Es imposible reseñar a Bukowski desde su lado, allí sólo habita él. Nuestro mundo no es el suyo. Los demás nos limitamos a leerlo, y a intentar comprenderle. Decir que en Las campanas no doblan por nadie los personajes son marginales, el lenguaje procaz, y los argumentos sostenidos por el sexo desenfrenado, el alcohol y las situaciones límite, cuando no directamente pornográficas —aunque porno con mucho estilo—, no es más que la descripción de lo superficial, lo que desde este lado se aprecia si uno no elude los lugares comunes e intenta capturar su verdadera esencia.
Las campanas no doblan por nadie es, como siempre, transgresora. Escrita por alguien ajeno a todo convencionalismo, sin corsés, destinado, enfocado y hasta obsesionado con su propia creación. No es extraño que Bukowski publicara su primera novela, Cartero, a los cuarenta y nueve años (escrita en solo un mes). A esa edad comprendió que le daba igual morirse de hambre si ese era el precio por dedicar todo su tiempo a escribir. Un ideal modernista, propio de bohemios, de escritores malditos que se entusiasman con la libertad y la belleza.
“El edén consiste en no anhelar, quien no desea nada, dondequiera está bien”, decía Amado Nervo. Bukowski no es un beat. No le veo haciendo autostop. Es más pasota todavía, porque sus ganas de alejarse, de disiparse, de huir de lo ordinario provienen de la experiencia, no de la juventud. Esta recopilación de historias, editadas póstumamente y aparecidas en diversos periódicos y revistas, son el cierre del círculo en su particular y vital apuesta. Son sonoras, un grito: me importa un huevo lo que penséis.
En mi opinión no son puramente relatos, pues todas las campanas forman una unidad: es la misma mirada, son los mismos personajes con distintos nombres, en distintas situaciones pero con reacciones parecidas. Es una misma realidad siempre; historias en los límites de lo cuerdo, cuando no completamente locas. El universo Bukowski es único. Es, como ya han dicho otros, real y sucio. Y hay que ensuciarse para comprenderlo. Si su contemporáneo y realista sucio Carver era de estilo rocoso, Bukowski era lúdico, lúbrico y excéntrico.
Lo que ocurre es que Bukowski cuenta lo sucio de manera casi poética. Y lo extravagante, lo feroz, se convierte entonces en algo bello. Echar un polvo con la mujer de tu amigo, cuando te deja, o con una azafata en pleno vuelo se convierten en la materia de esa belleza literaria, una pura creación, valiente, solo posible para quien no espera el reconocimiento, para el escritor real, el que escribe por necesidad, con prisa, mientras fuma un cigarro tras otro. El resultado del humo azulado que disipa la mirada traviesa de Charles Bukowski nunca decepciona. Siempre es auténtico.
La referencia a Hemingway en el título de la última pieza, que da título a la obra, es evidente. Para éste último cada ser humano es parte de un todo llamado humanidad, y si alguien muere morimos todos, o al menos en cada muerte se desvanece una parte de nosotros. “Si doblan las campanas, no preguntes por quién, lo hacen por ti”, dice el primero. Hank responde desde el más allá: ¡una mierda!, no hay unión, cada uno a lo suyo; folla, folla más, folla más y más; es el único antídoto para no volarte la cabeza con una escopeta de caza; vive y olvida la muerte o estarás muerto en vida. Bukowski no dudó en subrayar sus diferencias, vitales más que literarias pues en lo que se refería a poner letras en un papel se parecían mucho más de lo que la apariencia alcohólica y desenfrenada de sus campanadas intenta ocultar.
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Autor: Charles Bukowski. Título: Las campanas no doblan por nadie. Editorial: Anagrama. Venta: Amazon, Fnac y Casa del libro
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