«aquel ángel fieramente humano…»
Luis de Góngora
Te sientas en tu lugar, junto a mamá. Aborreces los espárragos. No te gusta comerlos y tampoco te gusta que lo hagan ellos, los demás, que se los metan en la boca, esa materia blanca, llena de hebras incomestibles, como trapos rotos, como cuerdas. Tu hermano lo hace, se los traga y nada más. Detestas el movimiento de su boca. Crees que mastica con más fuerza de la necesaria, con un ímpetu desproporcionado, y miras tu propio plato. Siguen ahí, blancos, tumbados, como cadáveres de un mundo incomprensible.
La tele sigue encendida. Hablan del submarino, otra vez. Del submarino que buscaba el Titanic. Para verlo, nada más. Para recorrer su cubierta llena de algas, sus planchas de madera y de metal, su armazón transformado en un bosque. Y de los turistas. También hablan de ellos, de unas personas que no encuentran, que no dan señales, que pueden estar muertas o que pueden resistir. Eso dicen. Como si hubiera más posibilidades. Tu abuelo ya se ha dormido. Se ha comido su papilla, un líquido verde que siempre termina goteando. En la cocina, en el pasillo, en su ropa. Hay algo —en su formación, en su densidad— que la lanza más allá, que la obliga a rebasar los límites del plato. Siempre localizas una gotita. Todos los días. Es un juego sin gracia, un juego que nadie comprende. Esa sustancia, nada más. Jugando consigo misma. Imaginas el flujo en su interior, deslizándose por el esófago, llegando a su estómago, goteando en una caverna, en otro abuelo interior, en el molde de tu propio abuelo, en su estructura interna, provocando un eco que nadie puede —que nadie quiere— escuchar. Cabecea en la silla y emite un sonido casi imperceptible, como un susurro.
Todos miran la tele de la repisa, de la pared. Esa tele panzuda, espantosa, cubierta con un tapete de ganchillo que cuelga más de un lado que del otro. Te preguntas quién la puso ahí, tan alta. Quién se subió a una escalera para hacerlo. Y te fijas en ellos, en tu madre, en tu tía, en tu hermano, y en el modo en que absorben la luz de la tele, de las noticias, y se reflejan las imágenes en su piel.
Piensas en esos turistas, en esos tripulantes. Que se termina la esperanza de encontrarlos. Eso es lo que dicen en la tele. Qué barbaridad, responde tu madre. Mientras mira las imágenes, pisa las migas de la mesa con la yema de los dedos procurando que se le peguen para sacudirlas después en el plato. Es un gesto que conoces, el mismo que usa con las hormigas mientras coméis en el patio. Las aplasta con los dedos, se le pegan, y las suelta en otro lugar —una servilleta usada, la esquina de un plato—. Es un gesto mecánico y extrañamente eficaz. A veces quedan vivas, retorciéndose. Son agonías que nadie ve, que nadie contempla. Sólo tú. Pero ella sigue. Diez, veinte, treinta hormigas. Un número ridículo frente a la multitud, frente a la determinación de la colonia. Es una mortandad que no sirve para nada, ni como ejemplo ni como advertencia, un sacrificio que nadie detecta. Cadáveres diminutos, replegados, irreconocibles.
El tapete de la tele sigue mal puesto. Pasan los días, pasan los años, y nadie lo pone bien, alarga el brazo y lo desliza un poco hacia la izquierda. Tú no puedes hacerlo, queda fuera de tu alcance. Pero se trata de un acto sencillo, de un gesto que cualquiera haría de un modo natural. Deslizar el tapete, igualar sus dos lados, restablecer el orden, la simetría, devolverlo a su lugar. Nadie teje un tapete con el objetivo de dejarlo tan mal puesto, de verlo de ese modo a todas horas. Ese desequilibrio, esa dejadez, te parece, en este momento, un desafío imperdonable.
Que te comas los espárragos. Está a punto de decirlo —mientras pisa las migas con los dedos, mientras la papilla gotea en el interior de tu abuelo, mientras tu hermano mastica, mientras se agota la esperanza—.
Puede que se colara una hormiga, en ese sumergible. En un bolsillo, en una maleta. Necesitamos otro, en cualquier caso. Un nuevo sumergible con alguna pieza floja, con una fisura. Y después otro para visitar los dos anteriores. Y otro, y otro más, hasta llenar el mar de pequeños submarinos con gente curiosa, amable y bienintencionada. Imaginas esas cápsulas como huevos esparcidos, capullos de metacrilato, pulmones anegados, gotas de papilla en la caverna infinita de alguien más… Y el asombro del aire que se acaba. Y un pez extraño que nos mire desde afuera, más allá de la ventana —un pez con una lucecita en la frente y la mandíbula monstruosa, fieramente humana—. Nuestra agonía, su indiferencia. Y el mar.
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