

*******

UNA MUERTE REGIA

José Calvo Poyato

Medina del Campo.

A veinticuatro días del mes de noviembre del año
de 1504 del nacimiento de nuestro señor Jesucristo.

La preocupación estaba reflejada en el rostro de los físicos que habían salido de la alcoba de doña Isabel. Varios cortesanos se acercaron a ellos.

—¿Cómo han encontrado vuesas mercedes a su alteza? —quien formulaba la pregunta era un fraile que vestía el hábito franciscano.

—Nada puede hacer nuestra ciencia —respondió el doctor De la Parra—

Le hemos suministrado una infusión de beleño para atenuar los dolores.

Ahora dispensadnos.

Los otros dos físicos que acompañaban a Juan de la Parra eran los doctores Julián Gutiérrez de Toledo y Nicolás de Soto. Los tres se dirigieron, sin detenerse, pese a que fueron varios quienes trataron de abordarlos con sus preguntas, a los aposentos de don Fernando. Dijeron al oficial de los monteros de Espinosa —eran los encargados de custodiar las estancias reales— que era urgente que los recibiera el rey.

—Nos tememos lo peor.

Don Fernando los recibió de inmediato. Estaba acompañado por el marqués de Moya, Andrés Cabrera —su esposa Beatriz de Bobadilla estaba en la cámara de la reina—; el obispo fray Diego de Deza, confesor del rey; Gonzalo Chacón, contador mayor de Castilla; el comendador mayor de León, 131 Garcilaso de la Vega y el secretario Gaspar de Gricio —hermano de Beatriz Galindo— que había redactado el testamento de la reina.

—¿Cómo está la reina? —preguntó don Fernando al verlos entrar.

—Mal, alteza —respondió el doctor De la Parra, después de hacer una reverencia.

—¡Esa es la respuesta que venís dándome desde hace semanas! —Alteza, su vida está en manos de Dios. Dispensadnos, pero nuestra ciencia es muy poco lo que puede hacer. Le hemos suministrado una infusión para mitigar sus dolores y venido a toda prisa para deciros que la reina desea hablar con vos.

La enfermedad que la reina padecía desde hacía varios años se había agravado aquel verano. Doña Isabel era consciente de que el final estaba cerca y había decidido otorgar testamento el día 12 de octubre. En la corte corría el rumor de que había escogido aquella fecha porque era el día en que Cristóbal Colón, al frente de los barcos que había puesto a su disposición, había encontrado tierra al otro lado del Atlántico. En la corte se sabía que la heredera de todos sus reinos y señoríos era su hija Juana, casada con el archiduque Felipe de Habsburgo. Se añadía que, si doña Juana no estuviera en Castilla o si por alguna circunstancia no pudiera gobernar, don Fernando ejercería la regencia. También había dispuesto que su cadáver, sin pérdida de tiempo, fuera llevado a Granada y depositado en una sencilla tumba en el convento de San Francisco. Había dejado claro que la reina de Castilla sería su hija y que su yerno solo recibiría los honores que le correspondían como marido de Juana. Pero lo que más se comentaba era que había dejado dispuesto que tanto los cargos de mayor relieve para la gobernación del reino como los principales beneficios eclesiásticos habían de ser ejercidos por naturales del reino. Después de testar decidió añadir un codicilo y había sido el secretario Gricio quien había llevado al papel su voluntad. Insistía a su esposo, 132 a su hija y a su yerno que los moradores de las Islas y Tierra Firme, tanto descubiertas como por descubrir, fueran instruidos en la fe católica.

En los círculos próximos a don Fernando, preocupaban las noticias que casi a diario llegaban desde Flandes enviadas por Gómez de Fuensalida, que era el embajador de Castilla en aquellos territorios. Ese era el asunto del que hablaban don Fernando y quienes le acompañaban cuando los médicos habían pedido ser recibidos.

—Está bien, acudiré de inmediato. Ahora, salid. Los galenos se retiraron y don Fernando dijo a Gricio: —Estabais diciendo…

—Alteza, el testamento es muy claro en ese punto. En ausencia de doña Juana vos sois el regente. La reina, mi señora, insistió mucho en que en caso de que doña Juana no quisiera o no pudiera gobernar, sería vuestra alteza quien ejercería la regencia.

—Leed de nuevo ese punto.

El secretario se caló las antiparras:

«Y también, por si a mi muerte la dicha princesa, mi hija, no se encuentra en mis reinos o estando en ellos no quisiera o no pudiera gobernarlos, siguiendo lo acordado en las Cortes de Toledo de 1502 y de Madrid y Alcalá de Henares de 1503, se establece que en dichos casos el rey, mi señor, deba regir, gobernar y administrar mis reinos y señoríos por la mencionada princesa, mi hija».

—Vuestra regencia, alteza, la respaldan esos acuerdos de las Cortes que la reina me pidió que constasen. Pero es que añadió algo que tiene un valor extraordinario. —¿Qué añadió?

Gricio miró sus papeles.

—Dice que «como el príncipe, mi hijo, por ser de otra nación y de otra lengua, si no se conformase con las leyes, fueros, usos y costumbres de estos reinos y, él o la princesa, mi hija, no los gobernasen por dichas leyes, fueros, usos y costumbres no serían obedecidos ni servidos». Indica —Gricio volvió a leer— «que siempre sean muy obedientes y sujetos al rey, mi señor, y que no le desobedezcan y que lo sirvan, traten y acaten con toda reverencia y obediencia, dándole y haciéndole dar todo el honor que buenos y obedientes hijos deben dar a su buen padre, y sigan sus mandatos y consejos como de ellos se espera que harán de tal manera que en todo lo que se refiera a su señoría, parezca que yo no hago falta y que estoy viva».

—La clarividencia de la reina hace pensar que… —intervino fray Diego de Deza—, es como… como si barruntase cuando os dictó esas palabras, lo que Gómez de Fuensalida nos dice que se está cociendo en Bruselas.

Deza aludía a que las noticias que llegaban de Flandes, donde estaban advertidos de que doña Isabel entregaría su alma a Dios en cualquier momento, señalaban que el marido de doña Juana estaba tomando disposiciones como si él fuera el rey de Castilla.

—Proseguiremos más tarde. He de ir a ver a la reina.

Don Fernando se levantó y, calándose el bonete, abandonó la estancia. Seguido por el capitán de los monteros, llegó a la antecámara. Cuando lo vieron se apagaron los murmullos de los corrillos, hubo inclinaciones de cabeza y reverencias. Los monteros de Espinosa que montaban guardia en la puerta de la alcoba de la reina saludaron inclinando sus alabardas.

El aspecto de doña Isabel era extremadamente lánguido. Su rostro tenía una palidez cadavérica, los ojos hundidos y vidriosos, y la nariz afilada. Su cuerpo se había empequeñecido, consumido por la enfermedad, y casi se perdía entre los grandes almohadones. Junto a ella estaban Beatriz de Bobadilla y Beatriz Galindo, y en un rincón un clérigo, arrodillado, no dejaba de bisbisear letanías, junto a un brasero cuyas ascuas trataban de espantar el frío.

Don Fernando se acercó al lecho y la reina, al verlo, le dedicó una sonrisa, sacó el brazo y le ofreció su mano. Al cogerla, al tiempo que se sentaba en un sillón que había junto a la cabecera, la notó fría. Tenía la respiración muy agitada, como si hubiera realizado un gran esfuerzo. Le costaba trabajo respirar. Ella, con un hilo de voz, dijo que los dejasen solos.

—He de hablar con el rey.

La marquesa de Moya y la latina indicaron al clérigo que saliera y ellas hicieron lo propio cerrando la puerta.

—¿Cómo os encontráis? —le preguntó don Fernando.

—Mal, mi señor…, mi tiempo se acaba. Sé que… que voy a comparecer… en breve ante el Creador.

—Entonces, descansad. No os esforcéis. Doña Isabel dejó escapar un suspiro.

—Escuchadme con atención porque lo que tengo que deciros… es muy importante. Deseo encargaros algo. Algo muy importante… —hablar, incluso deteniéndose de vez en cuando para tomar aire, le suponía tan gran esfuerzo que don Fernando le apretó la mano.

—¿Tan importante es lo que tenéis que decirme?

—Muy importante. Alcanzadme un poco de agua. Le puso el vaso en los labios y ella dio un par de sorbos. A doña Isabel le costó trabajo tragar, pero humedecer la garganta fue un alivio.

—Como vos sabéis, desde la muerte del rey don Enrique, mi hermano, que gloria de Dios haya, me ha inquietado que hubiera dejado un testamento donde nombrase heredera del trono.

—¡No os atormentéis y olvidaos de eso!

Doña Isabel ignoró la interrupción de su marido y prosiguió:

—Pudo… pudo haber decidido, como acordamos en Guisando, que yo era su heredera y en consecuencia la legítima reina de Castilla. Pero sé que, en sus últimos meses de vida, fueron varios quienes ejercieron sobre su ánimo maléficas influencias porque convenía a sus intereses mantener alterado el reino. Deseaban un conflicto y alentaron unos supuestos derechos de la hija de su esposa. Ese… ese testamento, si es que el rey, mi hermano, lo otorgó—el efecto beneficioso del agua fue breve y de nuevo hablar suponía para la reina un desmedido esfuerzo—, podría haber sido tergiversado… y en el reino, ahora que mi tiempo termina, hay quien… estaría dispuesto a utilizarlo.

—Han pasado muchos años.

—Pero quienes solo piensan en recuperar… los privilegios que con vos y conmigo en el trono han perdido… —su voz había perdido fuerza, casi no se le entendía— son los mismos de entonces.

—No os esforcéis, mi señora, ese testamento…, si don Enrique lo otorgó, fue hace treinta años —insistió don Fernando—. Hoy no tendría valor.

—Dadme otro poco de agua…

(…)

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Autor: VV.AA. Título: Historias de la Historia y otros cuentos. Editorial: Almuzara. Venta: Todos tus libros.

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