A continuación reproducimos Huecos en la pared, un relato de David de la Torre.
A veces no sabía cómo empezar, porque el día a día consumía mi existencia. Hubo un tiempo que escribía sin esfuerzo, dejándome llevar, pero desde hacía unos meses, esa fuente de inspiración de pronto desapareció.
Ahora que lo tenía ordenado y vacío, podía usarlo sin interrupciones. Entonces me senté y lo miré con detenimiento: una tabla de madera maciza que pesaba una tonelada, soportada por patas gruesas blancas y firmes, que parecían ancladas al suelo. Recuerdo que una vez que lo montamos nunca más se movió. Ni por intención, ni por ganas, la verdad. Entre tanto crío correteando alrededor de nuestras piernas, el mejor lugar para tener las herramientas era bien guardadas en su caja roja de metal, desconchada por los años, que ahora descansaba en el altillo. Al recordar aquello vino a mi memoria una cita. Alguien vendría hoy, pues el grifo de la cocina debía ser reparado con urgencia. Goteaba. Constantemente. Y eso nos ponía nerviosos. Cada vez que íbamos a dormir, él no podía aguantar ni cinco minutos, y en cuanto yo abría los ojos ya no estaba allí. Imagino que andaría en la cocina intentando algún truco de los suyos para detener la hemorragia de la casa que supuraba por el grifo.
Logré centrarme al mirar el reloj. «Aún queda una media hora, quizás pueda escribir algo», me dije, pues el fontanero vendría entre las cinco y las seis, y aún eran las cuatro y media. Volví a revisar el escritorio: un bote de lápices de colores negro y amarillo, como el polen, rellenaban un bote de cerámica situado a la izquierda. Un atril en medio aguantaba el libro que andaba leyendo el mes pasado, uno cuyo autor no conocía nadie pero que, a él particularmente, le embaucaba y le obligaba a expresar lo que sentía mientras cenábamos o esperábamos en el coche a que salieran los chiquillos del colegio. Y a la derecha una lámpara de acero vieja, muy vieja, de bombilla incandescente que él se negaba a sustituir por una de bajo consumo. Es cierto que a mí me parecía un atraso pero, pensándolo bien, le daba un toque mágico a aquel lugar donde él pasaba noches enteras escribiendo con sus lápices en folios de papel marrón.
Y mientras le esperaba que volviera de trabajar, podía escuchar a los chicos corretear a mi alrededor, peleándose como de costumbre, volcando algún objeto que anduviera en medio del pasillo o intentando seguir al gato, pobre gato. Lo que aguanta este animal. De tanta paciencia que tiene le pusimos el nombre de Job, como el santo. Y ese santo que era mi inspiración, entre tanto ruido, se me fue al cielo.
—¡Mierda! —dije en voz alta, e inmediatamente me arrepentí. No me gustaba que los niños escuchasen esas palabras de mi boca, así que me levanté, abrí la puerta del estudio y asomé la cabeza. Al otro lado escuché silencio, un ronroneo lejano, un coche que aparcaba debajo de casa, una mosca valiente que asomaba por allá… pero nada más.
—Estarán jugando en su cuarto —pensé, y relajé mis músculos. Miré el reloj de nuevo y vi que se acercaban las cinco, el fontanero estaría al llegar—. Vuestro padre está al llegar —susurré al vacío del salón, y sonreí. Sentí escuchar una voz que afirmaba algo, pero la inspiración volvió en mí como un abrazo y confundí los sonidos, cogí un papel y un lápiz y comencé a escribir un cuento, algo sencillo basado en una idea, una de esas ideas que nacen una mañana de invierno fría y oscura y van creciendo poco a poco como un árbol que agarra todos tus nervios, una idea que nace de un desastre, de un hecho traumático, de un accidente. Una idea que aparece y no te deja jamás, hasta que logras encontrar un momento de paz para vomitarla sobre el papel. Hasta que llamaron a la puerta.
Dejé el lápiz con fuerza sobre el escritorio y la punta se rompió, pues más parecía que quería acuchillar aquella pieza de madera horizontal que dejarlo con suavidad. Sin pensarlo, salí del estudio sin mirar a los críos al pasar por su cuarto, ignorando al gato y su cuenco de comida vacío, pasando de largo ante todos los huecos de la pared, donde antes hubo fotografías familiares, y agarrada a mi bastón conseguí llegar a la puerta.
—Buenas tardes, ¿qué desea? —dije con voz entrecortada.
—Hola —respondió un hombre embutido en mono azul que me miró por encima del hombro—. Soy el fontanero, ¿está su marido?
Y le miré, aguantando una lágrima adherida al alma.
—No señor, yo… yo vivo sola.
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