Un relato delicado e inquietante, así lo define Rosa Montero en su prólogo. A continuación reproducimos Huevos fritos con patatas, de Nuria Barrios.
Hombres (y algunas mujeres) es un libro no venal editado por Zenda con once cuentos extraordinarios de escritoras hispanoamericanas que celebran el 8 de marzo, día internacional de la mujer.
En este volumen, ideado, coordinado y editado por Rosa Montero, participan Elia Barceló, Nuria Barrios, Espido Freire, Nuria Labari, Vanessa Montfort, Lara Moreno, Claudia Piñeiro, Marta Sanz, Elvira Sastre, Karla Suárez y Clara Usón.
—Yo fui muy feliz en la cárcel.
—¿Feliz? ¿Cómo ibas a ser feliz si tenías tres años y estabas encerrado con una extraña que te había secuestrado? —dice con asombro la hija.
El padre se encoge de hombros. Tras el cristal de la ventana del cuarto de estar se ve el aire azul violáceo del anochecer. La habitación da a un patio interior, pero la casa está en un décimo piso y por encima sólo hay una azotea de ladrillo rojo y el vasto cielo desnudo.
—La mujer me dijo que había rejas para que no entraran ladrones y que los guardias estaban allí para que nadie se metiera con nosotros —el hombre se echa hacia atrás en el sillón mientras rememora en tono jovial–. Yo salía al patio a jugar con los hijos de las otras presas. Para mí aquello sólo era una vida diferente: una casa con muchas mujeres y con otros niños.
La hija lo escucha atenta. El padre disfruta al verla pendiente de sus palabras, riendo con sus aventuras.
—¿Cuánto tiempo pasaste allí?
—No sé exactamente… Semanas. Estuve más tiempo entre rejas que en la calle. Al marido de ella lo enviaron a la cárcel de hombres y a nosotros a la de mujeres. Si mi madre no hubiese venido desde Madrid a buscarme, mis padres me habrían perdido la pista para siempre, porque la guerra estalló poco tiempo después. Quién sabe cuál sería ahora mi historia —el padre sonríe y las arrugas de sus 86 años le achinan los ojos hasta casi ocultarlos–. Quizá me habrían llevado a un centro de acogida de niños, me habrían adoptado y yo ahora sería catalán y hablaría catalán.
Los grandes ojos oscuros de la hija brillan con ironía.
—Seguro, y serías independentista y del Barça —le dice.
—¡Eso no! A mi Atlético que no me lo toquen —se ríe el hombre, mientras se ajusta la bata de cuadros marrones. Son las seis de la tarde, pero él tiene la costumbre de ponerse el pijama para estar por casa—. No sé qué hubiera sido de mi vida… Mi madre me salvó. Cuando regresamos a Madrid nadie volvió a mencionar lo sucedido. Lo que pasó ya lo has leído.
El padre ha escrito un pequeño relato sobre su madre, Catalina, y lo ha enviado por email a sus hijos. Narra varias historias donde ella lo salva, historias extraordinarias como esta de la cárcel, que zanja con naturalidad en apenas unas líneas:
“A principios del verano de 1936, un matrimonio que era cliente de la tienda de frutas que atendían mis padres les pidió autorización para llevarme de vacaciones a Barcelona y para allá me fui. Yo tenía tres años. Pasaron las semanas y mamá estaba intranquila porque había llamado varias veces a casa de aquellos señores y no había respuesta alguna por su parte. Se fue sola a Barcelona, pero aquellos señores habían desaparecido del piso. A ella se le ocurrió ir a una comisaría para pedir ayuda. Allí la informaron de que eran profesionales del robo y de que estaban en la cárcel con un niño. Finalmente, mamá llegó a la cárcel donde estaba la mujer en una celda conmigo. Nunca volvimos a saber de ellos”.
Parece un cuento de Dickens: el robo de un niño pobre por dos desaprensivos que se aprovechan de la inocente confianza de sus padres, su viaje a Barcelona con la pareja de estafadores que planean quedárselo para utilizarlo en sus engaños, el brusco encierro en prisión con la falsa madre… Solo el arrojo de la madre verdadera transforma el drama con su final feliz. El padre les ha relatado esa historia a los hijos en otras ocasiones. Siempre lo ha hecho como si fuese una fábula que sucedió en un pasado lejanísimo, una de esas narraciones fantásticas que se cuentan a los críos antes de irse a la cama y que ellos escuchan con asombro maravillado antes de cerrar los ojos y dormir, abrazados por el calor del edredón.
Pero esta es la primera vez que el padre la ha escrito. La hija la ha releído varias veces y en cada lectura el texto le parece más oscuro. Es como una fotografía, una imagen plana, sin profundidad. Lo que el texto cuenta parece ocultar todo lo que no cuenta. Piensa en el crío solo, lejos de sus padres y de su hermana mayor, en un hogar desconocido, en manos de unos timadores, sin nadie a quien pedir ayuda. Y se estremece por lo que pudo haberle pasado, por lo que debió pasar.
—No lo entiendo, papá, ¿cómo es posible que la abuela te dejara, tan pequeño, en manos de unos extraños?
—No eran extraños —la corrige él—. Mi madre los conocía desde antes de que yo naciera. Ellos pasaban parte del año en Madrid y parte en Barcelona. Cuando estaban en Madrid iban a comprar al puesto que tenían tus abuelos en el mercado de Torrijos. No tenían hijos y, cuando mi madre se quedó embarazada de mí, el hombre le dijo que quería ser mi padrino. Ella aceptó. Por eso me llamo Raúl, porque él se llamaba Raúl.
—¿Ese hombre era tu padrino? —exclama la hija como si le costara creerlo. El nombre de su padre, que han heredado con orgullo el hijo, el nieto y varios primos, proviene de un estafador que lo secuestró—. Y ella… ¿Cómo se llamaba ella? —pregunta con recelo.
—No me acuerdo.
—Así que eran amigos de los abuelos.
—Amigos, no. Tenían buena relación, pero nunca estuvieron en nuestra casa.
—Entonces, ¿cómo dejó la abuela que te llevaran a Barcelona?
—¿Cómo iba a imaginar ella lo que pasó? ¿Cómo iba a saber que eran unos ladrones? —la cara del padre se ensombrece mientras defiende a su madre—. Ellos eran muy educados e iban siempre bien vestidos. Debían de tener ganas de tener un hijo y vieron en mí un niño muy majo. Dijeron que me llevarían a la playa, a ver el mar. Yo jamás había salido de Madrid y probablemente mis padres tampoco habían estado nunca en la playa. Mi padre se marchó de Orense para trabajar en Madrid muy joven. Y mi madre se vino de Badajoz a Madrid a servir con quince años y con diecisiete ya estaba embarazada de mi hermana. Su vida era ir del trabajo a la casa y de la casa al trabajo. Entonces no era como ahora: no había regalos de Reyes, no había fiestas, no había nada.
La hija sabe cómo era su padre entonces. En uno de los álbumes de la casa hay una foto en blanco y negro, un retrato de familia que debió de tomarse un año antes de que él viajara a Barcelona. Marcelino sostiene en el regazo a su hija, Margarita, y Catalina a su hijo, Raúl. Probablemente es invierno porque Marcelino lleva su sombrero, ladeado como acostumbraba, y Catalina un abrigo de anchas solapas. Todos están muy serios. Margarita se parece a su padre y Raúl a su madre. Como ella, tiene el pelo rizado, peinado con la raya a la izquierda, y unos ojos enormes y oscuros. Sólo Catalina mira a la cámara. Es una mujer muy bonita, con el cabello recogido en un moño, el óvalo del rostro en forma de corazón, las cejas bien dibujadas, la nariz fina y la boca pequeña. En el mercado donde trabajaba la llamaban “La guapa de Torrijos”.
Es fácil comprender por qué le gustó a aquel matrimonio de estafadores ese niño que parecía un muñeco, el hijo de la guapa de Torrijos. La hija adivina al pequeño en el rostro envejecido de su padre, aunque de los rizos de entonces sólo quedan unos caracolillos canosos en la parte posterior de la cabeza. Lo imagina asustado y solo, lejos de casa, y siente deseos de abrazarlo.
—¿No lloraste cuando te separaron de tu madre?
Su padre enarca las cejas, como si no la comprendiera.
—Supongo que estaba encantado de ir a la playa. ¿Por qué iba a llorar?
—Porque eras muy pequeño y no los conocías y, además, nunca habías estado separado de tu madre.
—No recuerdo que llorara ni protestara. La verdad es que tampoco me acuerdo del viaje.
—¿Te llevaron a conocer el mar?
El hombre se queda en silencio unos instantes mientras se esfuerza en recordar.
—No lo sé —dice, al fin—. Yo creo que el primer sitio donde vi el mar fue Benidorm cuando tenía veintisiete años. Tu madre y yo fuimos allí en un Seiscientos en el viaje de novios y nos quedamos dos o tres días.
—Entonces tus padrinos no te llevaron a la playa.
—A lo mejor fuimos y a ellos no les gustaba quitarse la ropa y no me dejaron meterme en el agua.
En la voz del padre hay un destello de impaciencia. La hija nota su incomodidad, pero la ignora. Quiere saber qué sucedió. Ya no le sirve el relato que ha escrito el padre.
—¿Te acuerdas de algo de Barcelona?
Los ojos del hombre se vuelven hacia la ventana. En el patio, profundo como un pozo, cae el frío de la noche.
—A la abuela le enviaron un par de fotos mías: en una estoy en un parque con otros niños y en la otra, en una plaza y a mi espalda hay un obelisco. Me llevaban bien vestido, con una camisa blanca y unos pantalones cortos, pero ellos no aparecían en ninguna de las dos. Probablemente no querían que les identificara la policía.
—¿Cómo eran?
Ella lanza sus preguntas como si fuesen anzuelos, con la esperanza de que alguna arrastre los demás recuerdos.
—Yo creo que él era mayor y ella era rubia y más alta que él. No sé si se dedicaban a engañar a la gente o a quitar carteras. Probablemente a mí me presentarían como a su hijo.
—¿Te trataban bien?
—No recuerdo que me trataran mal. Ni bien. Tampoco me acuerdo de su casa. ¿A quién le importa eso?
El malhumor endurece el semblante del padre, tan afable cuando la hija llegó a media tarde. Su aventura infantil ha suscitado inesperadamente un interrogatorio del que intenta zafarse.
—Y de la cárcel, ¿te acuerdas?
Él niega con la cabeza.
—No, no sé si estábamos solos en una celda o con más mujeres… —se detiene a carraspear con fuerza y, con la voz aún turbia por el esfuerzo, añade—: Ni siquiera recuerdo haber estado en la cárcel.
La hija lo escucha, incrédula.
—¿Y los niños con los que jugabas en el patio? ¿Y las rejas? ¿Y los guardias que veías?
—Bueno, hija, no sé… Sólo tenía tres años.
El hombre rehuye la mirada expectante de ella y no dice nada más. La hija lo observa, inquieta. Si es cierto que no recuerda nada, ¿por qué se ha inventado el relato que les ha contado? ¿Cómo puede haber olvidado algo así? ¿Es olvido o desmemoria? Aunque si no recuerda nada, ¿será amnesia? ¿Qué sucedió para que haya borrado todo como si jamás hubiese sucedido?
Debería dejarlo ahí antes de que el padre se enfade, se levante y abandone la habitación. Pero no puede. Es como un perro que ha olfateado un hueso y escarba para desenterrarlo.
—¿Sabes cómo se llamaba la cárcel?
—Qué más da —contesta él con desgana.
Ella saca el móvil y teclea en Google: “Cárcel de mujeres Barcelona 1936”.
Enseguida salta a la pantalla lo que busca. Correccional General de Dones, en la calle Reina Amalia y Ronda de San Pablo, en el Raval Sur. Se conocía como “la cárcel vieja”, la presó vella, aunque también era denominada “la prisión de mujeres”, “el patio de las niñas”, o “la Galera”. Un lugar terrible e insalubre donde malvivían ladronas, asesinas y prostitutas con anarquistas, comunistas, sindicalistas… Fue derribado en octubre de 1936.
Se lo lee al padre y luego le tiende el móvil.
—Mira, ahora hay una plaza.
En la pantalla se ve un espacio diáfano y luminoso con palmeras y canastas. Hay niños corriendo y balanceándose en los columpios. Él le echa un rápido vistazo y le devuelve el teléfono. ¿Por qué va a mostrar más interés? Si hubiera querido, podría haber buscado información sobre aquella prisión y nunca lo ha hecho. Ella contempla la plaza antes de guardar el móvil. Piensa en su padre, jugando con otros niños en el mísero patio de la cárcel, enterrado ahora bajo las hermosas palmeras.
—Qué alegría debiste de sentir cuando apareció la abuela para sacarte de allí —le dice.
—No me acuerdo —rezonga el padre y, antes de que su hija le pregunte, se adelanta—: Tampoco recuerdo el viaje de vuelta ni el encuentro con mi padre y con mi hermana. No recuerdo nada.
No puede disimular su irritación ante la insistencia de ella. Se irrita como si la hija lo cogiera de la mano y lo obligara a adentrarse en una niebla que él no desea despejar. Se resiste a ir más allá de la historia que ha escrito para los hijos. Esos recuerdos son caminos bien marcados en su memoria. Fuera de ellos no sabe qué hay, qué dolor le espera. Pero la hija lo empuja aunque él se resista.
—Lo que pasó ya lo he escrito —insiste para zanjar la conversación—. No se me ocurre qué más contarte.
Ella ignora su deseo de acabar.
Siente un extraño desasosiego, como si el malestar del padre fuese contagioso, pero el suyo es un malestar distinto.
Las zonas de sombra de los padres se prolongan hasta los hijos.
Ella quiere saber. Necesita saber para contarse a sí misma.
—¿Cómo sabes entonces lo que sucedió durante las semanas que estuviste en Barcelona?
—Cuando cumplí ocho años, tu abuela me lo contó. Nunca se había quejado antes, pero llevaba esa pena dentro y recuerdo que rompió a llorar.
—¿Qué te contó?
Ante la férrea determinación de su hija, el padre cede.
—Aquellos señores le habían dicho a tu abuela que me traerían a Madrid al cabo del mes. Pasó ese tiempo y yo no volví. Mi madre fue a la centralita que había en la calle Hermosilla para llamarlos, pero no respondieron. Llamó varias veces en días distintos, pero nunca le cogían el teléfono. Imagínate la angustia que tendría que dejó a mi padre y a mi hermana en Madrid y se fue sola a Barcelona. Cuando llegó se dirigió a las señas que le habían dado. Era un piso en un edificio, pero allí nadie conocía a aquellos señores. Al darse cuenta de que la dirección y el número de teléfono que tenía eran falsos, corrió a una comisaría en busca de ayuda y contó a los guardias lo que le sucedía. Afortunadamente, los nombres de la pareja eran verdaderos. De allí la enviaron a otra comisaría donde por fin le dijeron que los habían detenido por estafadores y que estaban en la cárcel: él, en la de hombres y ella, en la de mujeres con un niño. Mi madre fue a buscarme y me llevó a casa.
El padre recita lo que le contó su madre, Catalina, como antes se aprendían las lecciones, frase a frase, de memoria, hasta reconstruir el párrafo, la hoja, la lección. La hija lo escucha ahora de otra manera. Comprende que es su abuela quien habla en las palabras de su padre. La historia sale de la boca de Catalina como un vaho denso que desdibuja la angustia en los ojos del niño, que la escucha atento. Su relato es una niebla mullida y cálida como su cuerpo. El niño la respira y ese blando algodón envuelve lo sucedido, lo sofoca hasta que no queda nada. La madre le habla de los guardias que les protegen, las rejas en las ventanas para que nadie se cuele y les haga daño, de los otros críos que juegan con él en el patio con una pelota hecha de trapos liados y atados con cuerdas. Su relato es la frontera entre la realidad y la ficción, entre el frío y el calor, entre la tragedia y la aventura. La luz que proyecta el amor de la madre ilumina al hijo y lo rescata del abismo.
—Eso es todo —concluye el padre y se echa para atrás en el sillón—. ¿Hemos acabado?
—Sí, papá, es una historia increíble —asiente la hija.
Puede que esa historia no sea más que una invención, pero ¿no es la memoria un acto de invención? Memoria y olvido, ¿no son elementos de la misma ficción? La tierra sobre la que se levanta el relato del padre cede bajo los pies, pero el amor lo sostiene. Esa es la sustancia de la cual está hecha su memoria: el amor inmenso de su madre, su deseo de protegerlo de las imágenes dolorosas con las imágenes elegidas.
Sus recuerdos de la abuela acuden a ella, cómplices, para disipar el malestar del padre.
—Cuando era pequeña y llegaba de la calle con las manos heladas, la abuela me las sujetaba y las colocaba bajo sus axilas para calentarlas —sonríe al recordar ese gesto de gallina clueca que mete a los polluelos bajo sus alas—. ¿Contigo también hacía eso?
El semblante del padre se suaviza y parece ablandarse, repentinamente cansado.
–Claro —sus ojos apesadumbrados buscan los ojos de la hija—. Yo fui un niño feliz porque mi madre se volcó conmigo. Fue un tiempo muy difícil y ella lo hizo fácil. Tuvo que enfrentarse a muchos problemas, pero tenía un sentido alegre de la vida y yo te diría que, cuando no era feliz, el cariño que nos daba a mi hermana y a mí la llenaba. Centraba todo su amor en nosotros, sobre todo en mí. No pasé hambre y nunca tuve frío, pero si me preguntas si volvería a esa época, te digo que no. Los momentos duros fueron muy duros. Yo no lo sabía entonces porque no conocía otra cosa. A los ojos de un niño la vida es siempre nueva.
Detrás de la ventana el cielo es ahora un trazo negro. La hija mira el reloj, se levanta, se inclina para besar a su padre y se despide, pero en la puerta de la casa él la detiene:
—¿Sabes cuál es el primer recuerdo que tengo de tu abuela? La comida que me hacía, sobre todo los huevos fritos con patatas. Los huevos tenían su puntillita y las patatas le salían siempre crujientes y doradas.
Cuando cierra la puerta, el padre se dirige a la cocina. Elige una sartén grande, vierte el aceite y enciende el fuego. Mientras se calienta, parte tres patatas en bastones muy finos para que les dé tiempo a freirse por dentro y por fuera. Su cocina es grande, de azulejos blancos, con los muebles también blancos y la encimera roja. Con el rabillo del ojo vigila el leve movimiento del aceite en la sartén. La superficie lisa empieza a dibujar pequeños círculos que tiemblan, oscuros. Los fragmentos rotos de su memoria parecen picotearlos como lluvia. La cocina de su madre era muy pequeña, con un ventanuco que daba a un patio angosto. Apenas cabían una cocina de hierro, que se calentaba con astillas y carbón, una pila para fregar y una sillita baja.
Cuando el aceite empieza a humear, levanta la tabla de cortar, la inclina levemente sobre la sartén y con el cuchillo empuja las patatas. El aceite rompe a burbujear y abraza la carne blanca con un chisporroteo. El aroma de la fritura entra en su nariz, sube hasta el cerebro y recorre el laberinto que lo conduce hasta su madre. Las manos del hombre imitan sus gestos mientras mueve las patatas con la espumadera para que no se peguen. Las manos de la madre eran ásperas y duras de trabajar en el mercado con el frío helador del invierno y el calor asfixiante del verano. Sacar el género de las cajas, colocar, cortar, envolver en papel… Cuando llegaba a casa, olían a apio y a naranjas y había tierra en las líneas de las palmas y bajo las uñas. Las manos del hijo son suaves. Manos de años trabajando con papeles en un despacho, salvadas por la madre del frío, del calor, de la tierra…
El humo, que se alza tembloroso ante sus ojos, dialoga con el vaho agitado que exhala la memoria. Ella engañó al marido para que él pudiese estudiar. Le hizo creer que la academia era gratis y, a escondidas, daba el dinero al hijo. El enérgico burbujear del aceite, su alegre chisporroteo, el calor que le enciende el rostro hablan de su madre mejor de lo que él es capaz.
Poco a poco el desasosiego provocado por las preguntas de la hija empieza a disiparse. Desasosiego por el pasado, años de miseria que durante toda su vida ha intentado olvidar por temor a verse atrapado de nuevo por ellos. Desasosiego también por el futuro, cada vez más corto.
El dorado de las patatas empieza a oscurecer. El hombre se apresura a romper dos huevos por encima de ellas y, antes de que cuaje la yema, saca todo con presteza. Lo coloca en una fuente y, como hacía su madre, espolvorea por encima pimentón y un poco de vinagre y parte los huevos con la paleta.
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Coordinadora editorial: Rosa Montero. Autoras: Elia Barceló, Nuria Barrios, Espido Freire, Nuria Labari, Vanessa Montfort, Lara Moreno, Claudia Piñeiro, Marta Sanz, Elvira Sastre, Karla Suárez y Clara Usón. Título: Hombres (y algunas mujeres). Editado por Zenda con el patrocinio de Iberdrola. Descarga gratuita en Amazon
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