Alzado de manos, abarcando la inmensidad, arañando con la punta de sus dedos la latente pregunta del universo, o aguardando que ese mismo infinito le corresponda con su abrazo sanador en un momento de abrazos suspendidos como el que ahora vive el mundo. Otro de la misma estirpe que nuestro Claudio Rodríguez, intuyendo muy pronto, y esta foto del agudo Mordzinski deja testimonio de ello, que siempre la claridad viene del cielo, es un don. Adonis, poeta de guardia y en guardia permanente, dispuesto siempre al vuelo, atento y entregado con las tres manos del poeta —la derecha, la izquierda, la que ama— a la ventana de par en par abierta del tacto, la mirada, la vista, el avizor, la sensibilidad acogiéndolo todo, que ese fue desde el origen el querer y el destino de los poetas; esa voluntad de plenitud condenada al fracaso, a la batalla perdida, y a obligarles al fin, por no morir de frío, a intentarlo otra vez con un nuevo poema.
Reiniciar el vuelo, pero hacerlo como Adonis con un ala en el vértigo y otra en la belleza, porque así lo dejó escrito él mismo, perito en brújulas sociales, civiles, cruciales como los cruces de caminos y razas y religiones de su tierra, el sagrado barro de las casas natales convertido con más frecuencia de la debida en fango devastador, sueño roto de aquello que hubiera debido ser suma, coro, asamblea plural.
Adonis sabe de ello, nació con ello, creció con ello, lo lleva grabado a sangre siria y fuego libanés en su mirada alauita, y sin embargo, su maravilla en pie de paz y concordia capaz de convertir también en belleza y responder hoja por ojo a todo lo que, invitando a la ira, el poeta transforma finalmente en brazos abiertos, acogiendo todavía toda la luz que seamos capaces de incorporar al mundo. Y siempre con ese mar de fondo. Y sin embargo azul, como decía el poeta.
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