Fotografía de portada: Archivo Hasenberg-Quaretti. Fuente: Gloria y Lor
Borgovo permitió que el conserje de librea se encargara de su equipaje. Lo incomodaba, pero era un ritual del hotel cinco estrellas, y respetaba los cultos ajenos. El Mirage Hotel pertenecía a Ángela Chester, su compañera de colegio primario.
Ángela Chester había invitado al grupo completo de ex alumnos de aquel curso. Asistieron 17, de los 28 originales. 6 fallecidos, 3 ausentes con aviso, dos inhallables.
Rodrigo Cusita, orador en el brindis, refirió que los ausentes eternos se hallaban ya en el mejor hotel cinco estrellas que el universo pudiera deparar. Borgovo replicó en silencio que prefería una pensión en el Once.
52 años atrás, Borgovo llegaba al colegio con su guardapolvo blanco y en el umbral del aula de tercer grado perdía todos los útiles.
En rigor, conservaba un papel glasé. O lo pedía prestado. En la parte posterior del papel glasé, la superficie blanca y tersa, el exacto opuesto del frente, brilloso y de color, escribía un chiste, o una historia o un dato. En cuatro o cinco líneas. “Atilio ganó la carrera. Pensó que era por sus zapatillas mágicas. Pero ganó sin sus zapatillas. Se entristeció”. Voceaba El Diario del Aula como el canillita voceaba La Razón, o La Hoja. (Incidentalmente, el matutino La Hoja incluía un suplemento infantil, La Hojita, que Borgovo leía con fruición, destacando la tira El Mago Fafa, de Bróccoli, cuya magna expresión registraba: —Piedra libre, Catuto, detrás de la puerta de vidrio—).
Sus compañeros de grado “alquilaban” el diario: consistía en pagarle con un útil, leerlo y reintegrárselo; para que a su vez lo “alquilara” otro lector. De ese modo Borgovo recuperaba los útiles extraviados: los lápices, la cartuchera, el sacapuntas. A veces reaparecía el maletín, que también había perdido, como si le pagara Dios.
Si había pedido prestado el papel glasé, el primer alquiler se le iba en esa divisa. En cierta ocasión, una lectora se negó a pagarle: la historia era repetida, o el chiste no tenía gracia.
Borgovo aceptó el reclamo. No les cobraba para que sostuvieran el papel entre sus manos: le pagaban por un bien intangible. Lo que escribía, debía tener sentido.
Arrojado, más que acostado, en la cama king size de su despampanante habitación —¿le darían factura A aunque fuera de garrón?—, Borgovo peroraba para sí en el mismo silencio en el que le había respondido a Cusita cuando ubicaba a los compañeros ausentes en el Paraíso:
“Ese sentido debía transmitirse a mi lector como mis admirados escritores me lo habían transmitido a mí, y como yo lo sentía cuando escribía algo con sentido. Era un círculo virtuoso que no debía ser interrumpido. La mercadería que yo ofrecía era intangible, pero no incalculable. Tenía o no tenía un valor. Ese valor era en buena medida determinado por la percepción del lector, pero no exclusivamente. En esa ocasión, mi lectora tenía razón. Yo no había publicado lo mejor que podía escribir. O bien no me había esforzado, o bien no me había inspirado, o bien había publicado por necesidad y no por convicción. Mucho más tarde en mi vida y en mi carrera descubriría la triste realidad de que podía escribir un texto que yo considerara de lo mejor que había escrito, con completa convicción y emoción, y que de todos modos los lectores no lo consideraran lo suficientemente valioso como para pagarme ni con un papel glasé, que por entonces para mí era una de las cosas más valiosas del mundo, no por el frente brilloso y de color, sino por la posibilidad de escribir en su reverso terso y en blanco. Yo había descubierto, en el reverso de una vocación espontánea, no buscada, un oficio. Yo recuperaba lo que había perdido gracias a mi oficio. Es el mismo oficio que sigo desempeñando al día de hoy y por los mismos motivos”. Esa lectora era Ángela Chester.
Borgovo pretendía dormirse, pero una pesadilla despierto lo asediaba: la novela que había perdido en su computadora al cumplir cuarenta años. Los útiles, el maletín; la cantidad, diversidad y calidad de objetos perdidos a lo largo de su vida de trompo sin timón, los había recuperado en su recorrido como escritor.
Pero aquella novela perdida, la que no había grabado en birome sobre los prosaicos renglones de un cuaderno, que solo había tecleado en la pantalla evanescente, esas 234 páginas de luz, con palabras únicas, ideas postreras, trama rutilante, se había esfumado para siempre. No había modo de convocarla, ni pago que la rescatara. Nunca se repondría de aquella pérdida. ¿Qué botón había tocado? ¿Cómo podía haber desaparecido? Lloró frente a la pantalla en blanco veinte años atrás, y en esa cama gigante sintió el peso de ese vacío.
Escuchó bajar el picaporte, se abrió furtivamente la puerta, se le paralizó el corazón. La luz del pasillo le atravesó los párpados. Había llegado su hora: el asesino, probablemente un compañero resentido por alguna ofensa olvidada, se cobraría la venganza en aquella noche de Agatha Christie. ¿Se había dejado la puerta sin traba? Pero la intrusa era Ángela. Poseía una llave maestra. Se deslizó en su lecho. Borgovo la sintió fragante y cálida. Cerró los ojos y aspiró el perfume de su cuello.
—Yo te convertí en escritor —dijo ella.
Borgovo asintió, y confesó:
—Pero perdí la novela de mi vida.
—Yo la recibí.
Borgovo agradeció la metáfora con un movimiento. Pero Ángela, con su talento de lectora perfecta, le recitó en cinco líneas la trama perdida.
—No puede ser —musitó en una suerte de lamento Borgovo—… Se perdió en la computadora…
—Si se perdió en el limbo de las computadoras, puede encontrarse en el limbo de las computadoras —fungió una explicación Ángela.
—¿Qué te pareció? —se resignó Borgovo.
Ángela respondió con el efluvio de su cuerpo.
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Este artículo fue publicado en el diario Clarín de Argentina
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