Foto de portada: Alejandro Beltrame
Reproducimos a continuación la entrevista realizada al periodista y escritor argentino Hugo Alconada Mon por Luciano Sáliche en Infobae.
A paso raudo, Hugo Alconada Mon entra al Café Vicente López con la mochila colgada de un hombro. Afuera hace un frío atroz pero el sol lo maquilla todo. Saluda con un fuerte apretón de manos y esboza una sonrisa tierna, casi infantil. El mismo contraste que se forma entre el sobretodo estilo Chesterfield, el pullover liso y el pantalón recto y las zapatillas de lona blancas. Deja el abrigo en el respaldo de la silla, pide un cortado y suspira, como si se sacara de encima la rutina, como si se sacudiera la solemnidad del periodista de investigación para dejar en carne viva lo que ahora es: un novelista apasionado. En 2022 publicó su primera novela, La ciudad de las ranas, y fue un éxito de ventas. Este año, hace apenas una semana, tal vez dos, llegó a las librerías la segunda: La cacería de Hierro (Planeta).
La novela se inicia cuando el otro protagonista, el guardiacárceles Valentín Hierro —personaje de ficción que Alconada Mon introduce en la trama verídica—, va a ver a Vucetich para que le enseñe todo lo que sabe. Su madre murió dos años atrás y necesita esclarecer el crimen. Dos vidas distintas, dos pasados distintos, pero un interés común: surfear la ola del positivismo criminológico que baña a la Argentina.
—¿Cómo te topaste con la historia de La cacería de Hierro? ¿Cuándo entendiste que podía ser una novela?
—Llegó durante el proceso de investigación de la anterior novela, La ciudad de las ranas. Ambas, Ranas… y La cacería de Hierro, están centradas en un mismo periodo histórico, entre 1880 y 1900, ese abanico de veinte años, y más o menos la misma ubicación geográfica, La Plata. La fundación de La Plata. Mientras buscaba material para La ciudad de las ranas me encontré con esto que ya es un caso relativamente conocido. De hecho Federico Andahazi, con el cual hablé el otro día, ha publicado una novela que se llama Las huellas del mal. No es que estoy publicando algo que es completamente novedoso, pero ahí me lo topo por primera vez, y como me parecía atractivo, ya en Ranas… meto a Juan Vucetich y aludo al caso Francisco Rojas. Mientras iba avanzando con aquella novela le iba pidiendo a los mismos investigadores, académicos, museólogos y archivistas por esto: «Pero ya que está, ¿no tenés esto otro?» Empecé a acumular tanta información que, claro, a Ranas… la terminé en cinco años, y a La cacería de Hierro la liquidé en un año y medio, porque ya venía con el material acumulado. Y si bien están relacionadas, una no es la continuación de la otra. Se puede leer una sin leer la otra. Pero hay cosas en común, personajes en común. De hecho acá ya hay datos para otra novela. Digamos que me gusta ese periodo histórico.
—Si fuera pretencioso, te diría que estoy jugando algo parecido a lo que hizo Carlos Ruiz Zafón con El cementerio de los libros olvidados, una tetralogía —compuesta por La sombra del viento, El juego del ángel, El prisionero del cielo y El laberinto de los espíritus— sobre Barcelona ambientada en los años 20 y 30 del siglo XX y que cada novela la podés leer por separado y se entiende perfecto. Eso me parece espectacular: podés leer cualquiera de las cuatro novelas en cualquier orden y también se entiende perfecto, y las cuatro juntas arman como un tetris que hacen clac y encastra todo. Pero yo no soy Ruiz Zafón —y se echa a reír.
—En la novela hay toda una discusión de fondo, muy de la época, sobre qué es un criminal, si hay patrones comunes, si hay una esencia, las ideas de Pietro Gori, Cesare Lombroso. ¿Por qué te interesó traer este gran tema a la actualidad?
—Porque creo que hemos afrontado en Argentina, durante tantos años, una suerte de idealización de la generación del 80: por un lado, fue brillante, pero por otro lado, fue muy oscura. No es una cuestión contradictoria: todos tenemos luces y sombras. Esa generación del 80, por ejemplo, le abrió las puertas de la Argentina a millones de inmigrantes, entre ellos mis abuelos. Pero por otro lado era: «Vení, trabaja, cerrá la boca, no tenés derechos laborales, no tenés derecho político, no tenés derechos sociales». Si allá en Europa tenías hambre, acá no, pero «cerrá la boca». Eso se trasluce en el ámbito inmigratorio, en el ámbito social, en el ámbito judicial. Por ejemplo, no podían determinar quién es delincuente. Lombroso lo definía por la forma de la cabeza o de la nariz. Lo que decía en ese método era: te vamos a medir el tamaño de la nariz, si tenés tatuajes, si tenés una verruga, el color de tus ojos, la forma de tus orejas, si son pegadas, si son despegadas, si tenés un dedo lastimado. Pero hay otro tipo que tiene el mismo tipo de dedo que yo, y si no tiene el mismo color de ojos vas a tener una confusión sobre cuál de los dos fue. En ese contexto, lo que hace Vucetich es genial: permite aplicar las huellas dactilares para identificar a las personas. En ese momento ya se sabía que cada uno tiene sus propias huellas dactilares y que son para toda la vida, y que podemos identificar a la persona incluso después de muerta. La dificultad era sistematizar las huellas de 45 millones de personas, porque si yo después te traigo una huella, ¿cómo hacés para encontrarla entre 45 millones? Y ahí es donde Vucetich logra un sistema basado en cuatro ejes y de una manera tan sencilla que incluso un vigilante de la campiña bonaerense en el medio de la nada y analfabeto, lo podía utilizar: recoger las huellas, volcarlas en una ficha e identificar a los asesinos. Además, si vos llegabas a la Argentina con tres muertos sobre tus espaldas y decías que te llamabas Juan Pérez, entrabas y hacías una nueva vida. Entonces, de repente, aparece este sistema de identificación que dice: «No, no, no, un momentito». Hay un caso que yo seguí mucho, el del matrimonio ruso espía que simulaban ser argentinos. Ella se llama María Rosa Mayer Muños; él es Ludwig Gischh. Se nacionalizaron, se casaron, tuvieron dos pibes y se fueron a Eslovenia. Los detuvieron allá, acusados de ser espías rusos: topos. Ahora están detenidos, acusados de espionaje, y eventualmente condenados a ocho años de prisión. Lograron confirmarlo por las huellas dactilares. Todavía aquello de Juan Vucetich se aplica.
—¿O sea que la sistematización fue argentina? Qué increíble que ese avance tan fundamental se hizo en este rincón del mundo.
—Sí, eso fue impresionante, porque en aquel periodo histórico el hemisferio norte era el centro y el hemisferio sur, la periferia. Y en ese contexto lo que surge es algo completamente fortuito, porque Juan Vucetich en realidad se llama Iván Vučetić, que hoy lo definiríamos como dálmata, pero los croatas lo definen como que es de ellos y se cuelgan la medalla. El lugar donde nació era italiano, pero después fue del Imperio Austrohúngaro. En su pasaporte decía que era austrohúngaro y vino a la Argentina sin nada. Llegó con veintimuchos y empezó siendo músico callejero. Después pasó a ser jefe de una cuadrilla de Obras Sanitarias y logró entrar a la Policía de la Provincia de Buenos Aires, donde lo designan como meritorio, porque sabía leer y escribir. Y fue totalmente fortuito. El jefe de Policía, que se llamaba Guillermo Nunes, cuenta que se reúne con un amigo que tenía una revista francesa que se la olvidó en el despacho. Y como sabía que Vucetich estaba tratando de adaptar el sistema de identificación que hablábamos antes, la nariz, los ojos, etcétera, lo llama y le dice: «Tome, acá tiene esto, usted, que sabe varios idiomas; creo que esto le puede servir». En esa revista hay un artículo sobre una conferencia donde estuvieron discutiendo cómo desarrollar un sistema que permita aplicar las huellas dactilares. Vucetich puso el trasero en una silla, lo inventó y lo logró.
—¿Creés que esta historia tendría tal impacto si no se contara desde la ficción, desde la novela?
—No. Me pasó algo parecido con La ciudad de las ranas: hay múltiples piezas del rompecabezas que faltan. Cuando yo arranco a investigar para La ciudad de las ranas, mi idea era que si crece la historia de la fundación de mi ciudad iba a ser un libro de no ficción. Mi idea era escribir no ficción. Te voy a exagerar otra vez: yo quería seguir el camino de Truman Capote en A sangre fría o de Rodolfo Walsh en Operación Masacre o tantos otros que siguieron el camino de la no ficción, de escribir no ficción con técnicas literarias. Pero había piezas que faltaban: el expediente del crimen desapareció. Hay piezas sueltas: la copia de la sentencia de primera instancia, hay dos cartas de este primer detective en la historia de la Policía, Eduardo Álvarez, una que le escriba al jefe de Policía y la otra que le escribe a Vucetich. Y después, a su vez, yo reconstruí con la ayuda de varios archivistas e investigadores otras piezas del rompecabezas, pero que si yo las tiro arriba de la mesa podemos armar una estructura madre, pero te va a faltar este pedazo, este otro. Y lo que hice fue jugar, contar qué pudo haber pasado e incluso después qué me hubiera gustado que pasara. Como Tomás Eloy Martínez en Santa Evita o en La novela de Perón, donde varios pegaron la patinada de preguntarse por qué Perón dijo tal cosa, y ahí Tomás Eloy, en vida, decía: «No, no, momentito, esa es mía».
—Hay una cuestión clara con el género: es una novela policial. Pero hay otra cosa: es una novela escrita por un periodista. Y eso se nota. ¿Te interesaban esos rasgos?
—Llevo 25 años en este baile. Hay mucho de la forma en que yo escribo que está acá. Y también hay vivencias que yo vuelco en Eduardo Álvarez, el detective, o en Valentín Hierro, el protagonista. Spoileo un segundo pero no arruino la historia: hay un momento en el cual Valentín entra a un inmueble con Álvarez, y Álvarez le dice: «Pisá donde yo piso». Esa frase me la dijo a mí un comisario cuando entramos juntos en una escena del crimen. Yo iba caminando donde él pisaba. Y este comisario me decía: «Mirá esto, mirá esto, eso significa esto otro». Y yo iba caminando y mirando por encima del hombro de este comisario. Estuvimos tres horas y fue como una clase particular de criminalística, una clase privada. Yo me muevo a todos lados con una libreta, que es lo que lleva Eduardo Álvarez, que a su vez es una enseñanza que me dio un viejo maestro de periodismo: «Adonde vayas, lapicera». Aunque me voy de vacaciones, la tengo. Hay guiños a viejos maestros, fiscales, jueces, periodistas que me enseñaron. Y decidí aplicar algunos de los trucos de una novela policial, porque La ciudad de las ranas es más novela histórica, ésta más novela policial.
—Pienso que para el lector es muy diferente leer esta historia como una novela que como un libro de no ficción. No solo cambia el libro, también la experiencia de lectura.
—Sí, mucho. Pero te voy a decir una cosa: yo escribo para mí. Ojalá que venda, y parece que está vendiendo, que ya es best seller, me encanta y me infla el ego más todavía, pero yo escribo para mí. Con La ciudad de las ranas mi idea era hacer una copia y dársela a mi mujer: que la leyera y tirarla al fuego. Y un amigo mío, Nacho Iraola, se enteró y me dijo: «Dámela». La leyó y me dijo: «Acá hay algo». Me pone con una editora, que me fue guiando, orientando, corrigiendo y salimos. Esto a mí me hace bien, lo disfruto. Me encanta que haya lectores que se enganchan y se entretengan, me llena el ego, pero es para mí esto. Vos tenés chicos chiquitos, ahora estás atajando penales, hacés lo que podés cuando podés. Mis chicos, en cambio, ya están más grandes. Además, yo soy fanático de Estudiantes de La Plata y me pasa que veo los partidos de Estudiantes o de la Selección Argentina y me la paso con el teléfono, taca, taca, taca, laburando, haciendo cosas, respondiendo, y no me logro desenchufar. Uno de los pocos momentos en los cuales sí logro es cuando escribo.
—Cuando escribís ficción. Con las notas, con las investigaciones para el diario, no te pasa, ¿no?
—No, no. Son otra cosa. Mis amigos me han dicho que cuando yo escribo en el diario se me arma una línea acá —se señala la frente, frunce el ceño y simula mirar el monitor de una computadora—; así me pongo. Y yo te hablo de la novela y me sonrío. Esto es oxígeno.
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En la casa de Hugo Alconada Mon había una biblioteca gigante. Los custodios de ese gran manantial eran su padre y su abuela. “Dos lectores ávidos y además muy generosos. No de los lectores que dicen «no me molestes». Sino de los lectores que te dicen: «¿Querés leer? Leé ésto, y si no te engancha dejalo a un costado, no importa. ¿Por qué no te interesó? ¿Por ésto? Probemos con ésto”, recuerda. A los nueve años ya estaba comprometido con cada libro que abría, de Chesterton, a Graham Greene. “Conocí a Arturo Pérez-Reverte gracias a mi abuela”. Como estudió inglés de chico, aparecieron las lecturas en otra lengua. Luego llegó la adolescencia, las decisiones de la adultez, la vida que se abre nueva, difícil, extraña, enorme. “En realidad quería ser periodista. Estudié Derecho ya sabiendo que mi objetivo era el periodismo”, cuenta. Se recibió en la Universidad Nacional de La Plata. Empezó en el diario El Día de su ciudad y, desde 2002, trabaja en La Nación donde hoy es prosecretario de redacción. Da clases en varias universidades, es becario de otras tantas, Publicó varios libros de investigación como Boudou-Ciccone y la máquina de hacer billetes y La raíz (de todos los males). Pero desde que se lanzó a la ficción las cosas cambiaron un poco.
El primer miércoles de cada mes sale a tocar con su banda. En general, el escenario es algún bodegón perdido de la zona sur del conurbano. Mucha comida y cerveza en cantidad. Hay psicólogos, músicos, un director de escuela, una científica, abogados. ¿Qué hacen? Leen. Son un club de lectura. “Un club de lectura de vagos y vagas”, corrige. Ahora Alconada Mon scrollea en WhatsApp para mostrar el nombre del grupo: “Patachula, se llama”, dice con la risa cortada: un chiste interno sobre un personaje de Los vencejos de Fernando Aramburu. La foto de perfil es de una historieta basada en un libro de Kurt Vonnegut.
“Al principio nos reuníamos en casas de familia, pero el que jugaba de local estaba más pendiente del asado que de sentarse con los demás. Entonces decidimos hacerlo en fondas de barrio. Y la gente al final se ríe porque, imagínate, en una fonda en Tolosa, en las afueras de La Plata, en un barrio ferroviario, caemos nosotros, nos instalamos y empezamos a poner pilas de libros arriba de la mesa, a tomar cerveza, a comer pizza, a reírnos a carcajadas. Incluso hay gente que se nos acerca y nos dice: Perdón, ¿puedo sumarme?”, cuenta
En cada encuentro, alguien propone un libro. El año pasado leyeron cincuenta títulos en total. En un bloc de notas tiene la lista completa. “Leemos de todo: un popurrí que te abre. Algunos no te gustan, claro, pero te sirve para saber qué no te gusta. Ahí me encontré con maravillas”, y nombra a tres, como para recomendar títulos que no fallan: Claus y Lucas de Agota Kristof, Un caballero en Moscú de Amor Towles y Hamnet de Maggie O’Farrell.
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—¿Cuánto cambiaste desde Los secretos de la valija, tu primer libro? ¿Cómo ves el proceso en retrospectiva?
—Este es el noveno. Lo que siento es que en cada libro fui soltándome más. En cada uno de esos libros fui aplicando de manera más intensa técnicas literarias y narrativas, pero con estas dos novelas fue un piletazo total. Las dos son fruto de la pandemia.
—¿Te ves en algún futuro cercano abocándote directamente a la novela?
—Me encantaría.
—Tendrías que cerrar un poco la otra faceta, la del periodista.
—¿Vamos a divagar juntos? Te diría que sí, que mi sueño dorado es seguir la huella de Jorge Fernández Díaz o incluso de Arturo Pérez-Reverte, que arrancó en el periodismo, hizo veinte años de periodismo profesional, después empezó a dedicarse cada vez más a la literatura y que hoy se define como escritor pero tiene alma de periodista. Todavía tiene una columna semanal en la revista más leída de España. Ahí despunta el vicio de la escritura de actualidad con un texto cada semana y después se dedica a literatura. Una cosa así me gustaría. Además, yo ya tengo cincuenta años. ¿Cuántos años más tengo en el periodismo? Realmente, de corazón, ¿cuántos años más? Hay un momento en el cual vos tenés que decir «hasta acá llegué» o sino alguien te dice «hasta acá llegaste». Eventualmente, un plan de retiro voluntario. ¿Cuándo va a pasar? A mí esto me gusta. No es que lo hago por desesperación o por necesidad. Lo hago porque lo disfruto. ¿Yo tengo un hermano que toca la guitarra: lo hace porque quiere. Cada tanto con sus amigos toca en un bar: es la frutilla del postre. Pero el disfrute está en juntarse con los amigos a zapar. Esto es lo mismo para mí. El disfrute no es el libro, es el recorrido.
Con este libro disfruté la etapa de investigación, buscar los papeles, entrevistar historiadores. Me fui a Necochea en temporada baja: más solo que Kung Fu. Fueron días mágicos. Busqué el lugar donde eventualmente pudo haber ocurrido el crimen. El regreso desde ahí hasta Necochea me tomó cuatro horas porque lo hice por caminos de tierra, caminos rurales. Te insisto: mis chicos ya están grandes: no es que mi mujer está llamándome y diciéndome «volvé, atorrante, que tengo los pibes, que hay que cambiarle los pañales». Mi mujer me ve feliz. Lo que vos ves acá —y señala La cacería de Hierro— es el octavo borrador. Yo disfruto editar, reescribir, corregir. Disfruto hasta cuando imprimo los borradores. Voy a un local específico de La Plata que conozco de cuando estudiaba Derecho, hace treinta años. Los tipos son de recontra confianza. Le doy el pendrive y me voy a la vuelta, que hay una librería. Después de un largo rato, vuelvo, me dan las copias y el tipo de la fotocopiadora me dice: «Hugo, lo leí. Es buenísimo. Es mucho mejor que el otro libro».
—Imagino que seguir en el periodismo, con todo lo que está ocurriendo, las polarizaciones, las redacciones cada vez más chicas, la precarización, también es una batalla.
—La verdad que sí. No sé cuánto me queda en el periodismo. Acá la pasás mucho mejor.
—¿Cómo estás viviendo el momento que atraviesa el gremio?
—A mí me gusta lo que hago: el periodismo me atrae. Pero esto me oxigena, que es distinto. Al periodismo lo hago compenetrado, pero al mismo tiempo para mí es un esfuerzo. Mirá cómo me cambió el semblante —y se señala el ceño—, porque para mí es como meterme en una cloaca. Yo no entrevisto presidentes, empresarios, no voy a cócteles. Yo estoy en el trabajo sucio de tener que decir: «Disculpame, ¿vos tenés una cuenta bancaria?» O: «Encontré esto». O: «Hay un arrepentido que dice que vos cobraste una coima». Entonces todo lo mío con el periodismo es desagradable, salvo ese periodo en el cual hice las entrevistas.
—Pausa, los dos libros de entrevistas.
—Sí. Eso sí fue enriquecedor. Eso sí fue un disfrute, porque era tener clases particulares con genios de todo el mundo. Esto es desgastante porque además publicás cosas que son incómodas, que generan que alguien llore, que alguien tenga un infarto, que alguien va en cana, que alguien es embargado, y la cantidad de gente que te insulta. Esto es como una bocanada de aire fresco que me permite continuar con lo otro: estoy en las cloacas, salgo, tomo aire y vuelvo a entrar en las cloacas. No sé si es lo mejor, pero hay que hacerlo. También te digo que si me mandás a cubrir un partido de fútbol y al tercer día el diario me tiene que echar por inútil. Dejame que yo haga investigación. Al mismo tiempo, cuando publico una investigación, salgo a la calle y puede pasar cualquier cosa. Yo todavía hoy no tengo conectados a mis hijos en redes sociales. No vas a encontrar fotos de mi mujer. Trato de mantener completamente separada a mi familia de mí. No han ido a premios nunca, bajo ninguna circunstancia. El día que me nombraron miembro de número de la Academia Nacional de Periodismo, yo pregunté: «¿Es a puerta cerrada? Si es a puerta abierta no voy a llevar a mi familia, por razones de seguridad». Es un contexto de mierda.
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Ahora Alconada Mon se deja llevar por las imágenes que se le vienen a fondo en una estampida lenta. Recuerda unas recientes vacaciones en Valeria del Mar: sol, ruido a viento, olor a mar. Se sienta en la reposera, pasan diez minutos y nota que hay un hombre que se le acerca. “Perdón, no lo quiero molestar…”. Lo saluda, le dice su nombre, se presenta. En esas vacaciones serán tres escenas similares, casi calcadas. «Un muchacho de 35 de Capital, una mujer de 60 de Santa Fe, uno de Córdoba de 80. Los tres estaban leyendo La ciudad de las ranas, los tres se me acercaron con una sonrisa», y las iris celestes de sus ojos son rodeadas por un brillo rosado.
“Fue increíble. Si estoy de vacaciones y me querés hablar de Milei o de Macri o de Cristina… No, estoy de vacaciones. El señor de Córdoba de 80 años se sentó y se emocionó recordando a su abuelo muerto que se llamaba Pietro Liberati; me quedó grabado de por vida. El tipo se había emocionado leyendo mi novela, recordando un hombre que ha muerto hace 50 años. El tipo me pedía disculpas y yo le decía que es lo más lindo que me ha había pasado en mucho tiempo”, dice con los ojos emocionados.
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La última pregunta es esta: ¿Para qué sirve la literatura? Pero Alconada Mon sigue afectado por el recuerdo último. Sigue con los pies en la arena y no quiere irse de esa playa. Entonces mira un punto fijo en el aire, piensa la respuesta, vuelve al pasado, bien atrás, a su infancia, a sus primeras lecturas: “Yo les agradezco a mi abuelo, a mi papá y a mi abuela que me abrieron las puertas de la pasión de los libros”, dice.
“¿Para qué sirve la literatura? Para aprender, para reflexionar, para enriquecerte, para viajar, para disfrutar, para gozar, para reír, para llorar. Si la literatura no es el invento más grande de la humanidad, le pega en el poste”. Lleva puesta una sonrisa amplia, inalterable. “La literatura puede ser una bocanada de oxígeno, puede ser un salvavidas”, concluye.
Excelente entrevista! Gracias