Apenas dos años después de la muerte del escritor chileno Luis Sepúlveda este volumen nos sumerge en su vida más íntima, presidida por la familia y los amigos. También nos permite ver su perfil más viajero y comprometido, en particular con la política y el medio ambiente. Acompañadas por las maravillosas fotografías de Daniel Mordzinski, sus palabras nos lo vuelven vívidamente presente, al tiempo que nos llevan a lugares recónditos de la Tierra del Fuego y a otros parajes donde Sepúlveda no solo encontró historias inolvidables, sino donde también trabó amistades que el tiempo nunca apagó. A lo largo de su incansable periplo, desde el pequeño Hotel Chile en que nació o las cárceles de Pinochet, pasando por Brasil o Ecuador, hasta Hamburgo, los mares de todo el mundo y, finalmente, Gijón, ¿qué perseguía Luis Sepúlveda? ¿Un mundo mejor, un lugar donde sentirse en casa?
Zenda reproduce a continuación las primeras páginas de Hotel Chile, de Luis Sepúlveda.
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Ese Daniel…
Al escribir sobre un fotógrafo como Daniel Mordzinski se termina invariablemente hablando de uno mismo, y no por un afán de protagonismo, de no quedar fuera de la foto, sino por una simple y sencilla razón: Daniel, el Rusito, como lo llamamos los amigos, se mete bajo la piel, ocupa un lugar de honor en la casa, parte el pan en la mesa y prueba el vino que beberemos. Está en todas partes, aunque se encuentre lejos en el mapa del presente, siempre se las arregla para estar cerca de uno.
Es así por ejemplo que, un par de semanas antes de escribir estas líneas, frente al golfo de Reloncaví, por el sur del mundo, pasé frente a un circo cuya carpa llena de remiendos era sacudida violentamente por ráfagas procedentes del mar y (¿se dan cuenta?, ya estoy hablando de mí mismo) de inmediato a mi memoria acudió la historia que me narró alguna vez en Saint Malo, o tal vez fue en la Patagonia, o en Puerto Rico, o en un extraño viaje por la Via Cassia entre Roma y Siena, o en Moscú ateridos de frío y evitando que nos secuestraran, no importa dónde, lo que importa es que Daniel me contó su primer no acercamiento a una cámara fotográfica.
En un circo bonaerense tal vez tan pobre como este de carpa azotada por el viento, sorteaban una cámara fotográfica entre el público, Daniel se sabía el número para el sorteo, lo tenía grabado en su memoria, y cuando el director del circo, entre fanfarria musical, anunció el número ganador, era ese, el número de Daniel, pero su padre había perdido el billete y, por más que lo buscaron, no apareció jamás.
Cuando Daniel contó esta historia vi esa cámara, una elemental, una de esas en las que había que pasar el rollo de película mediante un extraño mecanismo de engranajes metidos en los bordes del rollo Kodak o Agfa, de 24 o 36 posibles fotos como máximo. Era de plástico, lo sé, no vi jamás esa cámara, pero lo sé, con la misma certeza visual con que todavía veo a Daniel en un paraje de la Patagonia, con los dos brazos metidos en una bolsa negra y a punto de ser levantado por el viento inclemente, mientras pasaba película de un tambor a los carretes de su Leica.
Daniel Mordzinski, el Rusito, contagia lo visual, o, mejor dicho, torna visuales hasta los deseos. «Vamos, Sepúlveda, demuestre lo que afirma», dirá alguno. Vale. Hace ya como quince años, estábamos en la Tierra del Fuego y Daniel hizo entonces varias fotos de un tipo extraño, un solitario insuperable, un sujeto que se movía sin más compañía que las dos o tres canciones que sabía silbar y buscaba oro en los ríos limpios del sur del mundo. Daniel le hizo varias fotos pero faltaba una, siempre falta una, la elemental, que en este caso era una foto de ese hombre metido en el agua, sumergiendo la callana de metal y mirando qué había entre la arena y los guijarros. Ese hombre llevaba mucho tiempo sin sacar ni una escama dorada, pero bastó que Daniel imaginara una foto con una pepa de oro en la callana para que ocurriera, y entre las exclamaciones de júbilo de ese ermitaño, clic, listo, ahí estaba la realidad espontánea, el momento preciso que solamente Daniel es capaz de ver a fuerza de deseo.
Hay quienes se preguntan por qué Daniel es tan querido por las escritoras y escritores, por qué se ha convertido en el gran fotógrafo de escritores, y me atrevo a formular una respuesta: Daniel es un narrador de imágenes, sus fotos, aunque no se mueven, son planos secuencias de un determinado momento, invitan a ser leídas, sobre todo por los mismos retratados. «Vamos, Sepúlveda, demuestre lo que afirma», dirá el mismo hinchapelotas de siempre. Vale.
Hace un montón de años salimos a caminar por el parisino Jardín de Luxemburgo junto a Juan Gelman, la idea era estirar las piernas, hacer hambre y luego irnos a comer a un boliche argentino. De pronto, Daniel nos ordenó hacer algo; acercarnos hasta la estatua de un león y tirarle la cola. Clic. Listo. Seguimos caminando y Gelman me tomó de un brazo: «Pero cómo nos conoce este muchacho, nos hizo repetir lo que hemos hecho toda la vida; tirarle la cola al león», dijo Gelman, y seguimos andando.
Así es Daniel Mordzinski, el Rusito, mi amigo, mi hermano, mi socio, el inventor de un género: la fotinski. Clic, listo. Lo que escribo no es ciertamente un retrato de Daniel, digamos que es una polaroid de mi afecto, o algo así.
Gijón, 2014
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Autor: Luis Sepúlveda. Fotografías y edición: Daniel Mordzinski. Título: Hotel Chile. Editorial: Tusquets. Venta: Todostuslibros
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