Mi admirada Sylvia Plath:
Me aterra escribirte una carta, a ti, que fuiste una escritora de cartas casi profesional; incluso tus cartas se han vendido en Sotheby’s, se editan ahora en varios tomos y se han traducido a más idiomas de los que podría imaginar. A veces me pregunto si te gustaría ver publicadas tus cartas, si te haría gracia que se vendan tus palabras más personales y privadas al mejor postor.
Aunque son cosas que no sabes, por supuesto. Hoy cumplirías 90 años si siguieras aquí; pero, si te soy sincera, no creo que te gustaría el mundo en el que vivimos. Hay días que me niego a leer o ver las noticias porque prefiero ignorar las desgracias del mundo que me rodea para que no me carcoman por dentro. Supongo que a ti te pasaría lo mismo, que a veces ignorarías los periódicos para poder centrarte en tu vida y tu escritura antes de entristecerte más. Aunque siempre te interesó la actualidad y plasmaste en relatos y poemas el horror que relataban las noticias, me gusta pensar que a veces también te gustaría haber sido, en algunos momentos, una ignorante o, al menos, menos consciente de los horrores provocados por el propio ser humano.
Lo que sí creo que te habría gustado es ver cómo te has convertido en una de las autoras más importantes de la literatura del siglo XX. Muchas hemos llegado a tu obra por una necesidad de sentirnos comprendidas, de encontrarnos entre palabras resbaladizas que se cuelan en las grietas de nuestra vida donde no hay ninguna luz que la ilumine. La campana de cristal representa la depresión más allá de la historia de una joven escritora que parece que ha conseguido, a los ojos de los demás, el éxito profesional como becaria en una de las revistas femeninas más importantes de los años 50 en Estados Unidos. Los sentimientos enjaulados en la campana de cristal de Esther Greenwood, la protagonista en la que escondiste momentos de tu vida, siguen siendo los que millones de personas hemos llegado a sentir —y sufrir— en cierto punto de nuestra existencia. Sin embargo, la memoria colectiva lectora ha parecido olvidar que también es una obra de ficción; que la novela no es una simple narración de unos instantes de tu vida.
Los poemas de Ariel se publicaron. Y te aseguraron, con tu segundo libro de poemas, un espacio propio en la historia universal de la poesía, tan marcada por hombres. Ojalá pudieras ver que se te recuerda por poeta y escritora, no solo por madre, no solo por estar separada de tu marido, no solo por la soledad que te rodeaba y te corroía por dentro los últimos meses de tu vida. Trascendiste, y es lo que debería importar.
Es lo que debería importar, porque parece que se ha dado más importancia al mito que se ha generado a través de tu figura como mujer suicida. Como si el fin de tu vida no se hubiera dado por una serie de circunstancias poco favorables: estar separada y casi divorciada en la Inglaterra de los años sesenta, criar sola a tus dos hijos, vivir lo que se conoció como el peor invierno del siglo con gripes constantes, tener problemas económicos y el miedo a revivir experiencias pasadas terroríficas en un nuevo ingreso psiquiátrico. Como si no hubieras demostrado que querías vivir, más que cualquier otra cosa en el mundo, pero no con la vida que te había tocado.
Aunque, Sivvy, esto no es más que una carta de amor. Como en tu poema «Love Letter» [Carta de amor], «No es fácil decir cuánto me has cambiado. / Si ahora estoy viva, es que estuve muerta.» (Not easy to state the change you made. / If I’m alive now, then I was dead.) No recuerdo quién era antes de que tu escritura apareciese en mi vida. Aunque te conocía de «vista» gracias a internet en mi adolescencia, no fue hasta que me mudé a Reino Unido que no te empecé a leer en serio. Y, a partir de mis diecinueve años, empecé a estudiarte, a investigar tu poesía y tu prosa, a escribir sobre lo que nos has dejado y a traducirte profesionalmente.
No sé si te conozco como si fueras una amiga, porque me he deshecho de toda idea preconcebida tuya que tenía, ni me gustaría conocerte: supongo que se pierden ídolos en el camino cuando los conoces, y por eso me tranquiliza que nunca, nunca llegarás a leer esto. No me gustaría saber qué pasaría si me sintiera decepcionada si te conociera o si esta carta te fuera indiferente, que es peor que si no te gustara.
No solo fueron importantes las cartas en tu vida porque fueron tu forma de comunicarte con los demás, sino porque, entre otras cosas, en el poema «Burning The Letters» [Quemando las cartas], donde metaforizas la quema de cartas tan conocida que tuvo lugar en el jardín de Court Green y marcó el inicio de tu separación con tu marido, sentenciaste que la desaparición de dichas cartas era lo inmortal y no las palabras escritas en ellas: «Diciéndole a las partículas de las nubes, a las hojas, al agua / Qué es la inmortalidad. Que es inmortal.» (Telling the particles of the clouds, the leaves, the water / What immortality is. That it is inmortal.) En la prosperidad, este acto se ha convertido en inmortal, y no las cartas en las que descubriste que tu marido no te quería como merecías.
No sé si esta carta será inmortal: sí, estará publicada, alguien la leerá, a lo mejor me avergonzaré dentro de unos años al sentir demasiado «intensas» estas palabras y haré como si no la hubiera escrito, pero no sé si será inmortal. De todas formas, ¿qué es la inmortalidad sino la sensación de perpetuidad en un momento concreto?
Y dudo que te importe ya la inmortalidad cuando ya sabes lo que es morir. Yo todavía no lo sé, y es algo que me aterra: todavía me queda mucha vida por vivir, y tú me has ayudado a entenderla, sin que lo sepas. Es una pena que tuvieras que pasar por mis mayores miedos para que me sienta acompañada, y que además me sienta así por textos que, en mayor medida, no aceptaste que se publicaran, porque casi toda tu producción literaria se ha publicado póstumamente.
Por mi parte, para darte las gracias —o a lo mejor en un sentimiento egoísta de culpabilidad—, intentaré dar la imparcialidad que merecen tus textos en español; o que al menos no se vean teñidos por un mito que probablemente no te gustaría y que negarías. Intentaré que se te lea como la autora astuta, inteligente e irónica que fuiste. Porque fuiste más que una mártir, fuiste mucho más que eso. Debo darte las gracias también por nunca haber dejado atrás la honestidad en tu escritura mientras vivías en un mundo tan siniestro.
Y no dejaré que tus palabras caigan en el olvido, no aceptaré que tus palabras las entierre tu final del 11 de febrero de 1963, y estoy segura de que esta resignificación de tu obra llegará algún día, más pronto que tarde.
Mi querida Sylvia, hoy cumplirías 90 años. El sol volverá a salir todas las mañanas después de la eterna hora azul, los higos maduros seguirán estallando contra el suelo, las amapolas seguirán tan rojas como las viste y los narcisos que cubrían los jardines ya se han marchitado, pero volverán a florecer. Hoy cumplirías 90 años, y aunque hace muchas décadas que ya no estás, perdura la belleza cruel que nos dejaste en tu obra. Y eso, Sivvy, es lo único que debería importar.
Qué bienvenida, excelente narrativa.