Nacen con el crepúsculo los hombres
y se van con el alba, semejantes
a la cambiante espuma sobre el agua.
Ignoro a dónde van, de dónde vienen.
Desconozco para qué hacen sus casas.
Kamo no Chōmei (1155-1216) había sido un niño poco corriente. Con ocho años escribía poesía, y había iniciado su aprendizaje de un complicado instrumento —la biwa— del que llegó a ser un consumado maestro. Tan alta era su destreza en esas disciplinas que sus profesores tuvieron que ser escogidos entre la realeza artística de Miyako: Nakahara no Ariyasu, su maestro en la biwa, era el director de la Oficina de la Música de Corte, y Shu’ne —uno de los treinta y seis inmortales de la poesía— había sido el compilador del Kaenshō y el Karinshō, y sus versos del Rin’yō Wakashū eran leídos con verdadera pasión por los amantes de la alta poesía. Pese a sus condiciones, sin embargo, Chōmei vivió entre muchos apuros, y se vio obligado a subsistir desempeñando algunos trabajos en el santuario de Kamo. Pero ni siquiera en aquel lugar santo su presencia era recibida con agrado. Sus amargas disputas con el abad le llevaron a convencerse de que su lugar estaba lejos de la compañía de los hombres, y, tras convertirse en monje budista a los cincuenta años, se retiró a vivir a una choza que él mismo construyó, y en la que podía dedicarse —con una libertad nunca antes experimentada— a la contemplación de los paisajes, a escribir poesías, a seguir arrancando sonidos nunca oídos a su delicada compañera, la llorosa biwa…
Ah, pero no fue el abad
ni sus protestas
los que me condujeron hasta Ōhara
a construir mi choza.
¿Qué te pasa?
¿Acaso no recuerdas los incendios?
Yo ni siquiera hoy los he olvidado…
Corría el cuarto mes
de la Era Angen, cuando de pronto
sopló un viento fortísimo,
y el humo
se tragó los hermosos edificios
del hermoso Daidairi.
Fue en el viejo
Miyako. Farolillos
en la hora del Perro
tremolaban
de una punta a la otra de la aldea.
¡Luna nueva!
Mudaron los colores de la tierra.
¿Qué dios ensangrentado
quiso extender su manto por el cielo?
Es verdad, había olvidado los incendios. En el vigesimoctavo día del cuarto mes de la Era Angen, Chōmei vio que el cielo se teñía de un color carmesí, y que la capital ardía como un papelito arrugado desde el sureste hasta el norte y el oeste. En una sola noche el incendio devoró la puerta sur del Palacio, la Cámara Estatal, el Salón de la Universidad y la Oficina del Interior. Nadie sabía a las claras de dónde vino el fuego. ¿Un dragón desatado? Algunos señalaban a la callejuela de Higuchi Tomino, y en concreto a la pensión en la que se hospedaba una compañía de bailarines que tal vez, demasiado borrachos para saber lo que hacían, se habían entretenido en juegos pocos serios con los farolillos del lugar. Otros decían que el fuego se había declarado en un remoto hospital. ¿Pero qué importaba ya eso? El viento, dice Chōmei, “sopló con furia por todas partes, y el fuego se expandió cual abanico desplegado.”
¿Lo veis? Un dragón desatado.
¡Y aún sigo recordando tantas cosas…!
Los gritos en las casas de los nobles.
Las casas de los pobres arrasadas.
Los hombres que morían entre aullidos,
trenzados en el pulpo de las llamas.
Los caballos, los bueyes,
corriendo por las calles
(antaño al parecer pavimentadas
de joyas) desbocados,
con un pelaje rojo,
las crines como una llamarada.
¡Qué ciudad de cadáveres, Miyako!
Todo empezó
en un barrio olvidado,
y yo, sin saber cómo,
medio loco,
deambulando
—esas gentes con llamas en las manos,
¡como si fueran magos!—
entre nubes de carne chamuscada…
Sucedieron cosas impensables a consecuencia de aquel terrible incendio. El traslado de la capital, de Miyako a Fukuhara. Las grandes mansiones convertidas en solares. Y ese nuevo azote, otra inexplicable sucesión de fuertes vientos, tan locos y tan intensos que parecían en verdad un mal presagio: que parecían (más bien) venir directamente de los dioses airados. El cambio de actitud entre las gentes, las vestimentas inevitablemente empobrecidas. “Todo esto hacía augurar el caos civil entre la población”, dice Chōmei, que temblaba al ver la codicia de esas gentes que se lanzaban al río para rescatar las maderas escamoteadas al fuego, a pesar de que ya nada firme podría construirse con ellas.
Después, la hambruna:
¿Y esto cuándo ocurrió:
en la Era Yōwa?
Hace ya tanto tiempo
que casi lo he olvidado…
Primero la sequía
en primavera,
que llegó hasta el verano,
y en otoño
e invierno fue el regreso
—como un dios perturbado—
de los vientos y las inundaciones.
De todas las cosechas
malogradas
sólo se rescataban unos granos
de cada cinco o diez mil.
La gente huía
de granjas y de hogares
y marchaba
—con ancianos y niños
moribundos— a vivir en lo alto
de los montes.
Se esforzaban por vender
sus posesiones,
que ya perdieron todo su valor.
El grano cotizaba más que el oro,
un niño era un cadáver aún caliente.
¿Y un árbol? Tan sólo un decorado:
lentejuelas de hojas titilantes,
sin el peso dorado de sus frutos.
Por las calles rondaban vagabundos,
como sombras errantes. Yo escuchaba
su pena, tan febril como la biwa.Después llegó la plaga.
El tiempo transcurría y todo iba
de mal en peor: aquellos hombres
recordaban a peces que agonizan
en un estanque seco…
Dice Chōmei: “Los nobles vestidos con decoro, con sombreros y polainas, iban de casa en casa mendigando insistentemente.” Para llegar hasta las casas, los nobles tenían que pasar por encima de los muertos, apilados en el suelo junto a las paredes. Se habían quedado ahí pasando hambre, esperando y esperando hasta que no pudieron esperar más. Algunos oían ya el bordoneo de las moscas que acudían a beber de sus ojos sin vida, pero otros eran muertos recientes: la gente herida que iba andando, dice Chōmei, no tenía tiempo de saber que estaba muerta, y entonces se desplomaba de repente.
Esa visión de unos cuerpos en descomposición, dice también Chōmei, era más de lo que uno podía soportar.
Entre los que lograron malvivir
se contaban los nuevos leñadores,
gentes —pero no me creerás— como nosotros,
aunque tan sumamente destrozadas,
tan llenos de feroz resolución
sus grandes ojos arremolinados,
que, locas por vivir un día más,
talaban tronco a tronco el árbol hueco
de lo que fue una casa.(No. Su casa).
Yo lo miraba todo con el rostro
tapado por mis mangas, como luego
miraría el infierno un florentino.
Recuerdo esas maderas mal talladas,
rotas por las esquinas: voladizos
gastados por la lluvia, pensé yo.
Pero entonces encontré las melladuras
de la pintura roja, el pan de oro,
y descubrí horrorizado que esa leña
había sido arrancada de los templos,
pues nadie ya pisaba aquella tierra
con el viejo respeto que sintió
por los atroces budas sonrientes.Todas estas escenas vergonzosas
he tenido que verlas, por haber
nacido en esta época malvada
y corrupta que es lícito llamar
el Tiempo de la Ley Degenerada.
Tan sólo un monje
llamado Ryūgyō —un fantasma
él mismo, o poco menos—
pies descalzos,
la sonrisa en el rostro demudado,
se dolió por los muertos abundantes
y cada día rondaba la ciudad,
trazando con la uña en esas frentes
ya duras y cerosas la primera
letra de un nombre santo:
Amitābha.
Dice Chōmei: “En las parejas de amantes, aquel cuyo amor era mayor, era el primero en morir. Renunciaban a su parte y daban la exigua comida a la persona amada.
En el seno de las familias, los padres siempre morían en primer lugar.
Yo vi a bebés tumbados junto a sus madres, succionando todavía el pecho materno, ajenos a que éstas yacían ya muertas.”
Parecía que los dioses ya habían hecho suficiente acopio de cadáveres, que el infierno había llenado ya sus palacios en ruinas, que la luz volvería al cielo y el verdor a la tierra. Y así fue, exactamente así… por unos días. Porque entonces todos los dragones del vendaval y del fuego que habían arrasado con su cólera las tierras de Miyako debieron de caer con su tremendo peso desde las alturas, pues algo hizo saltar las montañas, y el suelo se desgarró como el vientre de una parturienta. Era el noveno día del séptimo mes del segundo año de la Era Genryaku, a la hora aproximada del mediodía, cuando la tierra entera tembló, y abrió todas sus fauces dormidas en Miyako.
El mar avanzaba inundando las tierras.
Los bueyes daban traspiés al caminar.
El agua manaba por el suelo a riadas.
Ni pagodas ni templos se tuvieron en pie.
Las casas al caer crujían como truenos,
y las calles —antaño recubiertas
de joyas— eran hoy
tan sólo un torvo manto de madera y cascotes,
y entre esos escombros tal vez una muñeca
se veía asomar, con una mueca extraña,
cogida a una manita revestida de polvo.
Ardía quedamente la locura en los ojos
de quienes deambulaban sin rumbo
entre las ruinas,
aferrados a un manto carcomido de mugre.
¿Cómo escapar de aquello, condenados al suelo
como están nuestros pies? Sin alas no es posible
volar. ¡Sólo un dragón
podía cabalgar sobre las nubes!
Aquel dragón siguió dando coletazos durante veinte días más, veinte veces cada día, hasta que la ciudad quedó completamente arrasada. Después siguió allanando lo que habían sido calles y avenidas iluminadas de alegres farolitos de papel durante más de tres meses, hasta que el último de los cascotes se perdió en el interior de la boca torcida de la tierra. Sólo entonces el dragón se alejó entre las nubes y devolvió su antigua calma a Miyako.
Dice Chōmei: “Así que, como se puede ver, nuestra vida en este mundo es dura. Nosotros y nuestras casas, fugaces, vacíos.” Aterrorizado por aquella naturaleza medio loca que había acabado con la prosperidad de sus vecinos, Chōmei iba por las calles con la cabeza sujeta entre las manos, apartando pedazos de cadáveres con la punta del pie, y observaba sombríamente los restos de aquella ciudad devastada sin poder evitar preguntarse: “¿Dónde es posible vivir, dónde encontrar sosiego, cómo dar paz pasajera a nuestros corazones?”
Su historia como remendador de piedras y maderos comenzó tras la muerte de su padre. A los veinte años levantó su primera casa: un “espacio vital sencillo” —pues Chōmei carecía de medios para construir lo que la gente consideraría “una casa normal”—, y por temor a sus enemigos le puso un muro exterior, ya que no podía permitirse instalar una verja. Colocó unas cañas de bambú como refugio para su carro. “Cuando nevaba o cuando soplaba el viento, mi casa resultaba insegura”, dice Chōmei .Estaba, además, muy cerca del río, y por tanto había que estar prevenido ante las constantes inundaciones. Y para colmo, en los alrededores menudeaban los ladrones. En esas condiciones, “con la mente turbada a menudo”, Chōmei luchó durante treinta años contra los peligros de “un mundo hostil”.
Su cordura estuvo a punto de perder esa batalla, y Chōmei, cansado de una guerra que no podía ganar, decidió que había llegado el momento de apartarse del mundo y tratar de encontrar una paz pasajera en otra parte. Y como no tenía a nadie a quien añorar abandonó su casa, recogió sus pertenencias en un saco, cargó la biwa al hombro, y vivió “cinco años retirado bajo las nubes del monte Ōhara.”
¿Pues qué más podía esperar del mundo
este tronco terriblemente doblegado?
Sesenta años ya, ¡se dice pronto!
Apenas unas gotas quedan hoy
del brillante rocío de la vida
para lustrar mis ramas.
Así que construí una chocita,
una hoja en la que pudiera recibir
sus agotadas perlas,
de las que pronto habré de despedirme.
No tengo apego alguno por la tierra:
tan bueno me parece este lugar
como otro cualquiera,
ni construí mi casa sopesando
un criterio concreto del terreno.
Extendí unos tablones sobre el suelo
y allí la levanté, y la cubrí
de un modo muy sencillo. Sus remaches
se sostienen con cierres de metal,
muy bien forjados,
y si algo me incomoda sólo debo
llevármela a otro lado anclada a un carro.Si me buscas, que sepas que me escondo
en las colinas de Hino, la remota,
allá en lo más profundo de sus bosques.
Para vivir me basta solamente
mi cabaña en el aire, mi repisa
para ofrendar a Buda, mi biombo
con la imagen de Fugen y Amitābha.
A medida que me hago más anciano
también mis casas se hacen más pequeñas.Miro al cielo en las noches despejadas.
La luna de mi vida ya ha llegado
a su última fase, y se aproxima
el fin de mi existencia.Cualquier día
podría descender a las tinieblas
que envuelven las Tres Vías.
¡Luna vieja!
A veces hay momentos
en que —temblando un poco— me pregunto
quién saldrá a recibirme entre las sombras,
cuando emprenda mi vuelta a las estrellas.
En esa cabaña portátil, cinco años antes de morir, Chōmei escribió algunos poemas y un bellísimo libro titulado Mumyōshō, o “el tratado sin nombre”, un libro en la tradición de los karonsho, los tratados de poesía japonesa. El Tratado sin nombre de Chōmei, como todas las obras de karon —entre las cuales es generalmente considerada la más completa—, cuenta, sin ninguna artimaña retórica, y en un lenguaje tan cercano como el del maestro que se dirige a su discípulo, la legendaria historia de los poetas del pasado, y cómo la más bella poesía japonesa se fue moldeando en sus diferentes manos. También —humildemente— expone sus errores. Como poeta en la última luna de su vida, Chōmei se siente en condiciones de hablar de los versos que pese a su excelencia pueden hacer que destaque un defecto de sensibilidad poética, de los retoques que echan a perder todo un poema, y de los errores de esfuerzo que pueden abrir brechas en un poema excesivamente planificado. Recuerda a Shun’e, que le habló de sus aciertos y de sus fracasos —“cuando se dice todo con claridad y el sentimiento, que es el principal punto de un poema, aparece expresado con palabras reales, pierde profundidad”—, recuerda lo que Shōmyo le confesó de Kiyosuke —“nadie supera su grandeza en cuanto a talento en poesía”—, y a los campesinos que le hablaron del poeta Kuronushi, cuyo destino fue convertirse en un dios. Recordaba esas palabras como quien recuerda una canción. Así que, después de todo, Chōmei no estaba solo en su cabaña.
En su tratado, Chōmei escribió con especial afecto acerca de la tumba del poeta Hitomaro:
La tumba de Kakinomoto no Hitomaro se encuentra en la provincia de Yamato, de camino al templo Hatsuse. Si uno intenta encontrarla y pregunta por ella, nadie dará cuenta. Es lo que en la región se conoce con el nombre del “túmulo de los poemas.”
¡El “túmulo de los poemas”! ¿No parece esto un enclave en alguna ciudad de otro planeta, el misterioso varadero en el que se deposita una memoria ancestral? Uno imagina unas piedras talladas por el idioma de las erosiones, la tierra que canta para nadie su propia historia.
A Chōmei, que como poeta sabía muy bien que nada era más duro que el papel, y que había aprendido muy pronto que nuestra vida estaba a expensas de los caprichos del agua, del fuego, de la tierra y del viento, a veces le imagino en ese mundo encrespado de montañas alucinadas, deambulando bajo la extrañeza de un cielo carmesí, aprobando para sus adentros la ausencia de moradas. ¿Estaba vivo, estaba muerto, el ermitaño Chōmei, cuando paseaba por esos reflectantes arrecifes de cristal? Yo no lo sé, y es probable que tampoco —si le preguntara— supiera decirlo él. Pero sí puedo imaginar lo que pensaba.
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Autor: Kamo no Chōmei. Traductor: Jesús Carlos Álvarez Crespo. Título: Tratado sin nombre. Editorial: Satori. Venta: Todos tus libros.
Autor: Kamo no Chōmei. Traductor: Jesús Carlos Álvarez Crespo. Título: Un relato desde mi choza. Editorial: Satori. Venta: Todos tus libros.
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