(apuntes de filosofía para jóvenes, décima entrega)
Decía Borges, gran connaisseur de la filosofía universal y buscador infatigable de exquisiteces y rarezas intelectuales, que para enjuiciar y valorar las ideas religiosas y filosóficas había que buscar lo que encerraban de original y maravilloso. Así, con este enfoque, también original y maravilloso, nos dejó páginas de gran sutileza intelectual en las que nos descubrió aspectos insospechados de sus filósofos predilectos. Entre los muchos que le sedujeron se encuentran, en lugar preeminente, los empiristas ingleses, con Berkeley y Hume a la cabeza (léase su magnífico relato intitulado: Tlön, Uqbar, Orbis Tertius).
David Hume, filósofo, economista, sociólogo, historiador, escocés, hijo de la Ilustración, no pertenece en absoluto al arquetipo de filósofo adusto, atrabiliario, misántropo… virtudes todas ellas que, no sin cierta razón, se atribuyen habitualmente a los grandes filósofos. Al contrario, de carácter alegre y sereno, exponente máximo del refinamiento intelectual y de la ironía británica, era un gran amante de la buena conversación, de la amistad, del buen vivir, de las artes… Le bon David, como era conocido por sus amigos, afirmaba que prefería el billar a la filosofía.
Además de textos de corte más académico, escribió unos más que recomendables Ensayos, en un estilo ameno y cercano, pero de gran calidad literaria. Rezuman ingenio y un gran sentido común, y reflejan su carácter bondadoso y amable. Son una reflexión sobre diversos aspectos de la vida: el amor, la amistad, la religión, las pasiones humanas… Schopenhauer afirmó que se podía aprender más en cualquiera de las páginas escritas por Hume que en toda la obra de Hegel, Herbart y Schleiermacher, grandes y plúmbeos filósofos alemanes de su tiempo, valgan las múltiples redundancias implícitas en esta afirmación.
Escéptico, antimetafísico, tenía, además, fama de ateo. Demasiado para la Iglesia de su tiempo que, siempre fiel a su cita con la Historia de la filosofía, le puso todo tipo de trabas, llegando a vetar su acceso a la cátedra de moral en Edimburgo.
El atractivo que ejerce la filosofía de Hume no reside tanto en su originalidad como en su radicalidad, al llevar al empirismo a su límite más extremo (el empirismo, del griego empireia o experiencia, es un movimiento filosófico que concede a la experiencia sensible la categoría de única fuente válida del conocimiento).
Hume echó por tierra los dos pilares básicos de la metafísica clásica: la existencia de la sustancia (no podemos saber, de forma racional o lógica, si existen o no las cosas, la sustancia) y el concepto de causalidad (la relación necesaria entre la causa y su efecto). Una vez dicho esto, después de poner patas arriba todo lo que se daba por supuesto en filosofía y de dejarnos sumidos en la más absoluta de las perplejidades, se supone que se iría tranquilamente de francachela con sus amigos y a echarse unas partidas de billar.
Respecto al principio de causalidad, Hume pensaba que es el hábito, la costumbre de ver dos hechos consecutivos, a los que denominamos causa y efecto, lo que nos lleva a aceptar este principio sin cuestionarlo en absoluto. Pero para él, no puede haber una conexión necesaria entre ambos sucesos. Así, nuestra mano siempre se quemó cuando la acercamos a la llama, pero eso sucedió en el pasado, no sucederá necesariamente de igual manera en el futuro (en este punto, se ruega encarecidamente al joven lector, voluntarioso y entusiasta, que se acerca a estas páginas con todo candor intelectual, que se abstenga de tratar de verificar, al menos con el ejemplo antedicho, una posible inexistencia del principio de causalidad).
Hume, en relación a los argumentos de Berkeley, ya había señalado que “si bien eran irrefutables, no producían la menor convicción” (inteligente observación, aplicable con mayor razón si cabe a sus propias propuestas). Pero la grandeza de la filosofía de Hume no se alimenta ni de convicciones ni de certezas.
Al contrario, para desolación de aquellos que necesitamos una referencia sólida para nuestra comprensión de la realidad, Hume nos ofrece un buen puñado de nuevos interrogantes de difícil respuesta: ¿tiene existencia real el mundo exterior?, ¿podría ser de otra forma, distinta a la forma en la que lo concebimos?, ¿podría ser recreado por nuestra mente con otros parámetros u otras reglas de funcionamiento?
El desasosiego, el vértigo, la estupefacción que experimentamos al considerar las posibles respuestas a esas cuestiones, en completa contradicción con nuestra intuición, ese desafío intelectual de tratar de imaginar lo aparentemente inconcebible, se lo debemos al bon David.
Y es ahí, precisamente, donde reside la fascinación de la filosofía de Hume, en la magia de la inseguridad, de la duda. Porque, como dijo Wisława Szymborska con sublime delicadeza: “Bella es la certeza, pero más bella aún es la incertidumbre”.
Próximo capítulo: Kant en Powerpoint.
Zenda es un territorio de libros y amigos, al que te puedes sumar transitando por la web y con tus comentarios aquí o en el foro. Para participar en esta sección de comentarios es preciso estar registrado. Normas: