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Hospital de guerra: La tragedia médica y humana en la Guerra Civil Española

Hospital de guerra: La tragedia médica y humana en la Guerra Civil Española

Foto de portada: Archivo gráfico del Servicio de Publicaciones del Ayuntamiento de Ontinyent

Hospital de guerra es una obra testimonial profundamente arraigada en las experiencias del propio Santiago Lorén, quien trabajó como soldado sanitario en el hospital de El Salvador de Zaragoza durante la Guerra Civil Española. La obra no es solo una crónica de la guerra, sino una reflexión sobre el dolor y la degradación humana que se vivieron en la retaguardia, donde los cuerpos maltratados y las vidas destrozadas llegaban en masa. Publicado en 1981, y galardonado con el Premio Ciudad de Teruel, este libro representa un retrato íntimo y brutal de la devastación física y emocional que la guerra inflige tanto a soldados como a civiles.

La visión de Lorén está marcada por una cercanía y un realismo que nos permite acceder a su experiencia sin adornos ni licencias literarias innecesarias. El autor relata en primera persona, lo que convierte a Hospital de guerra en un testimonio de supervivencia lleno de vivencias personales, recuerdos y disquisiciones políticas. A pesar de servir al bando franquista, Lorén no oculta su simpatía por los republicanos, lo que le genera una ambigüedad ideológica que resuena a lo largo de toda la obra. Este aspecto es especialmente interesante, ya que en la democracia Lorén se presentó como concejal por el Partido Socialista Popular de Tierno Galván.

Un autor polifacético y premiado

La trayectoria de Santiago Lorén como escritor es extensa. No solo ganó el Premio Planeta en 1953 por Una casa con goteras, sino que también recibió el Premio Ateneo de Sevilla en 1984 y el Premio Espejo de España en 1985. Con Hospital de guerra añade otro reconocimiento a su carrera, esta vez por una obra que destaca por su honestidad brutal y su reflejo de la realidad de la guerra desde la perspectiva del hospital. El Ayuntamiento de Zaragoza lo honró con el título de Hijo Adoptivo en 1991.

1ª parte: EL CUARTEL

La primera parte de Hospital de guerra nos presenta un escenario en el que la guerra no es solo un enfrentamiento en el frente, sino también en la retaguardia, donde los cuerpos destrozados por metralla y enfermedad llegaban al hospital de El Salvador. Lorén describe con una precisión casi quirúrgica las condiciones del hospital, que anteriormente había sido un convento jesuita, ahora convertido en una trinchera donde la desesperación y la muerte estaban a la orden del día.

"La llegada de su madre al hospital, alegre porque su hijo ha sido destinado a Sanidad y no a las trincheras, es una escena cargada de un amargo alivio"

La llegada de su madre al hospital, alegre porque su hijo ha sido destinado a Sanidad y no a las trincheras, es una escena cargada de un amargo alivio. Sin embargo, esta tregua personal está teñida de la constante presencia de la guerra, ya que su padre, su tío Modesto y su hermano permanecen en Híjar, bajo control republicano. Lorén no esconde su crítica hacia las figuras militares de su propio bando, como Darío Gazapo, quien en su checa de Zaragoza sometía a los prisioneros a torturas sádicas, recreándose en su dolor. El contraste entre la brutalidad de los militares y la frialdad clínica del hospital genera una atmósfera casi insoportable de crueldad y resignación.

2ª PARTE: HOSPITAL DE CAMPAÑA

Los efectos de las enfermedades

Al hospital llegaban enfermos obnubilados (en el texto dice “onnubilados”), apáticos, con náuseas y vómitos, fiebre alta… Eran bajas producidas por una enfermedad desconocida, infecciosa y contagiosa que resultaba desconcertante: «Eran muertos no atribuibles a la saña de las hordas rojas, muertos sin heroísmo, sin culpables a los que odiar para aumentar la agresividad de las tropas…».

Finalmente fue el mando alemán, a través de sus médicos, quienes dieron con el veredicto de esa enfermedad desconcertante: se trataba de tifus exantemático, transmitido por el piojo verde.

El autor confiesa que en ese hospital se desarrolló en él la vocación médica.

Incompetencia de los cirujanos

Algunos supuestos cirujanos, denuncia Santiago Lorén, escribieron la página más negra del hospital de El Salvador. Lorén denuncia cómo algunos cirujanos, inexpertos, convertían a los soldados en conejillos de indias, falleciendo muchos de ellos en operaciones que en tiempos de paz no habrían supuesto ningún peligro. Los soldados heridos o enfermos no eran más que cifras para los superiores, un punto que el autor recalca con amargura. Según Lorén, los soldados no eran más que cifras, y los soldados enfermos cifras sospechosas.

El caso de Raimundo Vicente

Uno de los episodios más impactantes es el caso de Raimundo Vicente, quien llegó al hospital con la médula espinal partida y parálisis total. Su cuerpo comenzó a pudrirse mientras él aún estaba vivo, con horribles gusanos apareciendo en las llagas. Lorén lo describe con tal crudeza que el lector casi puede sentir la descomposición del cuerpo de Vicente, una representación aterradora de lo que el autor llama una “pre-tumba”. Esta imagen no solo refleja la degradación física, sino también el abandono emocional y ético que caracteriza a la guerra.

3ª PARTE: HOSPITAL DE SANGRE

Heridos y mutilados: “hombres rotos”

11 de octubre de 1937: Líster y Modesto posicionaron sus cincuenta tanques, sus setenta y cinco aviones y sus veinte baterías artilleras desde el frente de Fuentes de Ebro y dieron el gran susto, convirtiendo las fiestas del Pilar en una rogativa constante y temerosa.

En el hospital, ya convertido en hospital de sangre, comenzaron a entrar heridos, verdaderos heridos, como consecuencia de las balas y la metralla: carnes laceradas, profusas hemorragias por donde se escapaba la vida, en espera angustiada de un médico que supiera dónde se hallaba el origen del rojo manantial.

"Con frecuencia, un hombre en apariencia entero, sin descoyuntamientos alarmantes, podía ser olvidado en un primer examen y llegar cadáver a su turno"

La sala de curas, convertida en quirófano de urgencia, era donde llegaban los convoyes de heridos, donde se iniciaba el trágico proceso de cortar la tela de las camisas o de los pantalones y poner al aire el daño, el cruento y lacerante mordisco de la guerra, con sus dientes de hierro ardiente de la metralla, que convertía un cuerpo humano en un muñeco roto. A veces con los músculos como colgajos de trapo separados de sus inserciones, a veces los huesos al aire o astillados, enseñando la pulpa babeante de su médula, o el abdomen abierto hasta mostrar las vísceras palpitantes.

Con frecuencia, un hombre en apariencia entero, sin descoyuntamientos alarmantes, podía ser olvidado en un primer examen y llegar cadáver a su turno, porque en lo más profundo de su frágil humanidad, una víscera rota por una onda explosiva, estaba vertiendo la vida en el pozo invisible, obsoleto, de sus entrañas.

Pero el frente del Bajo Aragón aguantó

Tras la tormenta llegó la calma, o más bien fue una tregua en la tormenta: el frente del Bajo Aragón aguantó; Fuentes de Ebro no fue tomado por Líster, y poco a poco empezaron a dejar de llegar al hospital los dantescos convoyes de hombres rotos.

Guerra y congelación en el frente de Teruel

Sin embargo, en diciembre de 1937 se produce una situación inquietante: pensando en Madrid, el general Rojo decidió enviar sesenta mil hombres para la modesta empresa de tomar Teruel, la capital de provincia más pequeña de España. Con esta decisión originó la etapa más angustiosa de toda la guerra en el hospital de El Salvador.

El 15 de diciembre comenzó la batalla y aquella misma noche empezaron a llegar heridos nacionales abatidos en el momento de huir: habían sido sorprendidos por un abrumador número de enemigos asaltantes.

"Las ambulancias fueron cargadas a rebosar con la atroz carga que horas más tarde irían dejando en todos los hospitales de la ciudad"

Durante los siguientes días, aumentó la llegada de heridos y moribundos. Los sanitarios habían agotado todas sus posibilidades de sentir horror ante el sufrimiento humano. Pero aún lo peor estaba por llegar: la entrada en la ciudad, que parecía inminente, se había detenido. En la noche del último día del año 37 y en la madrugada del primer día del 38 cayó una espantosa nevada y el termómetro descendió hasta los veinte grados bajo cero. El frente entero se paraliza, los depósitos de agua estallan, revientan los motores, las tiendas de campaña se aplastan bajo el peso de la nieve helada; parapetos, trincheras, toperas de tiradores desaparecieron bajo un inmenso bloque de hielo; los hombres murieron helados. Se piden urgentemente ambulancias a toda la zona franquista y ya ha partido todo el retén existente en Zaragoza. Hubo conductores que murieron también de frío agarrados al volante. Y las ambulancias fueron cargadas a rebosar con la atroz carga que horas más tarde irían dejando en todos los hospitales de la ciudad. Hombres yertos, lívidos, con la somnolencia fatal que caracteriza la muerte por frío; otros gimientes, pero de espanto al contemplar que ya no tenían pies ni manos. Al destapar la somera manta que les cubría podían ver unos inverosímiles colgajos, negruzcos, que se partían con extraña fragilidad al querer apoyarse en ellos o simplemente al intentar moverlos en la misma camilla.

Muchos de aquellos soldados nacionales habían sido enviados al frente de Teruel calzados con alpargatas. Muchos también, sin guantes, se habían dejado la carne a tiras sobre el metal helado de los fusiles.

Según Santiago Lorén, con ser tan dramática la vista de la sangre de un hombre abatido por una bala o con un trozo de metralla, resultaba mucho más dramática aquella horrible y seca muerte de los pies sin sangre, arrugados y como súbitamente envejecidos los tejidos, descomponiéndose a la vista.

Las monjas habían dispuesto en el hospital grandes cubos de basura para arrojar en ellos dedos cortados, pies y manos cercenados por el frío.

Fueron días muy dramáticos en el hospital, durante los que recibieron convoyes, a veces avalanchas, de ambulancias repletas de caídos sin sangre en Teruel.

Batalla de Alfambra y vuelta a la tranquilidad en Zaragoza

Poco después tenía lugar la batalla de Alfambra, cuyo objetivo era despejar las comunicaciones con Zaragoza, iniciando un avance en arco desde Sierra Palomera hasta el río Alfambra. Por el norte actuó el cuerpo de ejército de Yagüe; por el sur, los hombres de Aranda y desde el centro la llamada Agrupación del general Monasterio, quien protagonizó las últimas cargas de caballería en combate de la historia militar de España. Formaron una gran bolsa, donde quedó copado gran parte del ejército republicano, víctima según Santiago Lorén de la incompetencia y de la imprevisión de sus jefes. El día 22 Teruel fue recuperada por los nacionales.

"Esta vez los heridos eran del otro lado: hombres que corrían despavoridos para huir de la artillería, de la aviación, de los fusiles vencedores"

Tras esta épica, el autor cuenta en el capítulo titulado “El legionario Heredia” que Zaragoza, tras la tranquilizadora batalla del Alfambra, volvía a ser la ciudad alegre y confiada, licenciosa y positiva, y que estaba olvidando deprisa el miedo pasado.

También la situación en el hospital se había calmado, así que junto al legionario y un tal Felipe se van a la casa de la Pepita, una de las casas de putas más afamadas de Zaragoza, y allí, pues… mejor leerlo directamente en la obra.

A partir de marzo del 38 las bajas nacionales eran pocas, muy pocas, y al hospital de El Salvador solo llegaban heridos residuales en tontos accidentes o una docena de heridos con limpias heridas de bala como resultado de un espasmódico y corto encarnizamiento de la lucha para limpiar una bolsa, dejada atrás por el avance general sublevado. Esta vez los heridos eran del otro lado: hombres que corrían despavoridos para huir de la artillería, de la aviación, de los fusiles vencedores.

Visita a Híjar, recuperada por los rebeldes

Con el poco trabajo del hospital, el protagonista pidió permiso para ir a Híjar a buscar a su padre y hermano, una vez recuperado el pueblo por las tropas rebeldes. Le fue concedido el permiso.

"Poco antes de llegar a Híjar, al cual llegaba con su uniforme franquista, vio a milicianos muertos, rezagadas víctimas que cayeron mientras huían"

Poco antes de llegar a Híjar, al cual llegaba con su uniforme franquista, vio a milicianos muertos, rezagadas víctimas que cayeron mientras huían. Ninguno de ellos llevaba ya fusil, porque los servicios de recuperación se habían ya encargado de recoger las armas, dejando los cuerpos para una más tardía y menos provechosa recogida.

Encontró a su padre más delgado, pero todavía su hermano presentaba peor aspecto: habían pasado hambre y fiebres paratíficas. Ambos, junto a sus tíos, contaron las calamidades que sufrieron con los anarquistas: sus razzias eran la pesadilla de todos; fusilamientos, robo de víveres, todo el mundo se escondía a su paso, obligaban a quemar santos…

Su tía Emilia quiso que rezaran el rosario todos los días «para dar gracias por haberlos salvado de los rojos».

4ª PARTE: HOSPITAL DE ETAPA

Oficial castrado por los moros

Las novedades que llegaban al hospital las protagonizaban los de su propio bando: un oficial rebelde llegó malherido, pero no por balas o metralla enemiga, sino por el ataque de un grupo de salvajes rifeños sobre los que tenía mando. El oficial, al parecer, quiso detener a los moros a punta de pistola su robo violento, la destrucción gratuita y las violaciones de mujeres indefensas de todas las edades y, «acorralado por aquellas bestias africanas, había sido abatido a machetazos: lo habían castrado y le habían metido su colgajo sanguinolento de sus atributos viriles en la boca».

El autor Santiago Lorén prosigue su retahíla de argumentos contra los moros: afirma que la recluta de kabilas incluía la libre disposición del botín obtenido. La guerra de trincheras del frente de Aragón fue para ellos una especie de estafa: no había botín, ni mujeres a las que forzar, ni pueblos que saquear. Habla de «la vileza sin límites de los rifeños, de hordas subhumanas, hundidas las poblaciones españolas “liberadas” por los moros en el más hondo territorio animal».

Los jesuitas recuperan el hospital El Salvador

Tampoco al autor le gustan los frailes. Poco después de condenar a los rifeños con las más duras acusaciones, comenta que el decreto del 3 de mayo de 1938 restableció en España la Compañía de Jesús. Aquel edificio, trastocado en hospital El Salvador, fue de los jesuitas hasta que la República los expulsó, y ahora iba a ser devuelto.

"En medio de la relativa calma llegó por sorpresa la batalla del Ebro"

Les ordenaron desalojar gran parte del hospital para cederlo a los jesuitas, y quedó reducido tan solo a una cuarta parte de su capacidad. De resultas de tan drástica reducción, las condiciones del hospital empeoraron mucho, y también la de sus enfermos, pero aquellos «seráficos jesuitas permanecieron impasibles».

«Ahora —asevera el autor— a punto de ganar la partida militar, ya no era preciso seguir fingiendo que se preocupaban por los insignificantes mozos de filas que seguían cayendo para su mayor gloria. Eran los caídos moneda depreciada, ya no hacían casi falta».

Batalla del Ebro

En medio de la relativa calma llegó por sorpresa la batalla del Ebro. Comenzaron a llegar al hospital secuencias ininterrumpidas de convoyes de ambulancia. Eran heridas de hombres heridos por otros hombres muy cercanos, cuyas caras pudieron ver. Las tropas de Modesto habían cruzado el río en el sector de la bolsa de Mequinenza y había sorprendido a aquellos hombres en calzoncillos y en camisa, casi desnudos.

Otra vez, por tanto, llegaban los heridos con sus carnes abiertas, carnes desgarradas, huesos astillados, rostros sin nombre y casi sin vida…

El periódico Amanecer, a través de las crónicas de Manuel Aznar, abuelo del que sería presidente del Gobierno de España, José María Aznar, afirmaba que la batalla del Ebro era una bendición para acabar con las últimas fuerzas de los rojos. Y allí apareció Franco, en el Ebro, con unos prismáticos mirando al lejano horizonte… Una vez iniciada la contraofensiva nacional, los heridos que llegaban al hospital eran de balas y bombas de mano.

Acabada la batalla del Ebro, la guerra ya estaba terminando: faltaban cuatro meses para la liquidación total del ejército republicano pero, sobre todo, la guerra quedó ya lejos del hospital de El Salvador.

Conclusión

En Hospital de guerra, Santiago Lorén ofrece una visión penetrante y desoladora de la Guerra Civil Española desde la perspectiva de un hospital de retaguardia. La obra no es solo un testimonio de las atrocidades físicas que la guerra inflige, sino también un estudio crítico sobre la moralidad del conflicto y los efectos deshumanizadores que tienen sobre los individuos. Lorén no escatima en detalles, y a través de su lenguaje directo y desgarrador, nos recuerda que la guerra, incluso para quienes no pelean en el frente, es un infierno en el que la vida y la muerte se entrelazan de manera aterradora.

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