Quien siga esta columna cada jueves sabrá que suelen comenzar con una escena, una anécdota, una romanza o un donaire que amenicen y a la vez apuntalen el argumento principal del texto; sin embargo, esta vez hago una excepción. Más que nada porque no hay nitidez en la memoria, ya que vengo a hablar de aquel verano, que se presenta en mi recuerdo como una nebulosa, una sucesión de escenas borrosas que a día de hoy todavía no sé si no puedo o no quiero descifrar. Es probable que no se pudiera decir entonces que lo tuviese todo, pero sí se puede afirmar con rotundidad que creía tenerlo. Sin embargo, ese agosto cualquiera, con cuarenta grados ahí afuera, tuve que arroparme con una manta y mirar desencajado un partido del Ajax en pretemporada que daban por no sé qué canal. Decir que siento aquello como si hubiera sido un infierno supondría, probablemente, edulcorarlo. No había pasado nada, no me había sobrevenido tragedia alguna, pero yo me había roto.
Sí recuerdo, en cambio, los meses posteriores. La terapia, la ayuda psicológica, y palabras hasta entonces desconocidas —más por tabú social que por falta de presencia en el diccionario— como «ansiedad» o «depresión». Lo mejor que me pudo pasar, quizás el primer paso para salvarme, fue desenvolver aquellos términos. Contarlo, pedir auxilio a familia y amigos, no disfrazar absolutamente nada, abrir aquel rincón cerrado. Huelga decir que no podría estar escribiendo este artículo con esta tranquilidad si no hubiera recibido ese apoyo tan cercano. No recuerdo a nadie que no lo comprendiese, y sí recuerdo martirizarme por haber convertido en tabú eso que tan comprensivo parecía. Y luego se dio la otra ayuda, la profesional, sin la cual tampoco estaríamos aquí usted y yo intentando entendernos. Como precisamente soy consciente de que ese apoyo es necesario, ojalá se coloque en las manos de quien no puede permitírselo. Ojalá.
Cuando el Quijote comprueba que Dulcinea, por encantamiento, es una mujer de carne y hueso, Sancho, para aliviarlo, se lo dice: «Las tristezas no se hicieron para las bestias, sino para los hombres». Y es exactamente eso: necesitamos que el debate se humanice, necesitamos que penetre en partidos e instituciones, que sea parte del foro público. Por eso ayer, cuando en plena intervención sobre el asunto un diputado vino a ningunear el debate sobre la salud mental, no pude evitar sentir un escalofrío. Es precisamente el camino contrario, el de la deshumanización. Vuelve a encerrar aquellas palabras que yo un día tuve la suerte de poder decir en voz alta en la caja de los tabúes más oscuros. Señores, se suicidan diez personas al día en este país; según el Ministerio de Sanidad, más de dos millones de personas toman ansiolíticos a diario; se calcula que más de millón y medio sufren depresión; y no hablemos ya de otros trastornos no tan recurrentes, pero igualmente perentorios. Así que, señores, bajen, como Sancho, a los problemas de los ciudadanos, atiendan esta necesidad que se agrava con los tiempos recios que corren. Humanicen la depresión, porque está ahí, ahí mismo. Fuera de sus burbujas.
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