Durante el verano de 1984, aprovechando una semana de calma climatológica, el gran alpinista italiano Reinhold Andreas Messner comenzó la ascensión a dos de las cumbres de la cordillera del Karakórum, en Pakistán. Quería coronarlas en siete días, sin bombonas de oxígeno y con un equipo muy poco sofisticado, para poder ir ligero porque allí es imposible predecir cuánto durará el buen tiempo. Solo le acompañaba el montañero Hans Kammerlander, un italiano bastante más joven que él, con quien había pactado no hablarse salvo en casos de verdadera necesidad, ni siquiera por las noches. Para realizar aquella absurda proeza, el silencio parecía ser un elemento esencial o al menos así lo entendía Messner, en cuyo equipaje no cabían las palabras. Él en aquel momento ya era el primer ser humano que había escalado el Everest sin bombonas de oxígeno, el primero que lo había escalado solo y también el primero que había subido los catorce ochomiles que hay en nuestro planeta, en algún caso abriendo nuevas vías y facilitándoles las cosas a quienes viniesen detrás. Más que de hombre, tenía estatus de leyenda. Podría haber sido él y no Rutger Hauer quien pronunció la famosa frase de Blade Runner: «yo he visto cosas que vosotros no creeríais». No parecía conocer el miedo o, como poco, no daba la sensación de dejarse dominar con facilidad por él. Cuando verticalmente no le quedaban desafíos, le dio forma a nuevas quimeras en sus sueños. Por eso atravesó la Antártida en soledad, sin perros ni trineo, quizás empujado por el dolor de alguna antigua herida, como la muerte de su hermano, sepultado por un alud mientras ambos descendían el Nanga Parbat en mitad de una tormenta, justo al inicio de sus carreras como montañeros profesionales.
Así como cualquier otro cineasta mantendría amistad con otros cineastas, artistas o intelectuales, Werner Herzog entró muy pronto en contacto con Messner, al igual que antes lo había hecho con deportistas, viajeros, caminantes y músicos, cuyo rasgo común era vivir en los límites de sí mismos. Conocíamos a algunos gracias a sus películas, pero sus memorias (publicadas con primor por Blackie Books) nos desvelan la identidad de muchos más, relacionados con la exploración espacial, los viajes en condiciones adversas, la vulcanología, la guerra y los campos de concentración, la física, la biología, la zoología y cualquier cosa menos los ateliers de los artistas y los despachos y bibliotecas de los escritores. Da la sensación de que quienes le interesan de verdad no son las personas que piensan de manera interesante sino más bien las personas que hacen cosas interesantes. Sobre su infancia y juventud, sin ir más lejos, nos cuenta cómo aprendió a ordeñar vacas o a pescar truchas con sus propias manos, en una vida tan pastoral como asalvajada, sin zapatos durante los meses sin erre (mayo, junio, julio y agosto) ni ropa interior bajo los pantalones de cuero. Vivía con su madre, su hermano y su hermana en Sachrang, el pueblo más al sur de Baviera, justo en la frontera con Austria. Allí «lo aprendíamos todo sin instrucciones». Observando, escuchando. Con una mirada prolongada, lenta, dejando que las piezas del mundo ocupen su lugar, a la manera de los narradores cuando nos transmiten una historia sin grasa, sin explicaciones excesivas. Una de las cosas que más llama la atención mientras se lee Cada uno por su lado y Dios contra todos es la naturalidad con que se aborda la muerte de seres humanos y animales, también la falta de énfasis con la que se llevan a cabo los mayores esfuerzos. Ver, escuchar y narrar, ese parece el circuito cerrado del libro, el producto de alguien que ha escuchado con atención y que ahora lo cuenta, un miembro de la comunidad narrativa.
Tras un bombardeo en el que estuvo a punto de morir en Múnich cuando aún no tenía ni un año, en 1943, la familia de Herzog se fue de la ciudad al campo, tal como nos lo cuenta él mismo y como nos cuenta el resto de su vida, siempre en un ir y venir sin afán cronológico, tampoco exhaustivo. Le resulta mucho más interesante explicar cuándo aprendió a utilizar sus manos o sus piernas que cuándo leyó a Platón o Hölderlin por primera vez. Más que en términos estéticos o éticos, Herzog parece escribir en términos atléticos. Eso explica que Fitzcarraldo (1982) sea la película sobre la que más habla, por haber sido la que más tiempo le llevó rodar de las 72, de distinta duración y género, que ha dirigido hasta este momento, si he de fiarme de las tres fuentes que consulté antes de escribir esta frase. Su rodaje fue tan accidentado que a punto estuvo de suspenderse, sobre todo al perder a Jason Robards y Mick Jagger, y después de que Herzog desestimase a Jack Nicholson para el papel principal cuando este último le sugirió que, en lugar de en el Amazonas, rodase la película en San Diego (California), aprovechando que su zoológico es uno de los más grandes del mundo. El resultado puede que sea un triunfo cinematográfico, pero en términos humanos fue un desastre. Un extra quedó parapléjico a causa de un accidente, al equipo lo atacó una tribu que hirió gravemente a uno de los técnicos con una lanza, una serpiente muy venenosa mordió a un guía y él mismo tuvo que amputarse una pierna de inmediato para no morir, y la diarrea, los mosquitos y las lluvias torrenciales acabaron de convertir aquel rodaje en una especie de Apocalypse now peruano.
Durante la ascensión de Messner a las dos cumbres de la cordillera del Karakórum de las que hablaba al principio, Herzog consiguió financiación de la televisión alemana para rodar un documental sobre la hazaña, Gasherbrum, la montaña luminosa (Gasherbrum – Der leuchtende Berg, 1985). En un momento del metraje, ante una hoguera durante la noche antes del inicio de la ascensión, surgen desde detrás de la cámara preguntas para la persona que ocupa el encuadre: ¿por qué arriesgar una y otra vez la vida?, ¿por qué convertir en rutina ese desdén hacia el desastre? Quien las hace es Herzog y quien intenta contestarlas es Messner: «Jamás me he hecho esas preguntas cuando estoy escalando o a punto de hacerlo, porque en momentos así ni me las planteo, no existen, todo mi ser es la única respuesta posible». Aunque en la autobiografía de Herzog hay un capítulo dedicado a Messner, la conversación no aparece y tampoco aparecen referencias que ayuden a verbalizar y mucho menos resumir las motivaciones y objetivos de Herzog o de aquellos a quienes sigue con su cámara a lo largo del libro. Si alguien busca una meditación metafísica en Cada uno por su lado y Dios contra todos, donde el cineasta alemán se explore por dentro, ha elegido la lectura equivocada. A Herzog, como a Paul Valery, le parece que lo más profundo del ser humano es su piel. Todo lo tuvo que aprender por sí mismo, en la escuela de la experiencia, y cada película, libro o proyecto le enseñó algo que no estaba previsto ni en el guión ni en sus propios deseos. Esas lecciones, no obstante, son parte de sus películas, fotografías, libros, óperas y montajes teatrales, pero no pueden extraerse para ser exhibidas y muchos menos analizadas. Según él, las grandes obras son un misterio, da igual si se trata de un cuadro de hace mil años como si se trata de la última canción de la banda de moda; nadie puede explicarlas, al menos él no se ve capaz de hacerlo. Por eso dice en un capítulo de sus memorias que «solo aprendo de otras películas cuando son malas».
Herzog tiene palabras de admiración hacia casi todo el mundo. Incluso reconociendo el carácter imprevisible de Klaus Kinski y la brutalidad con la cual podía llegar a tratar a los demás, pone de relieve su educación ante sus compañeras de reparto y ante las mujeres en general. A Messner, por ejemplo, lo describe como «un hombre extraordinariamente prudente y metódico», a quien no le importaba dar media vuelta cuando estaba a punto de alcanzar una cumbre, porque de pronto sentía que ante sí y sus compañeros se presentaban complicaciones con la sombra de la muerte proyectándose de una manera demasiado evidente. También Herzog quería ser así. De hecho, en algún caso no llegó a realizar una película porque se fió de su instinto o del instinto de sus compañeros. Eso explicaría cómo él y Messner siguen vivos, aunque lo cierto es que definir a personas como ellos con los ropajes de personas prudentes me resulta un poco ingenuo. A Herzog lo define haber seguido los pasos de locos e iluminados, haber narrado aventuras que acaban en el desastre o la muerte, quizás en busca de un final para él mismo que esté a la altura de su leyenda. La suya no ha sido una vida en busca de hogar, sino una vida en constante desplazamiento, para establecer un paralelismo entre el carácter depredador y nervioso de la Naturaleza y el carácter compulsivo pero determinado de los seres humanos. Todo eso, acaso sin él darse cuenta, ha ido teniendo un efecto emocional, por mucho que a veces nos parezca impertérrito o dueño de un peculiar sentido del humor que le permite reír por lo bajo aun en las peores circunstancias. Entre 2011 y 2013 rodó un largometraje documental y ocho episodios para una serie, todos ellos sobre presos en los corredores de la muerte de Texas y Florida, algunos por crímenes de una violencia inconcebible, algo que creyó que podía asumir y que, sin embargo, una noche les despertó a él y a su mujer de madrugada por culpa de un grito prolongado que él creyó que podría ser de alguien agonizando y que ella le aclaró que era de él, que debía estar teniendo una horrible pesadilla.
Herzog aparece en sus memorias como el cineasta dispuesto a ir al fin del mundo si una historia le interesa, pero también como el hijo de un nazi que luchó al lado de Hitler durante la Segunda Guerra Mundial, la de un hermano, un esposo y un padre. Se ha casado tres veces y tiene tres hijos, lo cual viene a demostrar que jamás ha renunciado al amor a pesar de su fascinación por los abismos y el carácter nihilista de buena parte de su obra. Sabemos que fue caminando de Múnich a París en cuanto se enteró de que su amiga Lotte Eisner se moría y porque creyó que de esa manera, con la determinación de un bisonte al caminar y una montaña al descansar, le salvaría la vida y lo consiguió, le regaló una propina de once años. En sus memorias cuenta cómo en 1802 Alexander von Humboldt, a quien él interpretó en una película de Edgar Reisz, llegó a un pueblo del Orinoco donde todos sus habitantes, por razones extrañas, habían muerto y con ellos la lengua que hablaban. Solo había sobrevivido un loro al que cuidaba una tribu vecina y que repetía incansablemente sesenta palabras de aquella lengua extinguida, que Humboldt anotó en sus diarios, para recordar primero a Herzog y luego a nosotros que hablamos la lengua de los muertos o de quienes están a punto de morir, porque ellos hablan a través de nosotros y nosotros hablamos a través de ellos.
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Autor: Werner Herzog. Título: Cada uno por su lado y Dios contra todos. Editorial: Blackie Books. Venta: Todostuslibros.
Hablando de Herzog, ¿me lo parece a mí, o Cobra Verde no sólo no es una obra menor sino que ocupa un lugar muy importante en su filmografía?
En tanto es una adaptación de Bruce Chatwin, es una película central en su obra, junto a DONDE SUEÑAN LAS HORMIGAS VERDES y NÓMADA, que parten de un guión corscrito por Chatwin y un documental sobre el escritor británico, respectivamente. Sobre su calidad, hace muchísimo que la vi y me pareció buena pero no superior; tendría que revisarla. Saludos y muchas gracias.
Qué maravilla de texto. Muchas gracias.
¡¡¡Muchísimas gracias!!!