El martes 17 de abril de 2018, a las 19 horas, en el Instituto de España (C/ San Bernardo, 49. Madrid) se va a homenajear a Jesús de Aragón y Soldado (Valsaín, Segovia, 1893 – Madrid, 1973), escritor de novelas de anticipación y aventuras, conocido como el Julio Verne español por su importante contribución a la literatura fantástica en nuestra lengua. En el homenaje participarán, entre otros, Luis Alberto de Cuenca (poeta y ensayista), Fernando R. Lafuente (crítico literario) y Pedro García Barreno (académico), así como familiares del escritor.
A continuación, se transcribe una nota sobre este relevante, aunque bastante desconocido autor, publicada en la Revista de Occidente en febrero de 2014, con ocasión de la reedición de La Sombra Blanca de Casarás.
JESÚS DE ARAGÓN, EL JULIO VERNE ESPAÑOL
por Daniel Martín Mayorga
La novela segoviana, género literario por descubrir, luce cuatro estrellas rutilantes en su limitado firmamento. La que más brilla, iluminando toda la literatura española es, sin duda, El Buscón, en la que ese muchacho con nombre tan de la tierra, Pablos, sabe ganarse nuestro afecto desde el mismísimo párrafo inicial con la declaración explícita de su gentilicio: “Yo, señora, soy de Segovia”. Aunque si de lo que se trata es de encontrar novelas verdaderamente empadronadas en la ciudad, hay que poner en primer lugar a El secreto del Acueducto, de Ramón Gómez de la Serna, y después a Los terroristas, de Ramón Ayerra, fábula de principios de los ochenta, barroca y esperpéntica, muy en el estilo del autor, donde unos revolucionarios de la tercer edad, que se escapan de los asilos de ancianos para ametrallar prójimos, trajinan por calles, plazas, esquinas y bares perfectamente reconocibles de la topografía segoviana.
Desplazada del ámbito urbano, asentada en los cercanos montes y pinares de Valsaín, la cuarta novela segoviana por excelencia —y la más desconocida— es La sombra blanca de Casarás, de Jesús de Aragón. La feliz circunstancia de su reciente reedición (Editorial Ícaro, Real Sitio de San Ildefonso, Segovia) nos da pie para recuperar la memoria del autor, uno de esos raros que la historia de la literatura parece no atreverse nunca a arrumbar del todo.
Jesús de Aragón y Soldado (1893-1973) era hijo del ingeniero que construyó el aserradero de Valsaín, en la vertiente norte del Guadarrama. Allí, a la sombra del palacio en ruinas que fue de Felipe II, pasó su infancia y acumuló los recuerdos que más tarde utilizaría en su obra. Instalado en Madrid a la muerte del padre, estudia a su vez ingeniería, pero los azares profesionales le llevan a dedicarse a la contabilidad, donde destaca hasta el punto de convertirse en uno de los tratadistas importantes de la posguerra española, autor de varias enciclopedias y manuales publicados por la editorial Aguilar, de la que fue responsable del departamento de Administración.
A estas alturas, y aunque sabemos de sobra que los balances y las finanzas son frecuentemente territorios más fantásticos que Avalon o Macondo, parece oportuno preguntarse cómo fue posible que un ingeniero y a su vez pulcro contable deviniera en autor de estupendos relatos de aventuras con el sobrenombre de Capitán Sirius y, en definitiva, alcanzara las cumbres de la novela popular hasta merecer ser conocido como el Julio Verne español. La respuesta aparece en un lugar inopinado, el prólogo que Jesús Palacios publica en la edición de La torre de los siete jorobados de Emilio Carrere (Valdemar, 1998). Para el que no lo tenga a mano, se resume rápidamente: Carrere, en el ápice de su fama, recibe el encargo —y el pago por anticipado— de su editor para publicar una novela. Con el tiempo, entrega un material confuso y deslavazado; en una palabra, inservible, al tiempo que se niega a continuar trabajando. El editor, desesperado, echa mano de un desconocido que le ha enviado su opera prima y al que estaba dando largas, para ordenar los papeles y escribir el texto faltante. Se trata de Jesús de Aragón. El resultado, La torre de los siete jorobados, es todo un éxito y, con el tiempo, pasará por ser la obra más destacada del autor…; es decir, de Carrere.
Recomendamos insistentemente la lectura del mencionado prólogo, que abunda en detalles rocambolescos —esa entrevista entre los dos escritores para negociar la corrección de pruebas…— e informaciones interesantes, como el intento de dilucidad qué capítulos hay que atribuir a una mano y cuáles a otra. Pero conviene retomar la historia de nuestro autor segoviano, ya en condiciones de capitalizar el agradecimiento del editor con la publicación de sus propias novelas. Era, por otra parte, una época dorada de la literatura popular. Y las editoriales experimentaban con propuestas innovadoras, capaces de atraer a nuevos lectores. Así, la incipiente ciencia-ficción, en su versión hispana, había consagrado a José de Elola, Coronel Ignotus, en la «Biblioteca Novelesco-Científica» de Rivadeneyra, con una veintena de títulos. Jesús de Aragón continuará la saga con Viaje al fondo del océano, la primera de sus novelas, seguida inmediatamente por Cuarenta mil kilómetros a bordo del aeroplano Fantasma, ambas de 1924.
Son relatos de fantasía un tanto barroca, propios de un momento en el que, con Verne como modelo, el género local estaba descubriendo su camino y eran inevitables algunos pequeños excesos que hoy, más que otra cosa, resultan enternecedores. Por ejemplo, a los consabidos científicos locos, civilizaciones desaparecidas, exóticas geografías y máquinas prodigiosas, el Coronel Ignotus (Elola) añade en El amor en el siglo cien un nuevo sistema de producción de energía basado en la coyunda humana… aunque lamentablemente no entra en demasiados detalles de diseño. Y el Capitán Sirius (Aragón) gustaba de poner a sus personajes -científicos y aventureros futuristas- nombres tan castizos como don Andrés o María Dolores.
Frente a la extensa producción literaria de José de Elola, la de Jesús de Aragón es relativamente reducida, pues, según confesión propia, escribía solo a ratos perdidos por la noche, tras cumplir su jornada laboral en la editorial y en la academia donde enseñaba arqueos y tenedurías. Un listado más o menos completo de sus obras incluye, además de las dos ya mencionadas:
- Los piratas del aire (1929)
- Una extraña aventura de amor en la luna (1929)
- Nuevos sistemas de partida doble (1929)
- La ciudad sepultada (1929)
- El continente aéreo (1930)
- La sombra blanca de Casarás (1931)
- De noche sobre la ciudad prohibida (1931)
- La destrucción de la Atlántida (1933)
- Los caballeros de la montaña (1933)
- El demonio del Cáucaso (1933)
- Los cuatro mosqueteros del Zar (1934)
- Crepúsculo en la noche roja (continuación de la anterior, 1934)
- Contabilidad de los comerciantes y empresas individuales (1941)
- Enciclopedia moderna de contabilidad (1942)
- Enciclopedia de administración (1959)
- Tratado de contabilidad analítica (1964)
La relación merece algún comentario. El primero, cómo no, es a cuenta de la particular mezcla de relatos fantásticos y enciclopedias comerciales, y ya hemos mencionado la manera en que don Jesús se ganaba la vida. También salta a la vista que la obra novelesca termina poco antes de iniciarse la Guerra Civil: concluido el drama nacional, por alguna razón el autor desistió de continuar imaginando aventuras y pasó a centrarse en los asientos contables. Finalmente, importa señalar la excepción temática que representa La sombra blanca de Casarás, un texto difícil de encuadrar en el resto de su producción, y a la que se ha clasificado, sin demasiada sutileza, como novela gótica.
La sombra blanca de Casarás apareció por primera vez en 1931 en la colección Aventura de la editorial Juventud, y se reeditó en formato de bolsillo, al igual que el resto de las obras de nuestro autor, en los años 70. Su argumento es una mezcla de aromas y sabores que cabría calificar de extremadamente arriesgada, pero como todos ellos son en sí mismos apetitosos, el potaje resultante queda de lo más suculento.
El protagonista, en realidad, es el entorno: Valsaín, a los pies del Peñalara, plácido pueblecito de postal si no fuera por las ominosas ruinas que lo abrazan; el palacio, del que quedan restos de negras torres y una avenida de estatuas; y Casarás, antiguo castillo templario, colgado de la montaña. Las fuerzas vivas de la localidad -médico, barbero, cura y sacristán-, a los que el rigor del clima mantendría por su gusto sin salir de casa, bien cerca de la chimenea, se las tendrán que ver con Hugo de Marignac y sus caballeros templarios, sombras espectrales que recorren la montaña a uña de caballo, entre chispazos de rayos, protegiendo el tesoro que escamotearon al rey Felipe de Francia cuando disolvió la orden.
Otros personajes saltan entre los siglos para participar de la trama. Así, doña Blanca de Torrenuño, dama de la reina de Castilla y amor del diabólico caballero; la dulce Graciela Rizzi, traída desde Calabria para ser sacrificada en el ritual nigromántico; Von Kunzel, geólogo alemán, obsesionado nada menos que con la cierva blanca de Sertorio; o, por último, el inspector Serrano al mando de los temidos agentes de la policía de Segovia (sic) que llegan en el momento final dispuestos a meter en chirona a todo lo que se mueva, ya sea humano o espectral.
La obra debió ser abundantemente leída en su tiempo, al menos en la zona de influencia, pues allí es un lugar común la existencia del tesoro templario, hasta tal punto que en los años 40, recién concluida la guerra, un capataz de los jardines del palacio de La Granja reclutó una cuadrilla de peones, y con picos y palas subió a la montaña a buscarlo. Nos los podemos imaginar agujereando los alrededores de las ruinas de Casarás, que todavía se pueden visitar en el lado segoviano del Guadarrama, a tiro de piedra del puerto de la Fuenfría.
Queremos terminar congratulándonos una vez más de que la editorial granjeña Ícaro, pequeña pero empeñosa, haya tomado el riesgo de volver a publicar esta novela. Hacía falta, porque verdaderamente no había manera de conseguir un ejemplar para regalar a ese amigo —buen lector, pero ajeno a los arcanos de la literatura segoviana— que sabemos nos lo agradecerá eternamente.
Y es que hasta no ha mucho tiempo, cuando a uno le entraba el ansia incontrolada de hacerse con un libro descatalogado -porque lo habías visto en casa de alguien, o leído al paso una referencia, o, peor aún, buscado sin éxito en las propias estanterías- tenía que encomendarse a San Viborada, patrón de los bibliófilos, y aguardar, con no mayor esperanza que de acertar una quiniela, a que apareciera en alguna de las librerías de viejo que soliera frecuentar.
Pero he aquí que la tecnología ha venido en nuestro auxilio, y no lo decimos por ese cachivache presuntuoso conocido como e-Book. Gracias a Internet, un inmenso dispensario de millones de libros está a nuestra disposición día y noche, y basta con introducir autor o título para recibir en la pantalla variadas ofertas procedentes de múltiples lugares del mundo. Quien lo ha probado lo sabe: a las ciberlibrerías no hay petición que se les resista, y cualquier libro que se desee, está… menos La sombra blanca de Casarás. Por alguna razón misteriosa, este título no se encuentra, y las raras veces que se ha ofrecido alguno en la Red, ha sido adquirido a velocidad de vértigo. Cabe, pues, suponer la existencia de una fraternidad secreta de seguidores de Jesús de Aragón, que mantienen en la clandestinidad su recuerdo. A ellos sean dedicadas estas líneas con afecto y reconocimiento.
Publicado en Revista de Occidente, nº 393 (febrero de 2014)
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